En la tormenta. Флинн Берри

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En la tormenta - Флинн Берри

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número doce.

      Pregunto el precio.

      —Eso parece más que la última vez. ¿Es la tarifa de fin de semana?

      —La tarifa del ocho de marzo también era de noventa y cinco libras.

      Me siento orgullosa. La conocía mejor que nadie.

      Capítulo 9

      «Nora», dijo Rachel, «¿quieres venir conmigo o quedarte?».

      «Quedarme».

      Y volví a dormirme. Rachel trastabilló por las escaleras. Le dijo adiós a Rafe y a los otros que seguían despiertos, giró el picaporte y abrió la puerta de malla, que resopló con el aire de verano. El sol aún no había salido, pero las aceras estaban calientes. Se habían mantenido calientes durante la noche.

      Rachel me contó esta historia solo una vez, dando por hecho que recordaría cada detalle y que nunca me la tendría que volver a contar.

      Caminó con las sandalias en la mano. Más tarde supo a qué hora había salido el sol ese día y dedujo que debió de haber salido de casa de Rafe poco después de las cinco. El cielo era de un insólito azul eléctrico. Poco después de irse, pisó una piedra afilada y volvió a ponerse las sandalias. Parecía creer que esta parte era importante. La describió con mucha precisión. No sé si fue porque pensó que, de no haber sido así, podría haber corrido.

      Dijo que tuvo un arrebato de felicidad. En vez de irse a casa, pensó en ir al río a ver el amanecer. Dijo que se compadecía de las personas que estaban durmiendo en sus casas, que sentía que su vida era mejor y más emocionante que la de ellos.

      Cruzó nuestra urbanización, una espiral de cajas blancas idénticas, la mitad de ellas, vacías.

      De repente, apareció un hombre caminando muy rápido entre dos de las casas en su dirección. Rachel lo vio por el rabillo del ojo mientras pasaba por la franja de césped. Cuando se giró, el hombre ya no estaba tras ella en la calle, y dio por hecho que habría entrado en alguna casa.

      Entonces apareció dos casas después. Debió de dar un rodeo para salir por los jardines. Esta segunda aparición la puso nerviosa. No sabía si sería mejor continuar en dirección a nuestra casa o volver corriendo al pueblo.

      El hombre siguió bajando por el jardín hasta llegar a la calle. No miró a Rachel, que se había quedado paralizada unos metros detrás de él.

      Comenzó a alejarse de ella, en la misma dirección en la que había estado yendo Rachel. Cuando había unos cinco metros entre ellos, ella dio un paso al frente. Le gustaba no ir por delante de él. Le hacía sentir más segura. Decidió no correr, decidió que sería mejor ver dónde estaba él en todo momento.

      Durante el resto del camino a casa, los vecinos de las otras casas podrían oírla. Si pasara algo, alguien se daría cuenta y saldría. Si empezaba a correr, él podría atraparla en el tramo de campos entre la urbanización y el pueblo, sin nadie alrededor.

      Mantuvo la distancia entre ellos y consiguió avanzar una media manzana.

      El hombre giró y fue hacia ella. Caminaba de una manera rara, como de puntillas, dando pasos cortos. Ella empezó a gritarle. Mientras le chillaba, él se acercó con pasos rápidos, como si sufriera sacudidas.

      Se suponía que tenía que espantarlo. Eso era lo que le habían dicho, lo que nos habían dicho a todas. Monta una escena, llama la atención, pónselo difícil y te dejará en paz.

      No sirvió de nada. En cuanto estuvo lo bastante cerca, apretó la garganta de Rachel con una mano, la agarró del cuello y la lanzó al suelo. Se arrodilló junto a ella y le bloqueó la ingle con una pierna. La agarró del cuello con una mano y empezó a asestarle puñetazos en el estómago y en el pecho y en la cara. Ella lo golpeó y arañó. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Rachel trató de darle un puñetazo en la tráquea, pero él se giró y el golpe fue a parar a su mandíbula. Él le agarró la mano en el aire y le partió el brazo, atrapándolo luego con la rodilla. Le golpeó la cabeza contra la acera y su cráneo se humedeció.

      Siguió pegándole en la barriga y en la cara. Luego se levantó de puntillas y la miró. Ella se agarró la cabeza mojada.

      Trató de quedarse quieta, pero su cuerpo se sacudía y convulsionaba. Cuando los espasmos cesaron, se puso de rodillas como pudo, luego de pie, y el suelo rodó. Se alejó, porque, si se daba la vuelta, él volvería desde detrás de las casas, dando saltitos, y la tiraría al suelo de nuevo.

      Caminó arrastrando los pies por el asfalto. Tenía el brazo izquierdo roto y lo sostenía contra el pecho. Mientras se retiraba, no dejó de mirar por los huecos que había entre las casas. Oía su propia respiración, las rápidas inhalaciones que le inflaban el pecho.

      Capítulo 10

      Lo que pasó en casa de Rachel el viernes no encajaba con nada de lo que había fuera: la casa del profesor al otro lado de la calle; la vecina montando a caballo; los olmos; el coche en la entrada.

      No tiene ningún sentido. Había gente en el pueblo, docenas de personas, a poco más de un kilómetro de donde la asesinaron. Cuando llegué, la ciudad estaba tranquila, como si la nieve ya hubiera empezado a caer. Vi a una mujer salir de la biblioteca con un montón de libros; un hombre mirando pasteles en el escaparate de la confitería; uno de los empleados del pueblo levantando un fajo de papeles del asiento contiguo y bajando de su furgoneta; gente maniobrando con sus coches por las calles estrechas, escuchando el pronóstico del tiempo. Es como si algo se hubiera cernido sobre la casa de Rachel y la hubiera cambiado por completo, mientras el resto de la ciudad permanecía intacta.

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