En la tormenta. Флинн Берри

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En la tormenta - Флинн Берри

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me encantó.

      —Joder —exclamó Rachel.

      Su pastel de pescado llegó con una pinza de cangrejo moteada saliendo de la masa, lo que la apaciguó.

      —¿Compensa lo de la violeta? —pregunté.

      —No, definitivamente no.

      —Lo siento —digo ahora a la mujer que tengo delante—. No recuerdo tu nombre.

      Ella deja la taza y el tintineo contra el plato es muy doméstico, muy incongruente.

      —Sarah Collier. Trabajo en el Telegraph.

      Me doy cuenta, con un latigazo de vértigo, de que el resto de la gente de la sala nos está mirando. Me levanto y salgo a la calle.

      Sarah me alcanza fuera. Ha dejado su abrigo en el pub y está ahí de pie, temblando, con un jersey color crema y las manos metidas bajo los brazos.

      —No voy a preguntarte nada. Solo estoy aquí por si necesitas hablar.

      —No voy a hablar con la prensa.

      —¿Te dijo Alistair que dijeras eso? —pregunta—. No tienes que escuchar todo lo que te dice.

      No quiero que Sarah sepa dónde estoy viviendo, así que camino hacia la plaza. Cuando me giro a mirar, la puerta del Miller’s Arms se cierra tras ella. Paso la plaza y giro hacia la calle Salt Mill. A un lado hay un monumento conmemorativo, y mi primer pensamiento es que es para Rachel. Me llevo la mano a la boca. Hay velas y pilas de flores blanquecinas. Entonces veo la camiseta de fútbol clavada en la valla y una carta donde pone «Callum».

      La pequeña casa adosada detrás de la valla parece vacía. Rachel me dijo que murió en septiembre, su familia no la habrá vendido todavía. Espero hasta que la calle está desierta y me agacho para leer algunas de las cartas. Los mensajes muestran a personas aprisionadas por su muerte y angustiadas por ella. Muchas lo describen como un héroe. O nadie sabía cómo era, o lo sabían y no les importaba.

      Capítulo 8

      Estoy cruzando la calle principal cuando veo a Lewis en el quiosco, hablando con el anciano propietario. Espero a que salga.

      —¿Es sospechoso?

      —No.

      Desde su tienda, Giles tiene una vista sin obstáculos de la estación de tren. También es el cotilla del pueblo, según Rachel. Su tienda está abierta más horas que ninguno de los otros negocios de la calle principal y conoce a todos los habitantes del pueblo. La gente le hace confidencias. Él pregunta sobre enfermedades, embarazos, divorcios… Recuerdo, absurdamente, que sabe lo de mi ruptura con Liam. Me lo sonsacó en los dos minutos que tardé en comprar un periódico y una botella de agua mineral en su tienda, en mayo.

      Reparo en sus vistas, las luces colgantes del andén y la comisaría, y luego sigo a Lewis por la calle principal. Encontramos un banco en el parque. El sacerdote está en el cementerio de la iglesia, con su sotana negra. Sobre él se erguía un olmo blanco, que lo resguardaba bajo su verde copa.

      —¿Los curas anglicanos escuchan confesiones? —pregunto.

      —No, oficialmente no. No como los católicos. Pero no serviría de nada si lo hicieran. Nunca sueltan prenda.

      El cura sube los escalones de la iglesia. Por un momento parece que nos esté mirando; entonces agarra las anillas de hierro de las dos puertas y las cierra.

      —¿Hace falta que cierre las puertas así? —dice Lewis—. ¿No puede cerrar primero una y después la otra?

      Me quedo mirando las vidrieras de la ventana encima de las puertas. El viento corre entre los tejos de la plaza, un sonido vasto, marítimo. Se vuelve más fuerte y es como si estuviera en la playa, en Edimburgo, cerca de mi universidad.

      —Un hombre llamado Andrew Healy atacó a una adolescente en Whitley hace dos años —dice Lewis—. Está a unos diez kilómetros de Snaith. Rachel le escribió una carta pidiéndole visitarlo en prisión. Él accedió y ella fue, en marzo.

      —¿Era él?

      —No. Healy estaba cumpliendo una condena por narcotráfico el verano que atacaron a Rachel.

      —¿Podría haberse escapado?

      —Era una prisión de alta seguridad. El día del ataque, estaba sirviendo en el comedor. Si hubiera faltado, habría un informe.

      —¿Rachel lo sabía?

      —Healy le dijo que no podía haber sido él. Rachel habló con su abogado, que le confirmó las fechas de la sentencia.

      —¿Dónde fue a visitarlo?

      —A una cárcel a las fueras de Bristol. —Lewis parece incómodo por mí. Ella no me dijo que viniera y esperara en el coche. Ni siquiera me dijo que le había escrito—. ¿Te contó Rachel alguna vez que estaba buscando a su agresor?

      —Dijo que había dejado de hacerlo. Que quería olvidar lo sucedido.

      Cómo no iba a decirme eso… Durante años le había rogado que dejara de buscar y, en algún momento, debió de empezar a resultarle más fácil mentir que discutir.

      —¿Cuándo fue esto? —pregunta Lewis.

      —Hace cinco años. ¿Es sospechoso?

      —No. Healy está en la cárcel todavía.

      En el Hunters, encuentro la ruta desde casa de Rachel a la cárcel. La imagino en la sala de visitas mientras los prisioneros comienzan a hacer fila. No sé qué planeaba decir. Qué diría que le había hecho él.

      No le preguntaría por qué lo hizo. Yo se lo pregunté a ella una vez y se rio en mi cara.

      «No necesita tener una razón», dijo.

      No iba a visitarlo para entender mejor lo que había pasado. Quería castigarlo.

      Me contó una vez cómo lo haría. Se escribiría con otros hombres de la cárcel y se los ganaría. Durante la visita, mencionaría sus nombres y diría lo que estaban dispuestos a hacer por ella.

      No sé hasta dónde habría llevado aquel plan, si realmente habría convencido a otro prisionero para que lo agrediera. Lo dudo, pero el efecto deseado sería el mismo.

      No fue él. Andrew Healy. Pero deben de parecerse, lo bastante como para que Rachel llamara al abogado para que confirmara su historia. Aun así, puede ser que lo amenazara. No la atacó a ella, pero sí había atacado a alguien. La veo volviendo a su coche, abrazándose a sí misma con fuerza, con una expresión llena de rabia.

      Tal vez parara en Bristol a tomar una copa. También me imagino el lugar; sería familiar, una cadena que hubiera visitado en Londres o Bath. El Slug and Lettuce, o algo así. Estaría aún escudriñando todos los planes que había hecho en su cabeza, y bebería demasiado como para volver conduciendo a casa. Estoy tan convencida de esto que empiezo a llamar a todos los hoteles de medio pelo que hay en el centro de Bristol.

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