E-Pack Escándalos - abril 2020. Varias Autoras

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vagamente la sensación de tener su cabello en la mano, de acariciar su piel, de saborear los confines de su boca.

      Dios… ¿la habría seducido?

      Escondió rápidamente el cinturón bajo la ropa para que el criado no pudiera verlo, aunque esa clase de suceso no era fácil de mantener en secreto en una casa como aquella. De muchacho siempre había sabido a qué doncellas se llevaba su abuelo al lecho. Pobres mujeres. En su situación pocas podían negarse.

      ¿Habría ocurrido lo mismo con la señorita Hill? ¿Pensaría que tenía que acceder a sus deseos si no quería verse arrojada a la calle?

      Aun abotargado por el alcohol y cegado por la tristeza, se había dado cuenta de lo hermosa que estaba con el cabello suelto y la bata atada a la cintura. Eso no podía olvidarlo.

      Apretó el cinturón en el puño. También recordaba haberla llamado Anna.

      Anna. Ya no podría volver a ser la señorita Hill para él, pero ojalá no fuera porque le había impuesto una intimidad deshonrosa.

      El criado salió del dormitorio y Brent se sacudió el recuerdo de Anna.

      Era hora de levantarse.

      Iba vestido con pantalones y camisa, pero eso no quería decir nada. Solo que quizá no se había tomado el tiempo de desnudarse antes de satisfacer su necesidad. ¿De verdad iba a tener que añadir la seducción de la institutriz de sus hijos a sus muchos pecados?

      Sentía unos martillazos tremendos en la cabeza. En dos días había bebido hasta el punto de emborracharse. No era propio de él. Era el influjo de aquella maldita casa. Brentmore sacaba lo peor de él.

      Se lavó, se afeitó y se vistió sin la ayuda del criado que hacía las veces de ayuda de cámara. Se guardó el cinturón en el bolsillo y bajó al salón de los desayunos, donde le esperaba una tetera caliente y comida dispuesta en una mesa de servicio.

      El señor Tippen entró.

      —¿Necesita algo, milord?

      —No.

      El estómago se le revolvió al oler los arenques.

      El mayordomo iba ya a marcharse cuando lo llamó.

      —Espere. ¿Sabe si mis hijos están despiertos? ¿Se les ha servido ya el desayuno?

      No se atrevió a preguntar si su institutriz se había levantado de la cama.

      —Lo desconozco, milord —respondió, como si la pregunta le degradara.

      El muy cretino.

      —Entérese. Si aún no han desayunado, quiero que bajen aquí y desayunen en esta habitación. Los niños y su institutriz.

      Tenía que verlos, asegurarse de que la noche que tanto le había afectado a él no les había hecho aún más daño a ellos.

      Y tenía que ver a Anna.

      Tippen adoptó una expresión reprobadora pero se inclinó.

      —Muy bien, milord.

      Unos minutos después, un criado apareció con más servicios.

      —El señor Tippen me ha dicho que milord desea que los niños desayunen aquí.

      —Gracias, eh…

      No sabía el nombre de aquel criado.

      —Wyatt, milord.

      —Wyatt.

      Otra tarea que tenía pendiente: aprenderse el nombre del servicio.

      Wyatt se retiró a un rincón de la sala mientras Brent se terminaba su segunda taza de té. La puerta se abrió y Anna… la señorita Hill entró, seguida por los niños.

      Brent se levantó.

      —Buenos días.

      La miró a los ojos, pero su expresión no revelaba nada.

      —¿Nos vas a castigar? —preguntó Dory, en su tono cierta nota desafiante.

      —¿Castigaros? —¿habría hecho algo la noche anterior que pudiera haberles sugerido tal cosa?—. No. En absoluto. Quería vuestra compañía, eso es todo.

      —Ah.

      La niña se encaramó a una silla, y la mesa le quedó a la altura de la barbilla.

      Anna se volvió al criado.

      —Wyatt, creo que a lady Dory le vendría bien un grueso cojín.

      —Enseguida, señorita.

      Salió.

      No miró a Brent, pero le dijo:

      —Siéntese, por favor —y dirigiéndose a los niños, añadió—: Vamos a ver qué hay aquí para desayunar.

      Dory se bajó de la silla y eligió con decisión, mientras que Cal señaló tímidamente lo que quería.

      Cuando volvieron a la mesa, Dory tenía ya su cojín.

      Anna volvió a dirigirse a Brent.

      —¿Desea que le prepare un plato, milord?

      ¿Qué había en su tono? ¿Aspereza? ¿Ultraje?

      —Un poco de pan y mantequilla quizá.

      Desde luego nada de arenques.

      Cuando le dejó el plato delante por fin consiguió captar su mirada.

      —¿Os debo una disculpa, señorita Hill?

      Ella se sonrojó.

      —Conmigo no tiene esa clase de obligación, milord.

      ¿Qué significaban sus palabras? No podía estar seguro y tampoco podía pedirle que se lo aclarara delante de los niños. Tendría que haberle pedido que se vieran a solas un momento. Pero es que también quería ver a los niños.

      La señorita Hill se preparó también su plato y cuando por fin se sentó a la mesa y todos comenzaron a comer, nadie habló. Brent recordó entonces las innumerables mañanas en que se había sentado con su abuelo en aquella misma estancia sin que hubiera entre ellos nada más que un silencio opresivo. Con Eunice, el silencio estaba siempre salpicado del inconfundible desdén que le inspiraba todo lo suyo.

      No estaba dispuesto a que sus hijos se imaginaran por su cuenta lo que no se decía con palabras.

      —¿Por qué has pensado que veníais aquí porque quería castigaros? —le preguntó a Dory.

      Sus ojazos azules lo miraron por encima del jamón y del pan tostado.

      —Porque anoche te despertamos. Molestamos mientras dormías.

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