¿Cómo debemos rendirle culto?. R. C. Sproul
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En nuestra época, hemos experimentado un eclipse radical de Dios. La sombra que ha cubierto el rostro de Dios no puede destruir Su existencia más de lo que una nube puede destruir el sol o la luna. Pero el eclipse esconde el carácter real de Dios a los ojos de Su pueblo. Ha resultado en una profunda pérdida del sentido de lo santo, y con ello, cualquier sentido de la solemnidad y seriedad de la adoración piadosa.
Somos un pueblo que ha perdido de vista el límite y entonces dejamos de hacer una transición en las mañanas de domingo de lo secular a lo sagrado, de lo común a lo no común, de lo profano a lo santo. Continuamos ofreciendo fuego extraño al Señor, como lo hicieron los hijos de Aarón, Nadab y Abiú (Levítico 10:1-2). Hemos hecho que nuestros servicios de adoración sean más seculares que sagrados, más comunes que no comunes, más profanos que santos.
Este libro es una breve introducción a los principios básicos de adoración presentados en la Escritura para nuestra instrucción y edificación, y para nuestra obediencia. Trata tanto de los principios ordenados por la Escritura, como de los modelos mostrados en ella. Nuestra adoración moderna necesita la filosofía del segundo vistazo, un intento continuo de asegurarnos de que todo lo que hacemos en las reuniones de adoración sea para la gloria de Dios, Su honor y de acuerdo con Su voluntad. Mi deseo es que este libro ayude a disipar el eclipse de Dios en nuestros días, y que nos ayude una vez más a rendir a Dios la adoración que hemos sido diseñados para dar.
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LA FORMA DE LA ADORACIÓN
Era una de esas maravillosas tardes de sábado en otoño cuando los pensamientos de la gente se enfocan en el fútbol americano, el golf o en rastrillar hojas. Pero yo estaba haciendo algo completamente diferente: leía nuevamente el Discurso del método. Meditaciones metafísicas de René Descartes.
Aprecio a los filósofos como Descartes que persiguen la verdad regresando a los primeros principios en busca de los fundamentos sobre los cuales todo lo demás se establece y de dónde todo lo demás fluye. En mi propia actividad en teología y filosofía, frecuentemente utilizo esta aproximación porque es muy fácil perder de vista el bosque cuando estás atrapado entre los árboles. Cuando estoy confundido, me gusta regresar y decir: “Bien, ¿qué es lo que sabemos con certeza? ¿Cuál es el fundamento sobre el cual está construido todo?”.
Eso es exactamente lo que quiero hacer en este estudio sobre la adoración. Vivimos en una época en la que hay una crisis evidente de adoración en la iglesia. Es casi como si estuviéramos en medio de una rebelión entre personas que consideran que la iglesia es insignificante. Están aburridos. Ven la experiencia del domingo en la mañana como un ejercicio sin relevancia. Como reacción en contra de eso, parece que casi cualquier iglesia que visitamos está experimentando con nuevas formas y nuevos patrones de adoración. Esta experimentación ha provocado muchas disputas sobre la naturaleza de la adoración.
Las líneas de batalla en el tema de la adoración tienden a dividir entre lo que se conoce como adoración litúrgica y adoración no litúrgica. En realidad, estas etiquetas representan un falso dilema. En primer lugar, cualquier servicio de adoración al que haya asistido alguna vez podría llamarse litúrgico. Litúrgico significa simplemente que hay una liturgia, un orden o un patrón, y que ciertas cosas se hacen en el servicio. Se puede decir lo mismo con respecto a la adoración formal e informal. Informal significa básicamente “sin forma”. Sin embargo, no podemos tener adoración corporativa sin forma. Hay una forma en cada servicio de adoración, así que no hay tal cosa como una adoración informal en el sentido literal. El asunto no es si vamos a tener una liturgia o forma. La pregunta es: ¿cuál será la estructura, el estilo y el contenido de la liturgia?
Una vez que hemos decidido una forma, debemos preguntarnos si es una forma legítima o no. Para encontrar la respuesta a esa pregunta, necesitamos regresar a los primeros principios, a los fundamentos, y buscar lo que Dios quiere que hagamos en la adoración. El punto central no es lo que nos estimule o emocione a nosotros. Aunque eso no es un asunto insignificante o irrelevante, nuestra preocupación primordial tiene que ser lo que agrada a Dios. La pregunta que debemos hacer es esta: Si Dios mismo diseñara la adoración, ¿cómo sería?
Lo que nos queda no es especular sobre la respuesta a esa pregunta porque hay porciones extensas del Antiguo Testamento específicamente dedicadas a un estilo y práctica de la adoración que Dios mismo ordenó y estableció entre Su pueblo.
Por supuesto que no podemos ir al Antiguo Testamento para descubrir qué aparece allí respecto al formato de la adoración y simplemente llevarlo y superponerlo en la comunidad del Nuevo Testamento. La razón de esto es obvia: mucho del ritual del Antiguo Testamento se enfocaba en el sistema sacrificial, lo cual se cumplió una vez y para siempre en la expiación de Cristo.
Un ejemplo es el rito de la circuncisión en el Antiguo Testamento. Cuando Moisés fue negligente en circuncidar a su hijo, Dios buscó a Moisés y lo amenazó de muerte porque no había seguido la orden de Dios de dar el rito sagrado de la circuncisión a sus hijos (Éxodo 4:24-26). Claramente, Dios consideraba la circuncisión como algo extremadamente importante en ese entonces. Pero si yo dijera que debemos circuncidar a nuestros hijos como un ritual y señal religiosa, yo estaría bajo la condenación de Dios. Eso es claro en el libro de Gálatas, donde Pablo habló sobre cómo tratar con aquellos que querían insistir en la continuidad total entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento (Gálatas 2). Si seguimos la iniciativa de ellos e insistimos en la continuidad total entre los testamentos, nos arriesgamos a caer en una herejía judaizante y negar el cumplimiento del pacto realizado por Jesús. Por tanto, evidentemente hay algo de discontinuidad entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento.
Sin embargo, no debemos caer en la trampa de pensar que no hay ninguna continuidad entre los testamentos. La iglesia primitiva pasó por una gran crisis respecto a la continuidad bíblica. Esta crisis se centró en un hombre llamado Marción, que era un “heresiarca”, el archihereje de todos los tiempos en cuanto a la continuidad bíblica. Marción enseñó que el Dios del Nuevo Testamento que se revela en Jesús no es el mismo Dios que aparece en el Antiguo Testamento. Marción veía al Dios del Antiguo Testamento como un ser tirano, malvado, vengador e iracundo. Pero el Padre amoroso revelado por Jesús en el Nuevo Testamento es el verdadero Dios, afirmaba Marción.
Sin duda, alguien pudo haberle señalado a Marción que Jesús frecuentemente citaba el Antiguo Testamento y se dirigía al Dios del Antiguo Testamento como Su Padre. Tales pasajes eran en efecto problemáticos para Marción, así que tomó sus tijeras y pegamento, y alteró la Escritura a fin de que transmitiera la doctrina que él quería transmitir. Produjo una versión expurgada, o abreviada, del Nuevo Testamento. Fue el primer erudito en ofrecer un canon formal del Nuevo Testamento a la iglesia. Pero era radicalmente reducido en comparación con lo que hoy conocemos como el Nuevo Testamento.
La iglesia respondió a esa herejía diciendo: “No, esta no es la Escritura. Esta es una versión truncada de la Escritura”.