El Cirujano. Tess Gerritsen

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El Cirujano - Tess Gerritsen Rizzoli & Isles

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eso se lo enseñan en la facultad de medicina?

      —Junto con la letra movida y las instrucciones para decodificarla.

      Era extraño intercambiar bromas sobre un asunto tan sombrío; más extraño aún escuchar que algo cómico pudiera provenir de labios de la doctora Cordell. Era su primer atisbo de la mujer tras el caparazón. La mujer que había sido antes de que Andrew Capra le inflingiera el daño.

      —El primer párrafo es el examen físico —le explicó—. Usa abreviaturas médicas, coong significa cabeza, oídos, ojos, nariz y garganta. Tenía un hematoma en la mejilla izquierda. Los pulmones estaban despejados, y el corazón sin murmullos ni galope.

      —¿O sea?

      —Normal.

      —¿Y un médico no puede escribir simplemente «el corazón late normal»?

      —¿Por qué los policías dicen «vehículo» en lugar de «auto»?

      Él asintió.

      —Ha lugar.

      —El abdomen estaba liso, suave, sin organomegalia. En otras palabras…

      —Normal.

      —Veo que está aprendiendo. Lo siguiente que describe es… el examen pélvico. Donde las cosas ya no son normales. —Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz más baja, exenta de todo humor. Respiró hondo, como armándose de valor para continuar—. Había sangre en el introito. Rasguños y hematomas en ambos muslos. Un desgarro vaginal en la posición de las cuatro, lo que indica que no fue un acto consensuado. En este punto el doctor Kimball dice que detuvo el examen.

      Moore se concentró en el párrafo final, que le resultaba legible. No estaba escrito con caligrafía médica.

      La paciente se agitó. Rehusó colaborar con los exámenes por violación. Rehusó cooperar con cualquier intervención ulterior. Tras el examen de VIH de rutina y el trazado de VDRL, se vistió y partió antes de que se llamara a las autoridades.

      —De modo que la violación nunca fue denunciada —dijo él—. No hubo ducha vaginal. No hubo recolección de ADN.

      Catherine lo escuchaba en silencio, con la cabeza inclinada hacia delante y las manos aferradas al bibliorato.

      —¿Doctora Cordell? —dijo, y le tocó el hombro. Ella dio un respingo, como si la hubieran quemado, y él retiró rápidamente su mano. Ella lo miró, y vio la furia en sus ojos. En ese momento irradiaba una ferocidad tal que por un instante se igualaron en el odio.

      —Violada en mayo, carneada en julio —dijo ella—. Lindo mundo para las mujeres, ¿no le parece?

      —Hemos hablado con todos los miembros de su familia. Nadie mencionó una violación.

      —Entonces ella no contó nada.

      «¿Cuántas mujeres mantienen el secreto?, —se preguntó Moore—. ¿Cuántos secretos tan dolorosos que no pueden compartirse con los seres queridos?». Observando a Catherine, pensó en el hecho de que ella también había buscado alivio en la compañía de extraños.

      Ella sacó el formulario del bibliorato para que Moore lo fotocopiara. Mientras lo tomaba, su mirada se detuvo en el nombre del médico, y tuvo otra ocurrencia.

      —¿Qué me puede decir del doctor Kimball? —dijo él—. El que examinó a Elena Ortiz.

      —Es un excelente médico.

      —¿Trabaja usualmente en el turno de la noche?

      —Sí.

      —¿No sabe si estuvo de guardia el jueves pasado por la noche?

      Le tomó un segundo captar lo significativo de la pregunta. Cuando lo hizo, él vio que temblaba por sus implicancias.

      —¿Usted cree en verdad que…?

      —Es una pregunta de rutina. Tenemos que considerar todos los contactos principales de la víctima.

      Pero la pregunta no era de rutina, y ella lo sabía.

      —Andrew Capra era médico —dijo ella con un hilo de voz—. No pensará que otro médico…

      —Esa posibilidad se nos ha ocurrido a los dos.

      Ella se volvió. Tomó aire de manera entrecortada.

      —En Savannah, donde fueron asesinadas esas mujeres, asumí que no conocía al asesino. Asumí que si alguna vez lo encontraba, iba a saberlo. Iba a sentirlo. Andrew Capra me enseñó lo equivocada que estaba.

      —La banalidad del mal.

      —Es exactamente lo que aprendí. El mal puede ser tan común… Un hombre a quien veo todos los días me saluda, puede devolverme la sonrisa… —y en voz aún más baja añadió—: Y al mismo tiempo estar pensando en todas las diversas formas de matarme.

      Era el crepúsculo cuando Moore caminó de vuelta hacia su auto, pero el calor del día todavía estaba concentrado en el techo. Sería otra noche insoportable. Las mujeres de la ciudad dormirían con las ventanas abiertas para captar las inconstantes brisas nocturnas. Los demonios de la noche.

      Miró hacia el hospital. Podía ver la brillante luz roja de emergencias resplandeciente como un abalorio. El símbolo de la esperanza y la curación.

      «¿Es éste tu coto de caza? ¿El mismo lugar al que acuden las mujeres para ser curadas?».

      Una ambulancia se deslizó desde la oscuridad con sus luces relampagueando. Pensó en toda la gente que debería pasar por una sala de emergencia en el lapso de un día. Médicos de ambulancias, cirujanos, ordenanzas, porteros.

      «Y policías». Era una posibilidad que nunca quería considerar, pero que sin embargo debía tener en cuenta. La profesión del que aplica la ley tiene una extraña atracción para aquellos que cazan a otros seres humanos. El revólver, la placa, son símbolos de dominación por antonomasia. ¿Y qué mayor control podía uno ejercer que el poder de atormentar y de matar? Para semejante cazador, el mundo es una vasta planicie hormigueante de presas.

      Todo lo que hay que hacer es elegir.

      Había niños por todas partes. Rizzoli estaba de pie en la cocina que olía a leche cortada y talco mientras esperaba que Anna García terminara de limpiar una mancha de manzana rallada del piso. Uno de los pequeños, que gateaba, estaba colgado de la pierna de Anna; el segundo sacudía tapas de cacerolas que había sacado de un aparador y las hacía sonar como címbalos. Otro niño estaba atrapado en una silla alta, y sonreía detrás de una máscara de espinacas a la crema. Y en el suelo, un bebé con un caso grave de curiosidad se arrastraba alrededor en una búsqueda del tesoro para ver qué podía llevar a su ávida boquita. A Rizzoli no le interesaban los niños, y se ponía nerviosa con tantos alrededor. Se sentía como Indiana Jones en un pozo de serpientes.

      —No son todos míos —se apresuró a explicarle Anna mientras se inclinaba sobre la pileta con el niño colgado de su pierna como un grillete. Retorció la esponja sucia y se secó las manos—. Sólo éste es

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