El Cirujano. Tess Gerritsen

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El Cirujano - Tess Gerritsen Rizzoli & Isles

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—preguntó Frost—. ¿Cuál es el simbolismo de eso?

      —Una vez más: el control —dijo Rizzoli.

      Zucker asintió.

      —Seguramente forma parte de lo mismo. Mediante este ritual demuestra tener el control de la escena. Pero al mismo tiempo el ritual lo controla a él. Es un impulso que probablemente no pueda resistir.

      —¿Y qué sucedería si se le impide hacerlo? —preguntó Frost—. Digamos que se lo interrumpe y no puede completar el acto.

      —Lo dejaría frustrado y furioso. Se sentiría impelido a comenzar una cacería de inmediato en busca de su próxima víctima. Pero hasta ahora se las arregló siempre para completar el ritual. Y cada asesinato fue lo bastante satisfactorio como para mantenerlo inactivo por largos períodos de tiempo. —Zucker paseó la vista por la sala—. Ésta es la peor clase de asesino con la que podemos enfrentarnos. Pasó un año entero entre ambos ataques. Es extremadamente raro. Significa que pueden pasar meses entre una y otra cacería. Podríamos rasgarnos las vestiduras tratando de encontrarlo, mientras él espera con paciencia el siguiente asesinato. Es meticuloso. Es organizado. Dejará pocas pistas a su paso, si es que deja alguna. —Miró a Moore en busca de confirmación.

      —No tenemos huellas digitales, ni tenemos ADN en ninguna de las escenas —dijo Moore—. Todo lo que hay es un cabello recogido de la herida de Ortiz. Y un par de fibras de poliéster halladas en el marco de la ventana.

      —Me imagino que tampoco hubo testigos.

      —Hicimos ciento treinta interrogatorios en el caso de Sterling. Ciento ochenta entrevistas hasta el momento para el caso de Ortiz. Nadie vio al intruso. Nadie advirtió la presencia de un merodeador.

      —Pero tenemos tres confesiones —dijo Crowe—. Todos venían de la calle. Les tomamos declaración y los mandamos de vuelta. —Se rió—. Chiflados.

      —Este asesino no está loco —dijo Zucker—. Me atrevería a decir que parece perfectamente normal. Supongo que es un hombre blanco entre veintiocho y treinta y dos años. Prolijamente vestido, y con una inteligencia superior a la media. Es casi seguro que se graduó en la secundaria y tal vez posee un título terciario o universitario. Las escenas del crimen están separadas por casi dos kilómetros de distancia, y los asesinatos fueron cometidos a una hora del día en la que hay poco transporte público. Así que maneja un auto. Debe de estar limpio y bien mantenido. Es probable que no tenga historia clínica de enfermedades mentales, pero puede tener antecedentes juveniles por robo o voyeurismo. Si trabaja, debe de hacerlo en algo que requiere atención y meticulosidad. Sabemos que lo planifica todo, como lo demuestra la evidencia de que lleva encima un equipo para asesinar: escalpelo, sutura, tela adhesiva, cloroformo. Más algún recipiente de alguna clase en el que se lleva el recuerdo a su casa. Puede ser algo tan sencillo como una bolsa transparente con cierre hermético. Trabaja en un campo que requiere atención al detalle. Como desde luego tiene conocimientos de anatomía, y habilidades quirúrgicas, podemos estar enfrentándonos a un médico profesional.

      Rizzoli se encontró con la mirada de Moore; a ambos los asaltó un mismo pensamiento: probablemente había más médicos en la ciudad de Boston que en todo el resto del mundo.

      —Como es inteligente —dijo Zucker—, sabe que vigilamos las escenas del crimen. Y se resistirá a la tentación de volver. Pero la tentación está ahí, de modo que vale la pena seguir vigilando la casa de Ortiz, al menos en un futuro cercano. También es lo bastante inteligente como para evitar elegir víctimas de su vecindario. Es lo que llamamos un «viajante» más que un «merodeador». Sale de su barrio para cazar. Hasta que no tengamos más elementos con los que trabajar, no puedo elaborar un perfil geográfico. No puedo señalar las áreas en las que deberían concentrarse.

      —¿Cuántos elementos más necesita? —preguntó Rizzoli.

      —Como mínimo cinco.

      —¿Quiere decir que necesitamos cinco asesinatos?

      —El programa de ubicación geográfica de criminales que utilizo requiere cinco para tener validez. He utilizado este programa por lo menos con cuatro elementos, y a veces se puede obtener una predicción sobre el domicilio del criminal, pero no es certero. Necesitamos saber más acerca de sus movimientos. Cuál es su esfera de actividad, cuáles son sus puntos de anclaje. Todo asesino se mueve en una zona de preferencia. Son como depredadores en plena cacería. Tienen su territorio, sus agujeros de pesca, donde encuentran a la presa. —Zucker paseó la vista alrededor de la mesa notando las caras poco impresionadas de los detectives—. No sabemos lo suficiente sobre este individuo como para hacer predicciones. Por lo tanto, tenemos que concentrarnos en las víctimas. Quiénes son y por qué las elige.

      Zucker volvió a tomar su maletín y sacó dos carpetas, una rotulada Sterling, la otra, Ortiz. Extrajo una docena de fotografías que desplegó sobre la mesa. Imágenes de las dos mujeres cuando vivían, algunas incluso de la infancia.

      —No han visto algunas de estas fotos. Les pedí a los familiares que me las facilitaran, para tener una idea sobre la historia de estas mujeres. Miren sus caras. Estudien quiénes eran como personas. ¿Por qué el asesino las eligió a ellas? ¿Dónde las vio? ¿Qué había en ellas que le llamó la atención? ¿Una risa? ¿Una sonrisa? ¿La forma en que caminaban por una calle de la ciudad?

      Comenzó a leer de una hoja mecanografiada.

      —Diana Sterling, treinta años de edad. Pelo rubio, ojos azules. Un metro setenta de estatura, cincuenta y seis kilos. Ocupación: agente de viajes. Lugar de trabajo: calle Newbury. Domicilio: calle Marlborough, en Back Bay. Graduada en el Smith College. Sus padres son abogados y viven en una casa de dos millones de dólares en Connecticut. Novios: ninguno hasta la fecha de su muerte.

      Dejó la hoja sobre la mesa y tomó la siguiente.

      —Elena Ortiz, veintidós años de edad. Latina. Pelo negro, ojos castaños. Un metro cincuenta y ocho, cuarenta y siete kilos. Ocupación: empleada en el negocio de flores de la familia, en el South End. Domicilio: un departamento en el South End. Educación: bachiller. Vivió toda su vida en Boston. Novios: ninguno hasta la fecha de su muerte.

      Levantó la vista.

      —Dos mujeres que vivían en la misma ciudad, pero que se movían en universos distintos. Compraban en negocios distintos, comían en restaurantes distintos, y no tenían amigos en común. ¿Cómo las encontró nuestro asesino? ¿Dónde las encontró? No sólo son distintas entre sí, sino que no corresponden a la clásica víctima de crimen sexual. La mayoría de los asesinos atacan a los miembros vulnerables de la sociedad. Prostitutas, mujeres que hacen dedo. Como cualquier cazador carnívoro, rondan al animal que está en los extremos del rebaño. ¿Entonces por qué eligió a estas dos mujeres? —Zucker sacudió la cabeza—. No lo sé.

      Rizzoli miró las fotos sobre la mesa, y una imagen de Diana Sterling captó su atención. Mostraba a una resplandeciente joven, la flamante graduada del Smith College con su toga y su birrete. La niña mimada. «¿Qué se sentirá ser una niña mimada?», se preguntaba Rizzoli. No tenía idea. Había crecido como la desdeñada hermana de dos atractivos varones, como la desesperada varonera que sólo quería ser parte de la banda. Seguramente Diana Sterling, con sus pómulos aristocráticos y su cuello de cisne, nunca supo lo que significaba quedar afuera, excluida. Nunca supo lo que significaba ser ignorada.

      La mirada de Rizzoli se detuvo en una cadena dorada que colgaba del cuello de Diana. Levantó la foto y le echó una mirada más de cerca. Con el pulso acelerándose, miró alrededor de la sala para comprobar si algún otro policía había registrado lo

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