El Cirujano. Tess Gerritsen

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El Cirujano - Tess Gerritsen Rizzoli & Isles

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lo que la había arrancado de un sueño tan profundo? No se atrevió a mover un músculo, por temor a perder el sonido delator de un intruso.

      Unas luces fluctuaban desde la ventana, las luces de algún auto que pasaba. El living apenas se iluminó, para volver pronto a la oscuridad. Oyó el siseo del aire acondicionado y el zumbido de la heladera en la cocina. Nada extraño. Nada que pudiera inspirarle una aplastante sensación de temor.

      Se incorporó y tomó coraje para encender la lámpara. Los horrores imaginarios pronto se desvanecieron bajo el cálido resplandor de la luz. Se levantó del sillón, pasó deliberadamente por cada cuarto, encendió luces y revisó los armarios. En el plano racional sabía que no había ningún intruso, que su casa, con un sofisticado sistema de alarmas y pasadores y cerraduras, así como las ventanas firmemente cerradas, era lo más seguro que podía esperarse. Pero no descansó hasta concluir con el ritual y revisar cada rincón oscuro de la casa. Sólo cuando estuvo satisfecha de que la seguridad no había sido burlada, se permitió respirar tranquila de nuevo.

      Eran las diez y media. Del miércoles. «Necesito hablar con alguien. Esta noche no puedo manejarlo sola».

      Se sentó frente al escritorio, encendió la computadora y esperó a que apareciera la pantalla de inicio. Esa maraña de cables y plástico era su cable a tierra, su terapia, el único lugar seguro en el que podía descargar su dolor.

      Escribió su alias, Ccord, lo envió por Internet, y con unos pocos clics del mouse y algunas palabras escritas en el teclado, navegaba rumbo a una sesión de chat privada llamada simplemente «ayudamujer».

      Media docena de nombres familiares ya estaban allí. Mujeres sin rostro y sin nombre, todas ellas atraídas por este reino seguro y anónimo del ciberespacio. Esperó unos instantes, mientras los mensajes bajaban por la pantalla de la computadora. Escuchaba en su mente las voces heridas de estas mujeres, desconocidas para ella más allá de esta sesión virtual.

      Laurie45: ¿Y entonces qué hiciste?

      Votive: Le dije que no estaba preparada. Todavía tengo recuerdos. Le dije que si yo le importaba algo tenía que esperar.

      Hbreaker: Un punto para ti.

      Winky98: No dejes que te apure.

      Laurie45: ¿Cómo reaccionó?

      Votive: Dijo que tenía que superarlo. Como si fuera una estúpida o peor.

      Winky98: ¡Los hombres deberían ser violados!

      Hbreaker: Me llevó dos años antes de estar preparada.

      Laurie45: A mí uno.

      Winky98: En lo único que piensan estos tipos es en sus pitos. Todo pasa por ahí. Sólo quieren que su COSA esté satisfecha.

      Laurie45: Bueno, me parece que esta noche estás de mal humor, Wink.

      Winky98: Tal vez. A veces pienso que Lorena Bobbitt hizo lo correcto.

      Hbreaker: ¡Wink va a sacar su cuchilla!

      Votive: No creo que tenga intenciones de esperar. Creo que ya pasó a otra cosa.

      Winky98: Tú mereces que te espere. Lo mereces.

      Pasaron unos segundos con la casilla de mensajes vacía. Luego:

      Laurie45: Hola, Ccord. Es bueno tenerte de vuelta.

      Catherine escribió.

      Ccord: Veo que están hablando de hombres nuevamente.

      Laurie45: Sí. ¿Cómo es posible que nunca nos cansemos de ese tema?

      Votive: Porque ellos nos han hecho daño.

      Se produjo otra larga pausa. Catherine aspiró profundo y escribió:

      Ccord: Tuve un mal día.

      Laurie45: Cuéntanos. ¿Qué te pasó?

      Catherine casi podía escuchar el arrullo de las voces femeninas, los amables murmullos tranquilizadores a través del éter.

      Ccord: Hoy tuve un ataque de pánico. Estoy aquí, encerrada en mi casa, donde nadie puede tocarme, y todavía me siento mal.

      Winky98: No dejes que él gane. No dejes que te convierta en su prisionera.

      Ccord: Es demasiado tarde. Soy una prisionera. Porque esta noche me di cuenta de algo terrible.

      Winky98: ¿De qué?

      Ccord: El mal no muere. Nunca muere. Sólo adopta nuevos rostros, nuevos nombres. Sólo porque fuimos tocadas una vez por él no quiere decir que seamos inmunes a una nueva herida. Un rayo puede caer dos veces en el mismo lugar.

      Nadie escribió. Nadie respondía.

      «No importa cuan cuidadosas que seamos, el mal sabe dónde vivimos —pensó—. Sabe cómo encontrarnos».

      Una gota de sudor bajó por su espalda.

      «Y puedo sentirlo ahora. Acercándose».

      Nina Peyton no sale, no ve a nadie. No ha ido a su trabajo en semanas. Hoy llamé a su oficina en Brookline, donde trabaja como gerente de ventas, y su compañera me dijo que no sabía cuándo volvería. Es como una bestia herida, arrinconada en su guarida, demasiado aterrorizada como para dar un paso en la noche. Sabe lo que la noche le tiene preparado, porque ha sido tocada por el mal, y ahora incluso puede sentirlo filtrándose por las paredes de su casa como vapor. Las cortinas están bien corridas, pero la tela es delgada, y puedo verla moviéndose en el interior. Su silueta está comprimida, los brazos cruzados sobre el pecho, como si su cuerpo quisiera replegarse sobre sí mismo. Sus movimientos son bruscos y mecánicos mientras se pasea de un lado al otro.

      Ahora controla los cerrojos de las puertas, las perillas de las ventanas, con la ilusión de dejar fuera la oscuridad.

      Debe de estar sofocante dentro de esa casita. La noche es como un vapor, y allí no se ven aparatos de aire acondicionado en ninguna ventana. Ha permanecido dentro toda la tarde, con las ventanas cerradas a pesar del calor. La imagino brillante de sudor, después de sufrir el calor durante todo el día para internarse en el calor de la noche, desesperada por dejar entrar aire fresco, pero temerosa de que lo que entre sea otra cosa.

      Pasa una vez más por la ventana. Se detiene. Ahora se inclina, enmarcada por un rectángulo de luz. De repente las cortinas se abren y ella extiende el brazo para destrabar la ventana. La abre. Parada allí, toma hambrientas bocanadas de aire fresco. Finalmente se ha rendido al calor.

      No hay nada tan excitante para un cazador como el olor de la presa herida. Casi puedo olerlo flotando hacia mí, el aroma de la bestia ensangrentada, de la carne profanada.

      Así como ella aspira el aire nocturno, yo también aspiro su olor. Su miedo.

      Mi corazón late más rápido. Meto la mano en mi bolso para acariciar los instrumentos. Incluso el acero es cálido a mi tacto.

      Ella cierra la ventana con fuerza. Unas pocas bocanadas de aire fueron todo lo que se permitió, y ahora vuelve a la miseria de su sofocante casita.

      Tras

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