El Cirujano. Tess Gerritsen
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Читать онлайн книгу El Cirujano - Tess Gerritsen страница 12
Pero no despertaba, ni siquiera cuando Catherine apuntó con su linterna médica a la pupila izquierda, y luego a la derecha. A ocho horas de la cirugía, permanecía en coma profundo.
Catherine se incorporó y observó que el pecho subía y bajaba siguiendo el ciclo del respirador. Había evitado que se desangrara hasta morir. ¿Pero qué había salvado en realidad? Un cuerpo cuyo corazón latía, pero sin un cerebro que funcionara.
Oyó unos golpes en el vidrio. Desde la ventana del cubículo vio que la saludaba su colega de cirugía, el doctor Peter Falco, con una expresión preocupada en su cara por lo general alegre.
Algunos cirujanos son conocidos por descargar sus accesos de cólera en el quirófano. Algunos se deslizan con arrogancia en su uniforme quirúrgico y se calzan los guantes como si se tratara de un atavío real. Algunos son fríos y eficaces técnicos para quienes los pacientes representan un manojo de partes mecánicas que necesitan reparación.
Y luego estaba Peter. Gracioso, extrovertido, capaz de cantar a todo pulmón canciones de Elvis en el quirófano o de organizar concursos de aviones de papel en su oficina; también estaba dispuesto a tirarse al piso a jugar con sus pacientes de pediatría. Estaba acostumbrada a ver siempre una sonrisa en la cara de Peter. Cuando lo vio serio en la ventana, salió de inmediato del cubículo de su paciente.
—¿Todo en orden? —preguntó.
—Terminando la ronda.
Peter echó un vistazo a los tubos y las máquinas que rodeaban la cama del señor Gwadowski.
—Me dijeron que fue un gran rescate. Una hemorragia de doce unidades.
—No sé si llamarlo rescate. —La mirada de Catherine volvió a su paciente—. Todo funciona menos la materia gris.
Se quedaron callados por un momento, ambos observando el movimiento del pecho del señor Gwadowski.
—Helen me dijo que hoy vinieron a verte dos policías —dijo Peter—. ¿Qué sucede?
—No era nada importante.
—¿Olvidaste pagar las facturas del estacionamiento?
Ella soltó una risa forzada.
—Exacto, y cuento contigo para pagar la fianza.
Abandonaron la sala de terapia y caminaron hacia el corredor. Peter, con toda su altura, caminaba junto a ella con su plácida forma de andar. Mientras entraban en el ascensor, él le preguntó:
—¿Estás bien, Catherine?
—¿Por qué? ¿No me veo bien?
—¿Honestamente? —Estudió su cara, los ojos azules tan directos que ella se sintió invadida—. Tienes el aspecto de necesitar una copa de vino y una linda comida afuera. ¿Qué tal si vienes conmigo?
—Una invitación tentadora.
—¿Pero?
—Pero creo que esta noche me quedaré en casa.
Peter se llevó la mano al pecho, como mortalmente herido.
—¡Una vez más rechazado! ¿Hay alguna frase que funcione contigo?
Ella sonrió.
—Eso te corresponde averiguarlo a ti.
—¿Qué tal esto? Un pajarito me contó que el sábado es tu cumpleaños. Déjame llevarte en mi avioneta.
—No puedo. Ese día estoy de guardia.
—Puedes cambiarla con Ames. Hablaré con él.
—Oh, Peter. Sabes que no me gusta volar.
—¿Vas a decirme que tienes fobia a los aviones?
—No soy buena cuando tengo que delegar el control.
Él asintió con un gesto grave.
—Típica personalidad de cirujano.
—Es una linda manera de decir que soy rígida.
—De modo que rechazas mi invitación a volar. ¿No hay forma de hacerte cambiar de opinión?
—No lo creo.
Peter suspiró.
—Bien, se me acabaron las frases. Ya agoté todo mi repertorio.
—Lo sé. Comenzabas a reciclarlas.
—Eso dice Helen.
Ella lo miró sorprendida.
—¿Helen te está dando consejos de cómo invitarme a salir?
—Dice que no puede soportar el patético espectáculo de un hombre golpeando su cabeza contra un muro inexpugnable.
Ambos rieron mientras salían del ascensor y caminaban hacia la oficina. Se trataba de la risa desahogada de dos colegas que sabían que este juego no era para tomarlo en serio. Mantenerlo en ese nivel significaba que no había sentimientos heridos, ni emociones en peligro. Una pequeña coquetería segura los mantenía a ambos alejados de la posibilidad de involucrarse seriamente. Juguetonamente él la invitaba a salir; y del mismo modo ella rechazaba la invitación, y toda la oficina participaba de la broma.
Eran cerca de las cinco y media y el equipo ya había partido por ese día. Peter se metió en su oficina y ella fue al suyo para colgar el uniforme y tomar la cartera. Mientras colgaba el guardapolvos del gancho de la puerta, la asaltó un pensamiento.
Cruzó el pasillo y asomó la cabeza en la oficina de Peter. Estaba revisando planillas, con los anteojos en la mitad del puente de la nariz. A diferencia de su prolija oficina, la de Peter se veía como una central del caos. El cesto estaba lleno de aviones de papel. Los libros y las revistas de cirugía formaban pilas sobre las sillas. Una pared estaba casi invadida por un filodendro fuera de control. Enterrados bajo esa jungla de hojas colgaban los diplomas de Peter: su grado académico en la escuela de ingeniería aeronáutica, y el doctorado en medicina de la Facultad de Medicina de Harvard.
—¿Peter? Ésta es una pregunta estúpida…
Él la miró por encima de los anteojos.
—Entonces viniste a ver a la persona indicada.
—¿Has estado en mi oficina?
—¿Puedo llamar a mi abogado antes de contestarte?
—Vamos. Es en serio.
Peter se irguió y su mirada se volvió más aguda.
—No,