El Cirujano. Tess Gerritsen

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El Cirujano - Tess Gerritsen страница 3

El Cirujano - Tess Gerritsen Rizzoli & Isles

Скачать книгу

      —Hay otra evidencia de que estaba viva durante el corte —dijo Tierney—. Mete tu mano dentro de la herida, Thomas. Creo que sé lo que vas a encontrar.

      De mala gana Moore introdujo su mano enguantada dentro de la herida. La carne estaba fría, congelada tras varias horas de refrigeración. Le recordó lo que se sentía al meter la mano en la carcasa de un pavo para quitar el paquete de menudos. Metió la mano hasta la altura de su muñeca, los dedos explorando los márgenes de la herida. Esta exploración de la parte más privada de la anatomía femenina era una violación íntima. Evitó mirar la cara de Elena Ortiz. Era la única forma en que podía considerar sus restos mortales con distanciamiento, la única manera en que podía concentrarse en la fría mecánica de lo que le había sido hecho a su cuerpo.

      —Falta el útero. —Moore miró a Tierney.

      El médico asintió.

      —Ha sido extirpado.

      Moore quitó su mano del cuerpo y observó fijamente la herida, abierta como una boca. Ahora Rizzoli metía su mano enguantada, haciendo fuerza con sus cortos dedos para poder explorar la cavidad.

      —¿No se extirpó nada más? —preguntó.

      —Sólo el útero —dijo Tierney—. Dejó la vejiga y los intestinos intactos.

      —¿Qué es esto que siento aquí? Este nódulo duro, en el lado izquierdo —dijo ella.

      —Es sutura. La utilizó para cerrar vasos sanguíneos.

      Rizzoli levantó la vista sorprendida.

      —¿Esto es un nudo quirúrgico?

      —Ni más ni menos que catgut —aventuró Moore, buscando la confirmación de Tierney con la mirada.

      Tierney asintió.

      —La misma sutura que encontramos en Diana Sterling.

      —¿Catgut? —preguntó Frost con voz débil. Se había alejado de la mesa y ahora permanecía de pie en un rincón de la sala, listo para acudir al lavatorio—. ¿Es… algo así como una marca?

      —No es una marca —dijo Tierney—. El catgut es una clase de hilo quirúrgico hecho con intestinos de vaca o de oveja.

      —¿Entonces por qué se llama así? —preguntó Rizzoli.

      —Se remonta a la Edad Media, cuando se utilizaban cuerdas de intestino para los instrumentos musicales. Los músicos utilizaban un violín pequeño al que llamaban kit, y por eso las cuerdas se llamaban kitgut. La palabra derivó en catgut. En cirugía, esta clase de sutura se utiliza para coser capas profundas de tejido conectivo. Al final del proceso el cuerpo rompe el material de sutura y lo absorbe.

      —¿Y de dónde habrá sacado esta sutura? —Rizzoli miró a Moore—. ¿Ubicaste su posible origen durante el caso Sterling?

      —Es casi imposible identificar una fuente específica —dijo Moore—. La sutura catgut es manufacturada por una docena de compañías distintas, casi todas de Asia o de la India. Todavía se utiliza en algunos hospitales extranjeros.

      —¿Sólo en hospitales extranjeros?

      —Hoy existen mejores alternativas —dijo Tierney—. El catgut no tiene la fuerza ni la duración de las suturas sintéticas. Dudo mucho que los cirujanos estadounidenses lo estén utilizando hoy en día.

      —¿Y por qué nuestro asesino la utilizaría?

      —Para mantener su campo visual. Con el fin de controlar la hemorragia el tiempo suficiente como para ver lo que hace. Nuestro asesino es un hombre muy pulcro.

      Rizzoli extrajo su mano de la herida. La palma enguantada ostentaba un diminuto coágulo de sangre, como un abalorio rojo.

      —¿Cuán diestro es? ¿Estamos lidiando con un médico? ¿O con un carnicero?

      —Lo que está claro es que tiene conocimientos de anatomía —dijo Tierney—. No me cabe duda de que ya hizo esto antes.

      Moore se alejó de la mesa, tratando de apartar el pensamiento de lo que debería de haber sufrido Elena Ortiz, aunque incapaz de mantener las imágenes a raya. Las consecuencias yacían justo delante de él, mirándolo con los ojos abiertos.

      Se volvió con un sobresalto cuando los instrumentos entrechocaron en la bandeja de metal. El asistente de la morgue había empujado la bandeja hacia el doctor Tierney, preparado para la incisión en Y. Ahora el asistente estaba inclinado hacia delante y escrutaba la abertura abdominal.

      —¿Y qué hace con él? —preguntó—. Una vez que arrebata el útero, ¿qué hace con él?

      —No lo sabemos —dijo Tierney—. Los órganos nunca fueron encontrados.

      Dos

      Moore estaba parado en la vereda del barrio del South End donde Elena Ortiz había muerto. Alguna vez había sido una calle de lúgubres pensiones, un mugriento barrio periférico separado por las vías del ferrocarril de la más cotizada mitad norte de Boston. Pero una ciudad en crecimiento es una criatura voraz, siempre en busca de nuevas tierras, y las vías del ferrocarril no constituyen una barrera para la mirada ávida de los urbanistas. Una nueva generación de bostonianos había descubierto el South End, y las viejas casas de alquiler gradualmente fueron convertidas en edificios de apartamentos.

      Elena Ortiz vivía en uno de esos edificios. A pesar de que la vista desde su segundo piso no era inspiradora —sus ventanas daban al lavadero de enfrente—, el edificio al menos ofrecía una valiosa comodidad difícil de encontrar en la ciudad de Boston: una cochera privada, medio oculta en el callejón adyacente.

      Moore caminaba ahora por ese callejón, siguiendo con la vista las ventanas de los apartamentos superiores, preguntándose quién lo estaría mirando en ese momento. Nada se movía detrás de los ojos vidriosos de las ventanas. Los inquilinos de este callejón ya habían sido interrogados; nadie había podido dar información de valor.

      Se detuvo bajo la ventana del baño de Elena Ortiz y levantó la vista hacia las escaleras de emergencia que llevaban a ella. El último tramo de la escalera estaba replegado y asegurado en su posición horizontal. La noche que Elena Ortiz murió, el auto de un inquilino estaba estacionado justo bajo las escaleras de emergencia. Huellas de zapatillas tamaño cuarenta y uno fueron encontradas más tarde sobre el techo del auto. El asesino lo había utilizado como peldaño para darse envión y alcanzar las escaleras de emergencia.

      Vio que la ventana del baño estaba cerrada. No lo estaba la noche en que ella encontró a su verdugo.

      Abandonó el callejón y volvió hacia la entrada principal a fin de entrar en el edificio.

      Las cintas protectoras de la policía colgaban como flojas serpentinas sobre la puerta del departamento de Elena Ortiz. Corrió el cerrojo y el polvo para huellas digitales se le pegó a la mano como hollín. Una cinta suelta revoloteó sobre sus hombros cuando entró en el departamento.

      El living estaba tal como lo recordaba desde su inspección del día anterior junto con Rizzoli. Había sido una visita desagradable, cargada de rivalidad latente. El caso Ortiz había comenzado con Rizzoli como detective en jefe, y ella era

Скачать книгу