El Cirujano. Tess Gerritsen

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El Cirujano - Tess Gerritsen страница 5

El Cirujano - Tess Gerritsen Rizzoli & Isles

Скачать книгу

Lo apagó y se dio cuenta de que su corazón latía desordenado. Se obligó a tranquilizarse antes de sacar el celular y marcar el número.

      —Rizzoli. —Contestó al primer llamado, su saludo tan directo como una bala.

      —Me llamaste al localizador.

      —Nunca me dijiste que habías consultado el Programa de Captura de Criminales Violentos —dijo ella.

      —¿Qué consulta?

      —Sobre Diana Sterling. Estoy revisando su archivo en este momento.

      El Programa de Captura de Criminales Violentos, era una base de datos nacional sobre homicidios y asaltos que recogía casos de todo el país. Los asesinos a menudo repiten los mismos patrones, y con esta información los investigadores pueden relacionar crímenes cometidos por el mismo individuo. Como cuestión de rutina, Moore y su compañero en ese momento, Rusty Stivack, habían iniciado una búsqueda en el Programa.

      —No encontramos ninguna correspondencia en Nueva Inglaterra —dijo Moore—. Rastreamos todos los homicidios que incluían mutilación, asalto nocturno y ataduras con tela adhesiva. Nada encajaba con el perfil de Sterling.

      —¿Y qué hay de la serie de Georgia? Hace tres años, cuatro víctimas. Una en Atlanta, tres en Savannah. Todos estaban en la base de datos del Programa.

      —Revisé esos casos. Ese individuo no es nuestro asesino.

      —Escucha esto, Moore. Dora Ciccone, veintidós años de edad, estudiante graduada en Emory. La víctima fue primero reducida con Rohypnol, luego atada a la cama con cuerdas de nailon…

      —Nuestro muchacho usa cloroformo y tela adhesiva.

      —Le abrió el abdomen. Le quitó el útero. Ejecutó el coup de grace; un único corte en el cuello. Y por último, escucha bien, dobló su camisón y lo dejó en una silla junto a la cama. Te repito que es diabólicamente parecido.

      —Los casos de Georgia están cerrados —dijo Moore—. Han estado cerrados desde hace dos años. Ese individuo está muerto.

      —¿Y si la policía de Savannah se equivocó? ¿Y si él no era el asesino?

      —Tenían ADN para corroborarlo. Fibras, pelos. Además, hubo una testigo. Una víctima que sobrevivió.

      —Ah, sí. La sobreviviente. Víctima número cinco. —La voz de Rizzoli adquirió un tono extrañamente sarcástico.

      —Ella confirmó la identidad del asesino —dijo Moore.

      —También, y muy convenientemente, le dio un disparo mortal.

      —¿Qué pretendes, arrestar al fantasma?

      —¿Hablaste alguna vez con la víctima sobreviviente? —preguntó Rizzoli.

      —No.

      —¿Por qué no?

      —¿Cuál hubiera sido el punto?

      —El punto es que te hubieras enterado de algo interesante. Como, por ejemplo, que abandonó Savannah al poco tiempo del ataque. Y adivina dónde vive ahora.

      A través del siseo del celular pudo escuchar la corriente de su propio pulso.

      —¿Boston? —preguntó en voz baja.

      —Y no vas a creer cómo se gana la vida.

      Tres

      La doctora Catherine Cordell pasó a toda velocidad por el corredor del hospital, las suelas de sus zapatillas chillando contra el piso de linóleo, y abrió con un empujón la puerta de dos hojas de la sala de emergencias.

      —¡Están en Traumatismo Dos, doctora Cordell! —exclamó una enfermera.

      —Allá voy —dijo Catherine, moviéndose como un misil teledirigido hacia Traumatismo Dos.

      Media docena de caras le manifestaron su alivio con la mirada mientras entraba en la sala. Con un solo vistazo apreció la situación, observó una maraña de instrumental quirúrgico brillando sobre una bandeja, las vías intravenosas con bolsas de lactato de Ringer colgando como pesados frutos de troncos de acero, gasas estriadas de sangre y envoltorios desgarrados tirados por todo el piso. Un acelerado ritmo sinusal marcaba una línea crispada sobre el monitor cardíaco; el patrón eléctrico de un corazón en carrera contra la muerte.

      —¿Qué tenemos aquí? —preguntó mientras el personal se hacía a un lado para dejarla pasar.

      Ron Littman, residente avanzado de cirugía, le hizo un informe relámpago.

      —NN masculino, peatón, golpeado por un auto que huyó. Ingresó en emergencias inconsciente. Pupilas simétricas y reactivas, pulmones despejados, pero el abdomen está distendido. No hay sonidos hidroaéreos. Presión sanguínea por debajo de sesenta. Le hice una paracentesis. Tiene una hemorragia en el abdomen. Le aplicamos una vía intravenosa con lactato de Ringer al máximo, pero no podemos mantener la presión.

      —¿Sangre RH negativo y plasma fresco en camino?

      —Deberían llegar en cualquier momento.

      El hombre sobre la mesa estaba desnudo, con cada detalle íntimo expuesto cruelmente a su mirada. Parecía cercano a los sesenta, y ya estaba intubado y con respirador. Los flácidos músculos se plegaban en capas sobre los miembros descarnados, y las costillas sobresalían como aspas arqueadas. «Una enfermedad crónica preexistente», pensó. Cáncer era su primera apuesta. El brazo derecho y la cadera estaban escoriados y sanguinolentos a causa del raspón contra el pavimento. En el extremo derecho de su torso, un hematoma formaba un continente púrpura sobre el pergamino blanco de la piel. No había heridas profundas.

      Ella se colocó el estetoscopio para verificar lo que el residente acababa de decirle. No pudo escuchar sonidos en el abdomen. Ni siquiera un gruñido. El silencio de un traumatismo intestinal. Deslizando el diafragma del estetoscopio hacia el pecho, escuchó el sonido de la respiración, y confirmó que el tubo endotraqueal estaba correctamente colocado y que ambos pulmones recibían aire. El corazón latía como un puño contra la pared del pecho. Su examen sólo fue cuestión de segundos, aunque sentía que se movía en cámara lenta y que, a su alrededor, la sala llena de personal esperaba congelada en el tiempo, a la espera de su siguiente movimiento.

      —¡Apenas puedo mantener la presión sistólica en cincuenta! —exclamó una enfermera.

      El tiempo corría a una velocidad temible.

      —Guardapolvos y guantes —dijo Catherine—. Abran la bandeja de laparotomía.

      —¿Por qué no lo llevamos al quirófano? —dijo Littman.

      —Todas las salas están ocupadas. No podemos esperar. —Alguien le alcanzó una cofia descartable. A toda velocidad ató su largo pelo rojo y se ajustó el barbijo. Una enfermera ya le tendía un guardapolvos quirúrgico esterilizado. Catherine deslizó sus brazos en las mangas y encajó las manos dentro de los guantes. No tenía tiempo para lavarse, no tenía tiempo para vacilar. El desconocido estaba bajo su responsabilidad y sólo contaba con ella.

      Se colocaron lienzos

Скачать книгу