Solo los Valientes. Морган Райс
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Subieron la colina, y Raymond podía sentir la tensión creciendo en sus hermanos. Garet estaba viendo de arriba abajo, como si estuviera buscando una manera de escapar y saltar del carro. Si es que pudiera, entonces Raymond esperaba que tomara la oportunidad, corriendo sin ver atrás, aún si supiera que los jinetes lo matarían antes de que diera unos cuantos pasos. Lofen seguía apretando sus manos y relajándolas, susurrando algo qué sonaba como una plegaria. Raymond dudaba qué fuera de alguna ayuda ahora.
Finalmente, llegaron a la cima de la colina y Raymond podía ver todo lo que les esperaba ahí. Era suficiente como para hacer que se sentara de nuevo en el carro, incapaz de moverse.
Había horcas fijadas alrededor de la cima de la colina, crujiendo con el viento, moviendo las cadenas a la sombra de la torre caída. Había cadáveres en ellas, algunos estaban limpios por los carroñeros, otros lo suficientemente intactos para que Raymond pudiera ver las horribles heridas y mordidas que los cubrían, las quemadas y los lugares en donde la piel había sido cortada por lo que parecían cuchillos largos. Había símbolos tallados en algunas partes de la piel, y Raymond pudo reconocer a una de las mujeres que habían arrastrado fuera de su celda hace tiempo, su cuerpo cubierto en símbolos y espirales.
“Picti,” susurró Lofen con temor, pero Raymond veía que incluso eso no era lo peor. Las personas en las horcas tenían heridas que sugerían que habían sido torturadas y asesinadas, expuestas a la furia de cualquier persona salvaje que pasara, pero lo que estaba en la piedra en el centro de la cima de la colina era peor, mucho peor.
La piedra en si era una tabla que había sido esculpida tanto con los símbolos de la gente salvaje, como con signos que podrían haber sido mágicos si esas cosas fueran comunes en estos días. Los restos de un hombre yacían encadenados sobre ella, y la peor parte, la peor parte, era que gemía con una vida agonizante, aunque no tenía derecho a hacerlo. Su cuerpo estaba atado con cortes y quemaduras, marcas de mordeduras y marcas de garras, pero, aun así, de forma imposible, seguía vivo.
“La llaman piedra de vida,” dijo el conductor con una sonrisa que decía saber exactamente cuánto horror estaba sintiendo Raymond en ese momento. “Dicen que, en los viejos tiempos, los curanderos las usaban para mantener a los hombres vivos mientras los cosían y trabajaban. Encontramos un mejor uso para ella.”
“¿Mejor?” Raymond dijo. “Esto es...” Ni siquiera tenía las palabras para explicar lo que era. La maldad no era suficiente. No se trataba de un crimen contra las leyes del hombre, sino de algo que se oponía a todo lo que había existido en la naturaleza. Estaba mal de una manera que parecía oponerse a todo lo que era vida, y normal, y ordenado.
“Esto es lo que reciben los traidores, a menos que tengan la suerte de morir primero,” dijo el conductor. Asintió con la cabeza a los dos que habían viajado con el carro. “Quiten eso. Lo que sea que haya hecho, ya no es su turno. Despeja las jaulas para que atraiga a los animales,”
Refunfuñando, los dos guardias se pusieron a trabajar, y Raymond hubiera escapado entonces si hubiera podido, pero la verdad era que sus cadenas lo sujetaban demasiado fuerte. Ni siquiera podía levantarse sobre el borde del carro, y mucho menos levantarse más allá de él. Los guardias parecían saberlo, moviéndose despreocupadamente de horca en horca, sacando de ellas los cadáveres de hombres y mujeres y arrojándolos al suelo. Algunos se desarmaron al caer, los cuerpos se esparcieron por la ladera de la colina para que los devorara quien fuera.
La mujer que había estado en las celdas con ellos se estrelló contra las piedras en el corazón de la ladera mientras arrojaban su cuerpo a un lado, y sus ojos se abrieron por completo. Y entonces soltó un grito que Raymond sabía lo atormentaría hasta el momento de su muerte, tan crudo y lleno de dolor que no podía empezar a imaginar las agonías que había soportado ahí.
“Creo que seguía viva,” dijo el de la ballesta con sarcasmo, mientras los demás la arrastraban para sacarla de la piedra. Ella se calló de nuevo tan pronto como dejó de tocar la pierda, y, por si acaso, el ballestero le atravesó el pecho con una flecha antes de que la arrojaran a un lado.
Luego quitaron al hombre que estaba sobre la piedra, y para Raymond, lo peor de todo fue que les agradeció cuando lo hicieron. Les agradeció que lo arrastraran hasta su muerte. En el momento en que dejó la piedra, Raymond lo vio pasar de ser un hombre que luchaba y gritaba a ser un pedazo de carne sin vida, tanto que parecía redundante cuando uno de los guardias le cortó la garganta, solo para estar seguro.
Ahora, la colina estaba en silencio, excepto por los llamados de las aves de carroña, y el crujido que prometía depredadores más grandes a lo lejos. Tal vez incluso había depredadores humanos observándolos, porque Raymond había oído que los hombres civilizados no veían a los Picti en sus casas cuando no querían ser vistos. El no saber lo hacía peor.
“El duque dice que deben morir,” dijo el conductor, “pero no dijo cómo, así que vamos a jugar el juego que los traidores tienen que jugar. Irán a las horcas, y tal vez vivan, tal vez mueran. Entonces, en un día o dos, si nos acordamos, volveremos, y escogeremos a uno de ustedes para la piedra.”
Miró directamente a Raymond. “Tal vez seas tú. Tal vez puedas ver morir a tus hermanos, mientras los animales te roen y los Picti te cortan. Ellos odian a la gente del reino. No pueden atacar el pueblo, pero tú... serías una presa legal.”
Se rio de eso, y los guardias levantaron a Raymond, desenganchando sus cadenas de un soporte en el carro y sacándolo de él con fuerza. Por un momento se dirigieron hacia la piedra, y Raymond casi les rogó que no lo pusieran en ella, pensando que tal vez habían cambiado de opinión y decidieron ponerlo ahí de inmediato. En cambio, lo llevaron a una de las jaulas colgantes y lo empujaron adentro, cerrando la puerta detrás de él y asegurándola con una cerradura que necesitaría un martillo y un cincel para romperla.
La jaula estaba muy ajustada, de modo que Raymond no podía sentarse cómodamente, ni siquiera podía pensar en acostarse. La jaula crujía y se balanceaba con cada movimiento del viento, tan fuerte que parecía una tortura en sí misma. Todo lo que Raymond podía hacer era sentarse ahí mientras los hombres arrastraban a sus hermanos a otras jaulas, sin poder hacer absolutamente nada.
Garet luchó, porque Garet siempre luchaba. Se ganó un golpe en el estómago antes de que lo levantaran y lo metieran en otra de las horcas, de la misma manera que un granjero podría haber metido en un corral a una oveja que no cooperaba. Levantaron a Lofen con la misma facilidad y lo metieron en otra de las horcas, de modo que colgaron ahí con el hedor de la muerte a su alrededor de los cuerpos abandonados sobre la colina.
“¿Cómo se les ocurrió que podían luchar contra el duque?,” les exigió el conductor. “El duque Altfor dijo que pagarán por lo que hizo su hermano, y lo harán. Esperen, contemplen eso, y sufran. Regresaremos,”
Sin decir una palabra más, giró el carro y comenzó a alejarse, dejando a Raymond y sus hermanos colgando ahí.
“Si tan solo pudiera...” dijo Garet, obviamente tratando de alcanzar la cerradura de su horca.
“No sabes cómo abrir una cerradura,” dijo Lofen.
“Puedo intentarlo, ¿no?” Garet respondió. “Tenemos que intentar algo. Tenemos que...”
“No hay nada que intentar,” dijo Lofen. “Tal vez podamos matar a los guardias cuando regresen, pero no podemos romper esas cerraduras,”
Raymond sacudió la cabeza. “Ya basta,” dijo. “Este no es el momento de discutir. No tenemos adónde ir ni nada