Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

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Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith

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aterrizado en la isla de la aún enfurecida Bermudas.1 El mundo yacía destrozado detrás de él: Raynham estaba hundida en la niebla, remota, un fantasma en la vívida realidad de la blanca mano que en un instante le había atraído. ¡Escucha cómo Ariel canta sobre sus cabezas! ¡Qué esplendor en los cielos! ¡Qué bellas maravillas en sus mentes hechizadas! Y, ¡oh, milagro, bella llama, con cuya luz se ve por vez primera la gloria del ser!… ¡Radiante Miranda! El príncipe Fernando está a tus pies.

      ¿O es Adán, con la costilla de su costado extraída en sueños para descubrirle el paraíso y perderlo?

      El joven la contemplaba con un brillo en los ojos. Para él era la mujer primigenia.

      Para ella, la raza humana era Calibán, salvo este joven principesco.

      Así intercambiaron miradas; él, pálido; ella, sonrojada.

      Era dulce y ciertamente bella, y podría haber sido rival de muchas damas. En una orilla mágica, para un joven educado por el sistema, clavado con una flecha en la cabeza, podría suponerse que volaría ágilmente con ella. El suave rosa de sus mejillas y la claridad de sus ojos eran testigos de la virtud del cuerpo, portador de salud y sangre feliz. Si hubiera estado ante sir Austin con otras jóvenes, el humanista científico, para consumar su sistema, habría lanzado el pañuelo en favor de su hijo. El amplio sombrero de verano, oscilando de la frente a las cejas, parecía fluir con los dulces rizos trenzados con fuego que no eran rizos, sino más bien ondulaciones rizadas en las puntas que llegaban como un soleado torrente de venas rojas por la espalda hasta la cintura, una visión gloriosa para el joven, que la acogió como una flor de belleza y no asimiló sus facciones. Sin embargo, podía ver los curiosos rasgos de color de su cara. Las cejas gruesas y castañas sobre la piel suave, que descubría la acción de la sangre, se hallaban al final del arco, en las sienes largas y niveladas. Se veía hecha para observar la tierra, y por la flexibilidad de sus cejas estaba claro que la maravillosa criatura aprovechaba sus facultades, no era una estatua para el observador. Había un arco de pestañas bajo las gruesas cejas que contenían una riqueza oscura en los grandes ojos azules y un misterio mayor de lo que el cerebro puede desentrañar: más rico, por tanto, que la sabiduría del príncipe Fernando. Pues, cuando la artística naturaleza realza los contrastes de color en un rostro bello, ¿qué sabio, o qué oráculo, igualará la profundidad de una ligera mirada?

      El príncipe Fernando era apuesto. Con el atuendo de navegación su figura lucía heroica. Su cabello, alzándose desde la raya hacia la derecha de su frente, lo que su admirada señora Blandish llamaba penacho, se separaba inclinándose sedosamente hacia las sienes por la casi imperceptible curva de su frente (sentida más que vista, de tan leve) que dotaba al perfil de una belleza audaz, donde su aire avergonzado era un encanto halagador. ¡Una flecha en la cabeza capaz de volar lejos y súbitamente con ella! Se inclinó un poco, bebiéndola con los ojos, pues el amor tiene miles. Entonces triunfó el sistema, justo antes de caer, y sir Austin podría sentirse contento de haberle clavado la flecha y dejarlo volar. Cuando volase lo señalaría y diría al mundo: «¡Igualadle!». Tan intensa felicidad sentía al contemplarla como solo puede experimentarla un joven inocente.

      «¡Oh, mujeres! —dicen Los escritos del peregrino en uno de sus estallidos solitarios—. ¡Mujeres que toman a un vividor por héroe! ¡Qué pronto aprendes que su corazón está en quiebra y que el oro que te atrajo es limo del lago del pecado!»

      Si la joven pareja eran Fernando y Miranda, sir Austin no era Próspero, pues de estar presente sus destinos habrían sido distintos. Se miraron un momento, y al llegar a tierra Miranda habló, sin dejar de sentir que flotaba.

      Le agradeció la ayuda. Empleó palabras sencillas, y lo hizo, sin duda, para expresar algo natural, pero para él eran magia, hechizo, y su efecto se manifestó en la incoherencia de sus respuestas, demasiado estúpidas para registrarlas aquí.

      La pareja volvió a guardar silencio. De pronto, Miranda, con una exclamación angustiada y luces y sombras innumerables sobre su tierno rostro, empezó a gritar y dar palmas:

      —¡Mi libro! ¡Mi libro! —Y corrió hacia el río.

      El príncipe Fernando estaba a su lado.

      —¿Qué ha perdido? —dijo.

      —¡Mi libro! —respondió, con sus deliciosos rizos moviéndose a un lado y otro por sus hombros hacia la corriente. Se volvió hacia él—: ¡Oh, no, no! ¡Le ruego que no lo haga! —dijo—. No me importa perderlo. —En su afán de detenerle, puso su gentil mano en su brazo de manera inconsciente, y lo detuvo.

      —De verdad, no me importa ese estúpido libro —continuó, y rápidamente retiró la mano y enrojeció—. ¡Por favor, no lo haga!

      El joven caballero se había quitado los zapatos. Tan pronto se rompió el hechizo del contacto, saltó. El agua aún estaba agitada y descolorida y, aunque se sumergió como un zampullín, el libro brillaba por su ausencia. Un trozo de papel fluctuaba entre las zarzas, al lado del agua; parecía que el fuego había quemado los bordes y escapaba al elemento contrario. Volvió a tierra desconsolado, y escuchó la deliciosa mezcla de agradecimiento y lindas quejas que murmuró Miranda.

      —Déjeme intentarlo otra vez —dijo.

      —¡No, no! —le respondió, y usó una temible amenaza—: Me iré si lo hace. —Eso consiguió retenerlo.

      Su mirada recayó en el trozo de papel manchado por el fuego y su rostro se iluminó al gritar:

      —¡Ahí, ahí! Esto es lo que quiero. Lo tiene. El libro me da igual. ¡No, por favor! ¡No lo mire! Démelo.

      Antes de pronunciar su orden juguetona, Richard había echado un vistazo al documento y descubierto un grifo entre dos haces de trigo: su escudo de armas, y debajo, ¡oh, inmensa maravilla!, su propia escritura.

      Se lo dio. Ella lo cogió y se lo puso en el pecho.

      Quién habría pensado, cuando el resto sucumbió, que odas, idilios, versos, estrofas, el soneto a las estrellas, estarían reservados para tal destino. ¡Beatitud transitoria!

      Caminando en silencio por el prado, Richard intentaba recordar la hora y el estado de ánimo en que había compuesto la notable producción. Invocaba a las estrellas, que lo ven y lo prevén todo, para saber cuándo vendría su amor y cosas así. Las Hespérides eran suficientemente complacientes, y las describía en un pareado:

      A través del ámbar del atardecer mírame brillar extasiado,

      Mientras sus ojos azules brillan a través de su cabello dorado.

      No había palabras más proféticas. He aquí dos ojos azules y cabello dorado, y por una extraña casualidad, que parecía fruto de un dedo divino, se había convertido en la titular de la profecía, ¡que ella iba a cumplir! El joven estaba demasiado emocionado para decir nada. La joven dama tenía menos en que pensar, o algún peso insignificante en su conciencia, pues pareció avergonzarse. Al final alzó la barbilla para mirar a su compañero bajo el velo oscilante de su ojo (y la acción le dio un aire encantador y extraño), y dijo:

      —Pero ¿adónde va? Está empapado. Déjeme darle las gracias otra vez y, por favor, vaya a cambiarse.

      —¿Empapado? —replicó el magnético pensador, con una voz de tierno interés—. Solo un pie, espero. La dejaré mientras seca sus medias al sol.

      No pudo contener una tímida risa.

      —No

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