Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith
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Читать онлайн книгу Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith страница 26
Oír esto de sir Austin era como ser cortejada.
—Es una pena —contestó— que no lo sea.
—¿Usted cree? —dijo con humildad.
—Lo creería —dijo— si el cielo le hubiese dado una hija.
—¿La habría creído merecedora de Richard?
—¡Nuestra sangre, señora, habría sido una!
La mujer jugueteó con su sombrilla.
—Pero si soy madre —dijo—. Richard es mi hijo. ¡Sí! Richard es mi hijo —reiteró.
Sir Austin añadió con gentileza:
—Llámelo nuestro, señora. —Y acercó su cabeza para escuchar de sus labios la palabra que, sin embargo, ella decidió rechazar, o posponer.
Ambos se volvieron a contemplar el colorido del oeste, y sir Austin dijo:
—Como no va a decir que es nuestro, déjeme decirlo a mí. Y, como tiene los mismos derechos sobre el chico, le confiaré un proyecto concebido recientemente.
El anuncio del proyecto no tenía el sabor de una pedida de mano, pero para sir Austin confiarse a una mujer equivalía a una declaración. Así lo pensó la señora Blandish, y así lo expresó su sonrisa embelesada, mientras miraba detenidamente al suelo escuchando el proyecto. Tenía que ver con las nupcias de Richard. Ya tenía casi dieciocho años. Iba a casarse a los veinticinco. Mientras tanto, debían buscar a una dama algunos años más joven en los hogares de Inglaterra con la educación, el instinto y la sangre adecuadas (que sir Austin agrandó sin reservas) para desposar a un joven tan perfecto y aceptar el honorable deber de perpetuar a los Feverel. El baronet añadió que iba a ponerse en marcha de inmediato y dedicar un par de meses a su búsqueda.
—Me temo —dijo la señora Blandish, con el proyecto ya revelado— que se ha impuesto una tarea difícil. No debe ser demasiado exigente.
—Lo sé. —El baronet movió la cabeza con pena—. Incluso en Inglaterra será complicado. Pero no me limito a ninguna clase. Quiero que su sangre sea limpia, no que sea sangre azul. Mucha gente de la clase media tiene más cuidado y la sangre más pura que la aristocracia. Muéstreme entre ellos una familia temerosa de Dios que eduque a sus hijos. Preferiría una chica sin hermanos ni hermanas. Que la eduquen como una joven dama cristiana, igual que yo he educado a mi hijo, y no me importa que no tenga un penique. La comprometeré con Richard Feverel.
La señora Blandish se mordió el labio.
—¿Y qué le dirá a Richard de su ausencia en esa expedición?
—¡Oh! —dijo el baronet—. El muchacho acompañará a su padre.
—Entonces, déjelo. Su futura novia ahora es cursi y simple. Corretea, grita y sueña con jugar y comer pastel. ¿Qué le va a importar a él? A su edad, piensa en mujeres mayores como yo. Sin duda irá contra ella y destruirá su plan; créame, sir Austin.
—¿Sí? ¿Usted cree? —preguntó el baronet.
La señora Blandish le dio multitud de razones.
—¡Sí, cierto! —murmuró—. Adrian me dijo lo mismo. Que no debe verla. ¿Cómo se me ocurrió? Una niña es una mujer desnuda. La despreciaría, ¡naturalmente!
—¡Naturalmente! —repitió la dama.
—Bueno, entonces, señora —el baronet se levantó—, he de tomar una decisión. Debo, por primera vez en su vida, dejarle solo.
—¿Lo hará? —dijo la dama.
—Es mi deber, al haberlo criado así, asegurarme de que tenga la esposa adecuada, que no se lo traguen las arenas movedizas del matrimonio, como podría pasarle a un joven tan refinado. Al estar comprometido, quedará libre de un millón de trampas. Puede que le deje unos meses. Mis precauciones le han salvado de las tentaciones de esta temporada.
—¿Y quién quedará a su cargo? —inquirió la señora Blandish.
Habían salido del templo, y estaba junto a sir Austin en los escalones, bajo el limpio crepúsculo de verano.
—¡Señora! —Tomó su mano, y su voz fue tierna y gentil—. ¿Quién sino usted?
Al decirlo, el baronet alzó su mano y se la llevó a los labios.
La señora Blandish se sintió como si la hubieran cortejado y pedido la mano. No la retiró. El gesto del baronet era halagador y respetuoso. Era pausado, ejecutado con una ceremonia muy seria. Y él, que despreciaba a las mujeres, ¡la había elegido como ofrenda! La señora Blandish olvidó lo que le había costado llegar ahí. Había recibido el exquisito cumplido con su única dulzura, pues en el amor no debemos merecer nada o no habrá frutos.
La mano de la dama estaba aún retenida y el baronet en la misma posición, cuando un ruido en un hayedo próximo sobresaltó a los actores de esta pantomima cortés. Volvieron la cabeza y contemplaron a la esperanza de Raynham observando la escena a caballo. Después se alejó a galope.
Capítulo XIV
Richard yació toda la noche con el corazón como un potro al galope, y el cerebro cabalgándolo, atravesando un mundo de sabor desconocido, el gran reino del misterio del que ya no podían apartarlo. Durante meses había deambulado a las puertas del reino, suspirando, deseando ser admitido. Ahora tenía la llave. Su padre se la había dado. Su corazón era un corcel, le llevaba a inmensas regiones de extraña belleza, donde jinetes y damas se susurraban delicias en verdes praderas, derrochaban esplendor en los bosques salvajes, y los torneos y desfiles se celebraban en cortes doradas, iluminadas por los ojos de las damas; un par de ellos, de luz tenue, le seguían por la espesura, como a una presa, y él quería tomar una mano blanca, resplandeciente, perfumada como las flores con escarcha de una noche de mayo.
De pronto, su corazón se detenía por la conmoción: estaba a punto de consumar la felicidad con los labios en la pequeña mano. ¡Moriré con su contacto!, gritaba el joven magnético. ¡Echar la joya de la vida en esa copa y beberla! Estaba ebrio de expectación. Había nacido para eso. Ahí estaba, por fin, el propósito de su existencia, algo por lo que vivir. ¡Besar la mano de una mujer y morir! Saltaba del diván y se apresuraba a coger pluma y papel para mitigar la inquietud. Apenas se había sentado, apartaba la pluma y arrojaba el papel, exclamando:
—¿No había jurado que no volvería a escribir?
Sir Austin había cerrado esa válvula de seguridad. El sinsentido de la juventud podría haberse derramado sin causar daños, pero la urgencia de su ebullición era tan grande que olvidaba su juramento, y se encontraba sentado, bajo una lámpara, en el acto de la composición, con el orgullo a un lado. Es posible que el orgullo de Richard Feverel lo hubiera inundado si el acto de componer, en ese momento, fuera fácil y claro el pensamiento, pero un sinfín de ideas se postulaban; huéspedes caóticos como nubes tormentosas pugnaban por expresarse, y la desesperación de ponerlas por escrito, tanto como el orgullo (así resumía su incapacidad), rechazaban la inepta pluma y lo tendían, jadeando, sobre la cama, llevándolo a una tierra envuelta en color rosa.
Por la mañana, la locura de la fiebre amainó