Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith
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Sigo siendo,
Tu amigo del alma,
Richard Doria Feverel.
P. D.: Van a regalarme una bonita embarcación de río. Adiós, Rip. Espero que aprendas a boxear. Y no enseñes esto a ninguno de tus amigos o me disgustaré.
N. B.: La señora B. se enfadó mucho porque no le pedimos ayuda. Haría cualquier cosa por mí. Es la que mejor me cae después de mi padre y de Austin. Adiós querido Rip.
La pobre Letitia, después de leer atentamente tres veces esta ingenua epístola donde las reglas de puntuación habían sido ignoradas, la devolvió al bolsillo de la mejor chaqueta de su hermano, profundamente enamorada del descuidado redactor de la misiva. Y así terminó el último acto de la comedia Bakewell, en la que el telón se cierra con sir Austin señalando los beneficios del sistema de principio a fin.
Capítulo XII
Revelar los fantasmas es un deber público, y como la aparición que había asustado a la pequeña Clare era un misterio que no llegó a resolverse en los teatrales asuntos de Raynham, donde el miedo se paseaba por la abadía, vayamos un momento entre bastidores. Como el baronet era moralmente supersticioso, la naturaleza de su mente se oponía a la ingerencia espiritual en los asuntos de los hombres, y cuando se resolvió el problema se quitó un peso de encima, recuperó el equilibrio mental y volvió a ser el hombre que había sido, más seguro de la gran verdad de que este mundo es un buen proyecto. No se reía al oír a Adrian recordar la mala suerte de un miembro de la familia en su primera manifestación: la pierna de Algernon.
La señora Doria estaba furiosa. Sostenía que su hija había visto… No creerla era como robarle sus efectos personales. Tras comprender que la dama apreciaba las antiguas creencias de sir Austin, conmovido por la pena, este se la llevó un día y le demostró que el fantasma podía escribir con una mano de carne y hueso. Era una carta de la infeliz dama que había dado a luz Richard: líneas breves y frías, que decían que no volvería a perturbar la tranquilidad de la casa. ¡Líneas frías, pero escritas con una abnegación desconsolada, recorridas por la angustia del alma! Como la mayoría de los que lo trataban, la señora Feverel creía que su marido era un hombre fatalmente duro e implacable, y se comportó como las criaturas tontas cuando creen que el destino se vuelve contra ellas: ni exigió sus derechos ni los afirmó; alivió el anhelo de su corazón en silencio y renunció a todo. La señora Doria, que no quería entrometerse en la ternura de la familia, se estremeció al pensar que sir Austin había aceptado el sacrificio con tanta compostura, pero él la obligó a considerar las secuelas que tendría el niño por ser testigo de esa relación entre su padre y su madre. En unos pocos años, siendo ya un hombre, lo entendería, lo juzgaría, y la querría.
—¡Que esa sea su penitencia y no yo!
La señora Doria reverenciaba el sistema en los demás, pero no era consciente de los efectos que tendría en ella.
Más al fondo, entre bambalinas, vemos a Rizzio y María ya viejos, muy desilusionados: ella, desaliñada y sin corona; él, con dedos artríticos en una guitarra grasienta. El futuro émulo de Diaper Sandoe escribe por encargo. Su fama ha decaído; el contorno de su cintura ha crecido. Lo que podía hacer y lo que hará seguía siendo su tema. Mientras tanto, le han confiscado el zumo de enebro, y resulta difícil cumplir los encargos alimenticios sin él. Al volver de su miserable viaje a su miserable hogar, la dama tuvo que aguantar una breve reprimenda del despreocupado Diaper, una reprimenda tan blanda que la formuló en pentámetros yámbicos; ya rara vez escribía en métrica, pero le gustaba hablar en métrica. Derramó una lágrima compasiva y le explicó que estaba perjudicando sus intereses, y no se dominó en dilucidar por qué. Con una sonrisa esbozada en su hermosa boca, le dijo que la pobreza en la que vivía era perniciosa para su gentil condición, y que tenía razones para creer (y podía asegurarlo) que iba a recibir una pensión de su marido. Diaper ensanchó aún más su sonrisa al recibir esta información. Así se enteró la pobre mujer de que le había pedido dinero a su marido en su nombre. Es difícil que inhiban el amor propio cuando sufrimos la agonía de un mártir. Hubo un trágico coloquio de cinco minutos entre bambalinas, especialmente para Diaper, que había esperado disfrutar bajo el sol de la deliciosa anualidad y resurgir de su pobreza. Entonces la dama escribió a sir Austin la carta que este le mostró a su hermana. La atmósfera entre bastidores no es apetecible; así que, tras haber desvelado al fantasma, volvamos frente al telón.
Sir Austin consideró que la dosis infinitesimal de experiencia que Ripton Thompson había suministrado al sistema con tan sorprendente efecto había funcionado, y de momento era suficiente, por lo que Ripton no recibió una segunda invitación a Raynham, y Richard no tuvo un compañero de su edad en quien descargar su excesiva vitalidad, aunque tampoco quería ninguno. Estaba demasiado ocupado con Tom Bakewell. Es más, él y su padre eran uña y carne. La mente del chico estaba abierta a su padre con afecto y respeto. En este período, cuando el joven salvaje crece bajo otra influencia, tener su admiración es lo más importante. En esta etapa los jesuitas marcan el futuro de su rebaño, y los