Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

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Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith

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al chico. Los labios del caballero se movían. Rezaba por él en silencio.

      Poco a poco se fue despertando un sentimiento en el corazón del chico. El amor es una varita mágica que suaviza la dureza de los corazones. Richard lidió por la dignidad de su antigua rebeldía. Las lágrimas pugnaban por derribar los diques del orgullo. Comenzaban a caer con vergüenza. No podía ocultarlas, ni frenar los sollozos. Sir Austin lo atrajo hasta que la cabeza de su amado niño se apoyó en su pecho.

      Una hora más tarde, Adrian Harley, Austin Wentworth y Algernon Feverel eran convocados en el estudio del baronet.

      Adrian llegó el último. El sabio tenía un aire de cordial omnipotencia cuando se dejó caer en una silla y juntó las puntas de los dedos, y a través de ellos observaba a sus parientes. Despreocupado, como solo puede estarlo quien ha previsto el peligro con sagacidad y esfuerzos benevolentes, Adrian cruzó las piernas y solo intervenía para tararear, de vez en cuando, la parodia de la vieja balada: «Ripton y Richard eran dos hombres apuestos».

      Los ojos enrojecidos del joven Richard y el porte alterado del baronet le revelaron que había habido una explicación y una reconciliación. Eso estaba bien. El baronet pagaría ahora alegremente. Adrian consideró ambos asuntos, y apenas escuchó al baronet cuando pidió atención, pues quería informarlos de lo que ya sabían, que se había incendiado un pajar, que a su hijo se le consideraba cómplice, que el perpetrador se hallaba entre rejas, y que la familia de Richard estaba, según creía, obligada por su honor a hacer lo posible por liberar a ese hombre.

      El baronet dijo que había ido a Belthorpe, y también su hijo, y que Blaize parecía dispuesto a cumplir sus deseos.

      La antorcha que finalmente se alzaría para iluminar los actos de esta sigilosa carrera comenzó a dispersar su luz y, a medida que una declaración seguía a otra, advirtieron que ya sabían lo relacionado con el asunto, que todos habían ido a Belthorpe, salvo el joven sabio Adrian, quien, con la debida deferencia y un sarcástico encogimiento de hombros, objetó el procedimiento declarando que se habían puesto en manos de Blaize. Su sabiduría brillaba en una oración tan persuasiva que, de no estar basada en una súplica contra la honra, habría hecho titubear a sir Austin. Pero su base era la conveniencia, y el baronet tenía un aforismo más apto para refutarle.

      —La conveniencia es la sabiduría del hombre, Adrian Harley. Hacer el bien es la de Dios.

      Adrian evitó preguntar a sir Austin si contrarrestar el mecanismo de la ley era hacer el bien. La aplicación de un aforismo no era una actividad popular en Raynham.

      —Entiendo entonces —dijo— que Blaize accede a no seguir con el juicio.

      —Claro que no —comentó Algernon—. ¡Frustradle! Tendrá su dinero. ¿Qué más quiere?

      —Estos agricultores son gente difícil de manejar. Sin embargo, si realmente accede…

      —Tengo su palabra —dijo el baronet, acariciando a su hijo.

      El joven Richard miró a su padre como si quisiera hablar. No dijo nada, y sir Austin se lo tomó como una respuesta a su muestra de afecto, y lo acarició aún más. Adrian percibió cierta reserva en el chico, y, como no le satisfacía que su señor lo considerara el único holgazán, y no el miembro más agudo y alerta de la familia, comenzó un interrogatorio para averiguar quién había hablado el último con el inquilino de Belthorpe.

      —Creo que yo fui el último —murmuró Richard, apartándose de la mano de su padre.

      Adrian apretó a su presa.

      —¿Y te fuiste con una garantía satisfactoria de sus buenas intenciones?

      —No —dijo Richard.

      —¿No? —replicaron los Feverel a coro.

      Richard se apartó de su padre y repitió un avergonzado:

      —No.

      —¿Fue hostil? —inquirió Adrian, frotándose las manos y sonriendo.

      —Sí —confesó el chico.

      Ahora tenían un punto de vista distinto. Adrian, acostumbrado a tener paciencia con los resultados, triunfó al descubrir la verdad, y se volvió hacia Austin Wentworth, reprobándolo por inducir al chico a ir a Belthorpe. Austin parecía afligido. Temía que Richard hubiese fracasado en sus buenos propósitos.

      —Creí que era su deber que fuera—observó.

      —¡Lo era! —enfatizó el baronet.

      —Y ya ve el resultado, señor —contestó Adrian—. Es difícil lidiar con estos agricultores. Por mi parte, preferiría estar en manos de un policía. La verdad es que Blaize nos tiene atrapados. ¿Cuáles fueron sus palabras, Ricky? Dilo con sus propias palabras.

      —Dijo que haría deportar a Tom Bakewell.

      Adrian se frotó las manos y volvió a sonreír. Entonces podían permitirse desafiar al señor Blaize, les informó, e hizo una misteriosa alusión al elefante púnico, rogando a sus parientes que estuvieran tranquilos. Estaban dando, en su opinión, demasiada importancia a la complicidad de Richard. El acusado era un idiota, y un extraordinario pirómano, por lo que no necesitaba un cómplice. Habría sido lo nunca visto en los anales de los incendios de pajares. Pero había que ser más severo que la ley para sostener que un niño de catorce años había instigado a un hombre adulto a cometer un crimen. Dicho así, parecería que el chico había sido «el padre del hombre» para vengarse, y lo siguiente que se oiría sería que «el bebé era el padre del chico». El sentido común gobernaba con más benevolencia que la metafísica poética.

      Cuando terminó, con su acostumbrada franqueza, Austin preguntó qué quería decir.

      —Confieso, Adrian —dijo el baronet, oyéndole protestar por la estupidez de Austin—, que por una vez me encuentro perdido. Por lo visto, este hombre, Bakewell, ha decidido no inculpar a mi hijo. Rara vez he escuchado algo que me haya gratificado tanto. Es una exhibición de nobleza innata en un hombre sencillo del que muchos caballeros deberían tomar ejemplo. Tenemos la obligación de hacer todo lo posible por ese hombre.

      Tras anunciar que visitaría Belthorpe otra vez para conocer las razones del repentino rencor del granjero, sir Austin se levantó.

      Antes de dejar la habitación, Algernon le preguntó a Richard si el granjero le había dado alguna razón de su decisión, y el chico dijo que los acusaba de sobornar testigos, y que el Gallo Enano no había jurado sobre la Biblia, lo que hizo que a Adrian se le saltaran las lágrimas de risa. Hasta el baronet sonrió ante la astuta diferencia entre jurar y jurar sobre la Biblia.

      —¡Qué poco se conocen los campesinos! —exclamó—. Exageran las diferencias de manera natural. Se lo señalaré a Blaize. Verá que la idea es infundada.

      Richard vio partir a su padre. Adrian también estaba incómodo.

      —El que va a Belthorpe lo estropea todo —dijo—. El asunto terminará mañana: Blaize no tiene testigos. Ese viejo sinvergüenza solo quiere más dinero.

      —No, no —le corrigió Richard—. No es así. Estoy seguro de que cree que han sobornado a los testigos, como él dice.

      —¿Y qué pasa si es así, chico? —intervino Adrian con osadía—. Ha perdido la

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