Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith
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Читать онлайн книгу Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith страница 16
—Entonces, muchacho, ha venido a contarme una mentira.
Miró directamente al chico, impertérrito ante la descarga de ira que acababa de provocar.
—¡Se atreve a llamarme mentiroso! —gritó Richard.
—¡He dicho —el granjero renovó su primer énfasis, y se golpeó el muslo para demostrarlo— que eso es mentira!
Richard extendió el puño.
—¡Me ha insultado dos veces! ¡Me ha golpeado! ¡Se ha atrevido a llamarme mentiroso! Me habría disculpado. Le habría pedido perdón para sacar a ese tipo de la cárcel. ¡Sí! Me habría rebajado para que otro hombre no sufriera por mis actos.
—¡Bastante correcto! —replicó el granjero.
—Y aprovecha esta oportunidad para insultarme de nuevo. ¡Es usted un cobarde, señor! Nadie salvo un cobarde me habría insultado en su propia casa.
—Siéntese, siéntese, señorito —dijo el granjero, señalando la silla y aplacando el estallido con la mano—. Siéntese. No tenga prisa. Si no hubiera tenido prisa el otro día, habríamos quedado como amigos. Siéntese, señor. Siento haberle creído un mentiroso, señor Feverel, o a cualquiera con su nombre. Respeto a su padre, aunque sea de la oposición. Estoy dispuesto a pensar bien de usted. Lo que digo es que eso que afirma no es verdad. Que sepa que por ello no pienso mal de usted. Pero insisto en que no es así. ¡Eso es todo! Lo sabe tan bien como yo.
Richard, negándose a mostrarse apaciguado, volvió a sentarse con enfado. Lo que decía el granjero tenía sentido, y el chico, después de haber hablado con Austin, percibía vagamente que una elevada pasión rara vez justifica una mala conducta.
—Vamos —siguió el granjero con amabilidad—, ¿qué más tiene que decir?
Richard volvió a probar la amarga copa que ya había vaciado hasta el fondo. ¡Ay, pobre naturaleza humana que vacía hasta los posos una docena de malditas bebidas para evadirse de la única que el destino, menos cruel, solicita!
El chico parpadeó y soltó de carrerilla:
—He venido a decirle que me arrepiento de mi venganza por haberme pegado.
El granjero Blaize asintió.
—¿Ya ha acabado, joven?
¡Todavía quedaba otra copa!
—Me complacería —comenzó Richard con formalidad, pero se le revolvió el estómago. Solo podía beber y beber, y acumulaba un desagrado que amenazaba con hacer imposible su penitencia—. Me complacería mucho —repitió—, mucho, si fuera tan amable… —Se dio cuenta de que, si hubiera empezado por ahí, lo habría dicho de manera más persuasiva y digna para su orgullo; más honesta, de hecho, pues la sensación de que lo que decía era falso le daba vergüenza y le hacía fingir humildad para engañar al granjero; cuanto más hablaba, menos sentía sus palabras, y al sentirlas menos las exageraba más—. Tan amable —tartamudeó—, tan amable —«¿Te imaginas a un Feverel pidiendo un favor a este patán?»—, de hacerme el favor —«Un favor, ¿a mí?»—, de hacer el esfuerzo —«todo esto es para satisfacer a Austin»—, el esfuerzo de, eh… —«¡No puedo decirlo!».
Era la gota que colmaba el vaso. Richard se lanzó de nuevo.
—Lo que venía a pedirle es si sería tan amable de hacer lo posible —«¡Qué vergüenza infame tener que arrastrarse así!»— por salvar, por asegurar, si pudiera tener la amabilidad… —Tragarse el orgullo parecía una tarea imposible. La idea se le hacía más y más abominable. Proclamar la propia inmoralidad y disculparse por sus ofensas era factible, pero pedir un favor a la parte ofendida, eso iba más allá de la humillación que un Feverel consentiría. El orgullo, sin embargo, lidiaba una batalla inevitable contra él, y abrió las puertas de la prisión del pobre Tom, gritando otra vez: «¡Obedece a tu Benefactor!». Con esas palabras ardiendo en sus oídos, Richard se tragó la dosis—: Bueno, en fin, quería, señor Blaize, si no le importa, ¿me ayudaría a librar al pobre Bakewell de su castigo?
Para ser justos con el granjero, debemos decir que esperó con paciencia, aunque no entendía por qué no había aceptado a la primera oportunidad.
—¡Ah! —dijo, cuando hubo oído y considerado la petición—. ¡Hum! Lo veremos mañana. Si es inocente, desde luego, no le haremos culpable.
—¡Lo hice yo! —declaró Richard.
La expresión divertida del granjero se agudizó.
—Entonces, joven caballero, ¿lo lamenta?
—Me encargaré de que le compensen por sus pérdidas.
—Gracias —dijo el granjero con sequedad.
—Y si sueltan a este pobre hombre mañana, no me importa el precio.
El granjero Blaize movió la cabeza dos veces en silencio. «Soborno», expresaba un movimiento; «corrupción», el otro.
—Ahora bien —dijo, inclinándose y apoyando los codos en las rodillas mientras examinaba el caso—, perdone el atrevimiento, pero me gustaría saber de dónde saldrá el dinero, y me pregunto si sir Austin lo sabe.
—Mi padre no sabe nada —respondió Richard.
El granjero se reclinó en su silla. «Mentira número dos», decían sus hombros, amargado por la aversión británica a la conspiración, en lugar de actuar abiertamente.
—¿Y tiene listo el dinero, joven caballero?
—Tendré que pedírselo a mi padre.
—¿Y se lo dará?
—¡Claro que sí!
Richard no tenía la mínima intención de consultar a su padre.
—Unas trescientas libras, ¿le parece? —sugirió el granjero.
Sin considerar el alcance de los daños y el tamaño de la suma, el afectado Richard dijo con osadía:
—No se negará cuando le pida esa suma.
Era natural que el granjero sospechara que la garantía de un joven rara vez equivale a la predisposición de su padre a desembolsar tal cantidad, salvo que previamente hubiera recibido el permiso y la autoridad.
—¡Hum! —dijo—. ¿Por qué no lo dijo antes? —soltó con objetable sorna, lo que hizo que Richard apretara los dientes y mirara hacia arriba.
El granjero estaba convencido de que mentía.
—¿Seguro que usted incendió el pajar? —preguntó.
—¡Es culpa mía! —dijo Richard, con la nobleza de un patriota de la antigua Roma.
—¡No, no! —El honrado británico lo apartó—. Lo hizo o no. ¿Lo hizo, o no?
Arrinconado, Richard dijo:
—Lo