Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith
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Austin clavó la vista en Adrian y le preguntó si creía que las sospechas del granjero estaban justificadas. El joven sabio no iba a caer en la trampa. Había dado a entender que los testigos son inestables, y, como el Gallo Enano, están dispuestos a jurar con descaro, pero no sobre la Biblia. Cómo había llegado a ese dictamen, prefirió no explicarlo, pero insistió en que no permitieran que sir Austin fuera a Belthorpe.
Sir Austin estaba camino de la granja cuando oyó que corrían detrás de él. Era de noche, y sacó la mano de su capa para estrechar la mano de alguien a quien le costó reconocer. Era su hijo.
—Soy yo, señor —dijo Richard, jadeando—. Perdóneme. Es mejor que no vaya.
—¿Por qué no? —dijo el baronet, rodeándolo con un brazo.
—Ahora no —siguió el chico—. Esta noche se lo contaré. Debo ir yo a ver al granjero. Fue culpa mía, señor. Le mentí y los mentirosos deben comerse sus mentiras. Perdóneme por deshonrarle, señor. Mentí para salvar a Tom Bakewell. Déjeme ir y decir la verdad.
—Ve, y yo te esperaré aquí —dijo su padre.
El viento que doblaba las ramas de los viejos olmos haciendo temblar las hojas en el aire tenía su propia voz en la media hora en la que el baronet se paseó en la oscuridad arriba y abajo, esperando el regreso del joven. El solemne gozo de su corazón le otorgó voz a la naturaleza. A través de la desolación que le rodeaba —el lamento de la madre naturaleza por la tierra yerma—, captó señales inteligibles del orden benefactor del universo con un corazón cuya creencia en la bondad humana volvía a confirmarse, como se había manifestado en su querido niño, convencido de que el bien termina triunfando, pues sin él la naturaleza no tiene música ni sentido y es piedra, roca, árbol y nada más.
En la oscuridad, con las hojas golpeándole el rostro, escribió en su cuaderno: «Nada le vale a la mente, salvo la comprensión de la felicidad en la alta cumbre de la sabiduría, desde la que vemos el buen proyecto del mundo».
Capítulo XI
De los principales actores de la comedia de Bakewell, Ripton Thompson aguardaba pesaroso la temible mañana en que se decidiría el destino de Tom, y padecía horribles angustias. Adrian, al despedirse, había aprovechado para comentarle el lugar del criminal en la Europa moderna, asegurándole que el Tratado Internacional se ocupaba ahora de lo que antes promulgaba el Imperio Universal, y que, entre los bárbaros del Atlántico actual, como entre los escitas, un delincuente no encontraría refugio perseguido por un delegado.
En el hogar paterno, bajo el techo de la ley, fuera de la influencia de su joven e inconsciente amigo, la dudosa índole de su acto y el terrible aspecto del delito abrumaban a Ripton. Ahora lo veía por primera vez. «¡Es casi un asesinato!», decía su alma alucinada, y vagaba por la casa con un hormigueo de terror en el cuerpo. Su trastornada mente le llevaba a pensar en empezar una nueva vida en América como un caballero inocente. Le escribió a su amigo Richard, proponiéndole recaudar fondos y embarcar en caso de que Tom rompiera su palabra o fueran descubiertos de manera accidental. No se atrevía a confiarse a su familia, pues su líder le había desaconsejado cualquier debilidad de ese estilo, y, siendo de natural honesto y comunicativo, la restricción era dolorosa y la melancolía se apoderó del chico. Mamá Thompson lo atribuyó al amor.
Las cotillas de la casa aturullaban a la señorita Clare Forey. Las cartas que enviaba cada hora a Raynham y el silencio que de allí provenía, los nervios y su inusitada propensión a inflamársele las mejillas, se tomaban por signos de pasión. La señorita Letitia Thompson, la más bella y menos indiscreta, destinada por su padre al heredero de Raynham, consciente de su brillante futuro, había ensayado, desde la partida de Ripton, su forma de vestir y hablar, y había practicado bailes (estos con tanto éxito que, aunque no tenía quince años, hacía languidecer a su criada y derretía al pequeño lacayo). La señorita Letty, cuya sed insaciable de insinuaciones del joven heredero Ripton no alcanzaba a satisfacer, lo atormentaba vengativamente todos los días, y una vez, de modo inconsciente, le dio un buen susto al muchacho. Después de cenar, cuando el señor Thompson, antes de acostarse, leía el periódico junto al fuego, y mamá Thompson y su prole femenina se atareaban, sentadas, con el complejo arte de la aguja, la señorita Letty se puso detrás de Ripton y dejó caer, entre él y el libro, la letra P, grande y luminosa, del asunto que imaginaba le absorbía tanto como a ella. La inesperada visión acusatoria, la resplandeciente y acechante letra hizo que Ripton saltara de la silla, y con su tradicional indecisión sobre qué color asumir, la culpa en sus mejillas cambió del rojo al blanco y del blanco al rojo. Letty rio triunfal. «Pasión», la palabra que ella tenía en mente, conectaba con «pirómano».
La entrega de una carta a Ripton brindó otra diversión a la señorita Letty, pues cuando Ripton leía la misiva se produjeron extrañas sacudidas, como las que hacía la pequeña damisela en sus bailes, para ella la única forma de expresar una declaración. El chico se levantó de la mesa, se dominó por la presencia de la familia y fue a su habitación. Naturalmente, la ingenuidad de la niña quería apoderarse de la misiva. Lo consiguió, claro, por ser cazadora de pocos escrúpulos y haber abandonado él la carta. Con sorpresa leyó algo incomprensible:
Querido Ripton:Si hubieran condenado a Tom habría disparado al viejo Blaize. ¿Sabes que mi padre estaba detrás de nosotros la noche en que Clare vio el fantasma y oyó todo lo que dijimos antes de que empezara el fuego? No se le puede ocultar nada. Como sé que no te encuentras bien, te lo contaré todo. Después de que te fueras tuve una conversación con Austin en la que me persuadió para que fuera a ver al viejo Blaize y le pidiera que liberara a Tom. Fui y habría hecho cualquier cosa por Tom después de lo que le dijo a Austin, y desafié a ese patán a que hiciera lo que quisiera. Dijo que si mi padre pagaba y nadie había sobornado a los testigos no le importaba si soltaban a Tom y que tenía un testigo principal llamado el Gallo Enano muy parecido a su amo según mi opinión, y el Gallo Enano me guiñaba los ojos tremendamente, como tú dices, y dijo que había jurado ver a Tom, pero no sobre la Biblia. Repetía y repetía que podía jurarlo, pero no sobre la Biblia. Me empecé a partir de risa y deberías haber visto lo enfadado que estaba Blaize. Fue divertidísimo. Después tuvimos una reunión en casa Austin Rady mi padre tío Algernon que ha vuelto con nosotros y tu amigo en lo bueno y en lo malo R.D.F. Mi padre dijo que le daría su palabra a Blaize de que no había sobornado a los testigos y cuando se fue estábamos todos hablando y Rady dijo que era mejor que no fuera. Estoy seguro de que Rady sobornó al Gallo Enano. Bueno pues salí corriendo y alcancé a mi padre y le dije que no fuera a ver a Blaize, que iría yo y me comería mis palabras y le diría la verdad. Me esperó en el camino. Da igual lo que pasó entre yo y el viejo Blaize. Me hizo rogarle y rezar que no presentara cargos contra Tom y después para terminar va y trae a una niña pequeña, su sobrina y me dice: es tu mejor amiga después de todo, y me dijo que le diera las gracias a ella. A una niña de doce años. Qué demonios tiene que ver una mocosa en mis asuntos. Creo Ripton que siempre que hay maldad hay chicas. Tuvo la insolencia de decirme que no estuviera triste. Fui educado, claro, pero ni la miré. Bueno pues al día siguiente Tom fue juzgado ante sir Miles Papworth. Fue la gota de sir Miles lo que nos hizo ganar tiempo o Tom habría sido juzgado antes de que pudiéramos hacer nada. Adrian no quería que fuera, pero mi padre dijo que debía acompañarle y me dio la mano todo el tiempo. Tengo que tener cuidado de no volver a meterme en líos. Cuando has hecho algo honrado no piensas en ello, pero estar entre jueces y policías te hace sentir vergüenza de ti mismo. Sir Miles fue muy atento conmigo y mi padre y fue a muerte contra Tom. Nos sentamos junto a él y trajeron a Tom. Sir Miles le dijo a mi padre que si había algo que revelara la baja naturaleza era la quema de pajares. ¿Qué piensas de eso? Le miré a la cara y me dijo que estaba haciéndome un favor condenando a Tom y echando a tipos como él del país y Rady empezó a reírse. Odio a Rady. Mi padre dijo que