Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

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Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith

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vez se desharán de ellas.

      En el cuaderno de sir Austin estaba escrito: «Entre la niñez y la adolescencia: la temporada de floración; en el umbral de la pubertad hay una hora egoísta: la hora de la semilla espiritual».

      Se preocupó de plantar una buena semilla en Richard, y de que la semilla más fructífera para un joven, a saber, el ejemplo, hiciera germinar en él un amor noble.

      —Solo estoy esforzándome en hacer de mi hijo un buen cristiano —respondía a los que insistían en objetar el sistema. Y declaró sus propósitos—: Primero, sé virtuoso —notificó a su hijo—; luego, sirve a tu país en cuerpo y alma.

      El joven fue instruido para albergar ambición por el liderazgo, y con ese objetivo él y su padre estudiaban historia y los discursos de los oradores británicos. Un día, sir Austin lo encontró en el suelo con las piernas cruzadas, una mano en la barbilla, frente a un pedestal que sostenía el busto de Chatham, contemplando al héroe de nuestro Parlamento con lágrimas en los ojos.

      La gente decía que el baronet llevaba tan lejos el principio del ejemplo que conservaba a su dispéptico y borracho hermano Hippias en Raynham para mostrar a su hijo el terrible castigo que la naturaleza infligía a una vida disipada. El pobre Hippias se había convertido en una pena andante. Era injusto, pero no cabía duda de que se servía del ejemplo del vecindario para encaminar a su hijo, y prescindía de su hermano, hacia el que Richard sentía un desprecio en proporción a la admiración que sentía por su padre, y estaba tan a favor de tales extremos que sir Austin se veía obligado a suavizar su rigidez.

      El chico rezaba con su padre por la mañana y por la noche.

      —¿Qué sucede, señor? —le dijo una noche—. ¿Por qué no consigo que rece Tom Bakewell?

      —¿Se niega? —preguntó sir Austin.

      —Parece que se avergüenza —dijo Richard—; quiere saber qué es el bien, y no sé qué decirle.

      —Creo que lleva demasiado tiempo así —dijo sir Austin—; hasta que no sienta un dolor profundo no encontrará el divino deseo de rezar. Esfuérzate, hijo mío, cuando representes al pueblo, en dotarle de educación. De otro modo, serán como Tom, que lo siente todo a través de una corteza impenetrable y sin brillo. La cultura es el camino anterior al cielo. Dile, hijo mío, que, si siente la necesidad de la eficacia del rezo, sus rezos serán contestados —citó —: «Que el que vuelve mejor de la oración, ha hallado respuesta en la oración».

      —Lo haré, señor —dijo Richard, y se fue a dormir.

      El joven vivía ahora feliz con su padre y consigo mismo. Empezaba a tener conciencia, y acarreaba la carga de los hombres, aunque de una forma tan burda que le sobrepasaba.

      El joven sabio Adrian, sobriamente cínico, observaba el progreso de su discípulo. Austin le había prohibido burlarse de él, y aliviaba su humor mordaz inspirado por la visión de un pirómano que se volvió santo, con grave compasión y una extremada precisión en señalar las no distantes fechas de sus diversos cambios. Su fase de pan y agua duró quince días; la vegetariana (imitación de su primo Austin), poco más de un mes; la religiosa, algo más; la religiosa-propagandista (cuando quería convertir a los infieles de Lobourne y Burnley, y a los criados de la abadía, incluido Tom Bakewell) aún más; y peor todavía: ¡intentó convertir a Adrian! Todo ello mientras adiestraba a Tom como un soldado raso. En efecto, Richard hizo venir a un sargento de instrucción de los barracones más cercanos para enseñarle a sentirse orgulloso, y le hacía ir de un lado a otro con inmensa satisfacción, y casi se rompió el corazón intentando que aprendiera los rudimentos de la escritura, pues el chico tenía esperanzas ilimitadas en Tom, creyéndole un diamante en bruto.

      Richard también dejó su orgullo a un lado. Aparentaba ser, y creía serlo, humilde. Adrian, como por descuido, le comunicó que los hombres eran animales, y que él era un animal como los demás.

      —¡Un animal yo! —gritó Richard con desprecio, y durante semanas le perturbó este principio básico del autoconocimiento, como a Tom sus dificultades de aprendizaje. Sir Austin había optado por instruir al campesino en las maravillas de la anatomía para devolverle su amor propio.

      El período de siembra pasó con fluidez, llegó la adolescencia, y su prima Clare apreció los contrastes de pertenecer al sexo opuesto. Ella también crecía, pero a nadie le importaba cómo. Al parecer, incluso su madre parecía absorta en la germinación del verde retoño del árbol de los Feverel, y Clare era como si fuera su criada, ignorada por él.

      La señora Blandish quería al muchacho de corazón. Le decía:

      —Si fuera más joven, te elegiría de marido.

      Y él, con la franqueza característica de su edad, respondía:

      —¿Y sabe si yo la aceptaría?

      Esto le hacía reír y llamarle tontuelo, pues ¿no le había dicho que ella lo escogería a él? ¡Terribles palabras cuyo significado, entonces, él desconocía!

      —No lees el libro de tu padre —dijo.

      Su ejemplar, encuadernado en terciopelo púrpura con los bordes dorados, como a las damas bonitas les gustan los libros sagrados, lo llevaba consigo y lo citaba, y (Adrian le dijo a la señora Doria) cazaba una buena presa, apuntándolo deliberadamente, que es lo que la señora Doria quería creer, y lamentaba que su hermano no estuviera en guardia.

      —¿Ves esto? —decía la señora Blandish, señalando con una uña almendrada un aforismo que ejemplificaba que la edad y la adversidad deben moldearnos antes de resistir el magnetismo de ninguna criatura humana—. ¿Lo entiendes, chico?

      Richard le informó que, si ella lo leía, podría entenderlo.

      —Entonces, caballero —le acarició la mejilla y le pasó los dedos por el pelo—, aprende tan rápido como puedas a no desorientarte con un millar de atracciones, como hacía yo antes de encontrar a un hombre sabio que me guiara.

      —¿Es sabio mi padre? —preguntó Richard.

      —¡Claro que sí! —La dama enfatizó su opinión.

      —¿Usted…? —soltó Richard, y le interrumpió el fuerte latido de su corazón.

      —¿Yo qué? —preguntó ella con calma.

      —Iba a preguntar si usted… ¡Es que yo la quiero tanto!

      La señora Blandish sonrió y se sonrojó ligeramente.

      A menudo sacaban este tema, y después lo evitaban. Richard lo hacía con el corazón acelerado, acompañado por una sensación de misterio creciente que, sin embargo, no solía inquietarle.

      Su vida era muy fácil en Raynham, ya que parte del principio de la educación de sir Austin era que su hijo fuera plenamente feliz, y cuando Adrian enviaba un informe satisfactorio del avance de su discípulo, lo cual hacía por voluntad propia, se planeaban entretenimientos, como los premios a los escolares diligentes, y Richard disfrutaba de la satisfacción de sus deseos mientras atendía sus estudios. El sistema daba sus frutos. Alto, fuerte, robustamente sano, se convirtió en el líder de sus compañeros en tierra y agua, y tuvo más de un compañero a su servicio además de Ripton Thompson, ¡el chico sin destino! Quizá el chico con destino crecía siendo demasiado consciente de ello. Su generosidad con sus compañeros esporádicos era magnífica, pero la derrochaba

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