Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

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Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith

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a lo que siguió un temblor en el hombro.

      Blaize contempló a Richard con la mirada perdida, como preguntándole desconcertado su parecer sobre los campesinos de Inglaterra con el ejemplo que allí tenían. Richard habría preferido no reírse, pero su dignidad dio paso a su sentido del absurdo, y dejó escapar una carcajada. El granjero no estaba para bromas. Echó un vistazo a la puerta.

      —¡Ha tenido suerte! —exclamó al comprobar que el Gallo Enano se había largado, pues se moría de ganas de romperle la cara. Se hinchó y se dirigió a Richard con solemnidad—: Vamos a ver, señor Feverel. Confiese. Ha sobornado a mi testigo. No sirve de nada negarlo. ¡Lo ha hecho, señor! Usted, o alguno de los suyos. ¡Me dan igual los Feverel! Han sobornado a mi testigo. El Gallo Enano ha sido sobornado. —Dio un golpe con su pipa en la mesa—. ¡Sobornado! ¡Lo sé! ¡Podría jurarlo!

      —¿Sobre la Biblia? —inquirió Richard, con un semblante serio.

      —¡Sí, sobre la Biblia! —dijo el granjero, sin apreciar el descaro—. ¡Lo juraría sobre la Biblia! ¡Han corrompido a mi testigo principal! Es ingenioso, pero no servirá. Deportaré a Tom Bakewell, puede estar seguro. Viajará, téngalo por seguro. Lo siento, señor Feverel, siento que no me hayan tratado bien, usted y los suyos. Pero el dinero no puede comprarlo todo. Puede corromper, pero no salvar a un criminal. Le habría excusado, señor. Es usted joven, y aprenderá. Solo pedía dinero y una disculpa, y me habría contentado de no haber sobornado a los testigos. Ahora tendrán que afrontar las consecuencias.

      Richard se levantó y respondió:

      —Muy bien, señor Blaize.

      —Y si Tom Bakewell —siguió el granjero— no le implica, usted estará a salvo, o eso espero, sinceramente.

      —No vine a verle por mi seguridad —dijo Richard con la cabeza bien alta.

      —¡No se atreva! —respondió el granjero—. ¡No se atreva! Es muy atrevido, joven caballero. ¡Le viene de familia! ¡Si hubiera dicho la verdad! Creo a su padre. Creo cada una de sus palabras. Me gustaría poder decir lo mismo de su hijo y heredero.

      —¿Qué? —gritó Richard, con una sorpresa difícil de fingir—. ¿Ha visto a mi padre?

      El granjero Blaize tenía tal olfato para las mentiras que las detectaba hasta donde no existían, y farfulló:

      —¡Sí, no vaya usted ahora a fingir que no lo sabía!

      El chico se quedó tan perplejo que no podía enfadarse. ¿Quién se lo había dicho a su padre? El miedo que sentía hacia su progenitor se avivó, devolviéndole sus viejas ganas de rebelarse.

      —¿Mi padre lo sabe? —preguntó en voz muy alta, y lo miró fijamente—. ¿Quién me ha traicionado? ¿Quién se lo ha dicho? ¡Austin! Austin era el único que lo sabía. Sí, Austin me conminó a que me sometiera a esta humillación. ¿Por qué no me lo dijo? ¡Nunca volveré a confiar en él!

      —¿Y por qué no me lo dijo usted? —quiso saber el granjero—. Habría confiado en usted.

      Richard no entendía la comparación. Hizo una leve reverencia y le deseó una buena tarde.

      Blaize tocó la campanilla.

      —Acompaña al joven caballero, Lucy. —Saludó a la joven damisela en la entrada—. Haz los honores. Y, señor Richard, podíamos haber sido amigos, sí, y no es tarde para ello. No soy cruel, pero odio las mentiras. Azoté ayer a mi chico Tom más que a usted por no decir la verdad. ¡Sí! Le hice inclinarse en esta silla y atenerse a las consecuencias. Si viene y me dice la verdad antes del juicio, aunque sean cinco minutos antes, o si sir Austin, que es un caballero, dice que no han sobornado a los testigos, aceptaré su palabra. Haré lo posible por ayudar a Tom Bakewell. Y me alegro, joven caballero, de que se preocupe por un hombre sencillo, aunque sea un villano. Buenas tardes, señor.

      Richard salió con prisa de la habitación y cruzó el jardín, sin rebajarse a mirar a su pequeña acompañante, que se quedó junto a la verja contemplando su marcha, imaginándose mil fantasías del apuesto y orgulloso joven.

      Capítulo X

      Parece un triste declive no emprender un acto de heroísmo y terminar mintiendo con efusividad; subvertir la estructura de los buenos propósitos, olvidando la naturaleza humana en su tierna primavera. El joven Richard había dejado a su primo decidido a penar su penitencia y apurar el amargo trago, y así lo había hecho: había vaciado muchas copas… para nada. Todavía flotaban ante él, rebosantes, tres veces más amargas. Lejos de la influencia de Austin, le había dado la guinea a Tom Bakewell y prendido fuego al pajar del granjero Blaize. Las buenas semillas tardan en madurar, y un buen chico no se hace en un minuto. Al menos la semilla estaba en él. Reconstruyó de camino a Raynham la escena que acababa de soportar, y la figura del gordo inquilino de Belthorpe ardía en su mente como un hierro candente, condescendiente e insoportable, y, lo que era peor, decía la verdad. Aunque el orgullo herido había oscurecido su mente, Richard veía con claridad; odiaba a su enemigo, si cabe, aún más.

      Benson anunciaba la cena cuando Richard llegó a la abadía. Se apresuró a cambiarse en su habitación. Un accidente, o designio, había dejado abierto el libro de los aforismos de sir Austin sobre el tocador. Mientras se peinaba con rapidez, echó un vistazo y leyó: «Igual que el perro remueve su vómito, el mentiroso debe comerse su mentira».

      Debajo había una glosa escrita a lápiz: «¡Una verdad como un templo!».

      El joven Richard corrió escaleras abajo sintiendo que su padre le había dado una bofetada.

      Sir Austin percibió la marca escarlata en las mejillas de su hijo. Buscó su mirada, pero Richard no se la devolvió; se sentó y miró su plato, imitando la actitud hambrienta de Adrian en ese momento. ¿Cómo podría fingir deleitarse como un sibarita cuando estaba dolorosamente empeñado en masticar la verdad?

      Benson se sentó con ellos durante la triste cena. Hippias, que normalmente permanecía callado, dio rienda suelta a su cháchara, como si el silencio antinatural le hubiera despertado como a un chotacabras, y habló de su libro, su digestión y sus sueños, y Algernon y Adrian le siguieron la corriente. Relató un sueño en el que se imaginaba joven y rico, pero de repente se hallaba en un campo de navajas a su alrededor, y cuando lo traspasó, con exquisitos pasos de bailarín francés, observó consternado un camino libre del rastro de sangre que había dejado al cruzar el campo de acero, que podría haber seguido si hubiese prestado atención.

      Los hermanos de Hippias le miraban expresando el deseo de que se hubiera quedado en ese campo. Sir Austin, sin embargo, sacó su cuaderno y apuntó una reflexión. A un autor de aforismos puede inspirarle incluso un campo de navajas. ¿No equivalía el sueño de Hippias a la situación de Richard? De ser mejor observador, podría haber tomado el camino libre de obstáculos; también él había dado pasos de baile hasta estar rodeado de sonrientes navajas. Esto le dijo sir Austin a su hijo cuando se quedaron a solas. La pequeña Clare aún se hallaba demasiado indispuesta para tomar postre, por lo que el padre y el hijo se quedaron solos.

      Fue un encuentro extraño. Parecía que llevaran mucho tiempo separados. El padre cogió la mano de su hijo y se sentaron sin decir palabra. El silencio hablaba por los dos. El chico no entendía a su padre; este a menudo boicoteaba sus planes; en otras ocasiones, parecía idiota; pero la presión paternal de su mano era elocuente y le hacía ver cuánto le quería. Intentó retirarla un par de veces, consciente de que le ablandaba

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