Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

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Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith

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de que es un asunto muy grave, ¿no? En este país, los terratenientes han sido los favoritos de las leyes. Por cierto —siguió Adrian, como si cambiara de tema—, ayer conocisteis a dos caballeros en la carretera en vuestras exploraciones, a dos gitanos. Si yo fuera el magistrado del condado, como sir Miles Papworth, sospecharía de ellos. Hojalatero y labrador, creo que dijiste que eran, señor Thompson. ¿No? Bueno, digamos dos campesinos.

      —Probablemente dos hojalateros —dijo Richard.

      —Bueno, si quieres excluir al campesino… ¿O es que no tenía trabajo?

      Ripton, con los ojos de Adrian clavados en él, balbuceó un sí.

      —¿El hojalatero o el campesino?

      —El campe… —El ingenuo Ripton miró a su alrededor, para ayudarse a sí mismo a decir la verdad, y de repente vio el rostro de Richard ensombreciéndose, por lo que se tragó la mitad de la palabra.

      —¡El campesino! —terminó Adrian con jovialidad—. Entonces tenemos un campesino sin trabajo. Dado que hay un campesino sin trabajo y un pajar quemado, yo diría que la quema del pajar es una venganza, y que el campesino desempleado es un animal vengativo. El pajar y el campesino se yuxtaponen. Habiendo establecido los motivos, solo tenemos que probar su cercanía a cierta hora, y nuestro campesino viajará allende los mares.

      —¿Ese es el castigo por quemar pajares? —inquirió Richard, horrorizado.

      Adrian habló con solemnidad:

      —Te rapan la cabeza. Te esposan. La dieta consiste en pan duro y cáscaras de queso. Trabajas en grupos de veinte y treinta. Te marcan como pirómano con hierro candente en la espalda con una enorme P. Los trabajos teológicos y la recreación literaria están reservados a quien se porta bien y lo merece. Considerad el destino de este pobre tipo, y a lo que empuja una venganza. ¿Sabéis su nombre?

      —¿Cómo iba a saber su nombre? —dijo Richard, con una presunción de inocencia que daba pena ver.

      Sir Austin apuntó que pronto se sabría, y Adrian observó que seguía tan callado como siempre, maravillándose por la ceguera del baronet ante lo evidente. No se lo diría, pues arruinaría su influencia sobre Richard; quería que le reconocieran los méritos por su criterio y devoción. Los chicos se levantaron de la mesa y, tras discutir un buen rato, acordaron un código de conducta que consistía en compadecer ante el granjero Blaize con aspavientos, para parecerse a los demás como les fuera posible a dos jóvenes malhechores, uno ya sintiendo la enorme A de Adrian devorando su espalda con la ferocidad de un águila prometeica, y aislándolo para siempre de la humanidad.

      Adrian se deleitó con sus nuevas tácticas, y les empujó a lamentarse largas horas por el granjero Blaize. Hicieran lo que hiciesen, habían picado. El látigo del granjero les había reducido a criaturas que se retorcían, pero había sido comedido comparado con los retorcimientos espirituales a los que les sometió Adrian. Ripton no habría tardado en convertirse en un cobarde, y Richard en un mentiroso. A la mañana siguiente Austin Wentworth llegó de Poer Hall con la noticia de que un campesino llamado Thomas Bakewell había sido arrestado bajo sospecha del incendio provocado y estaba en la cárcel, donde sería juzgado por el magistrado Papworth. Austin miró a Richard cuando detallaba estos terribles acontecimientos. La esperanza de Raynham le devolvió la mirada, completamente tranquilo, y tuvo la sangre fría de no mirar a Ripton.

      Capítulo VI

      Tan pronto pudieron escabullirse, los chicos se escondieron en un rincón oscuro del parque, y discutieron las medidas a tomar.

      —¿Qué hacemos ahora?

      Un escorpión atrapado en el fuego no estaría en peor situación que el pobre Ripton; a su alrededor, el enfurecido elemento que había ayudado a crear parecía dibujar círculos más y más pequeños.

      —Solo podemos hacer una cosa —dijo Richard al llegar a un punto muerto, y cruzó los brazos con determinación.

      Su camarada le inquirió con entusiasmo cuál era la opción.

      Richard fijó la vista en una piedra y respondió:

      —Debemos sacar a ese tipo de la cárcel.

      Ripton miró a su líder, y se cayó al suelo de la sorpresa.

      —¡Mi querido Ricky! Pero ¿cómo vamos a hacer eso?

      Richard, examinando aún la piedra, respondió:

      —Tenemos que conseguir una lima y una cuerda. Podemos hacerlo, te digo que sí. No me importa el precio. No me importa lo que haya que hacer. Debemos sacarle.

      —¡Blaize se pondrá furioso! —exclamó Ripton, quitándose el gorro para secarse la frente febril, y agachó la cabeza ante la prédica de su amigo.

      —No te preocupes ahora por Blaize. Hablando de dejarlo fuera, ¡mírate! Me das vergüenza. ¡Hablas de Robin Hood y del rey Richard! ¡Y no tienes una pizca de coraje! Se te ve venir a la legua en cada momento. Cuando Rady empieza a hablar, te sobresaltas. Te resbala el sudor por la frente. ¿Tienes miedo? Y luego te contradices. No te atienes a la misma historia. Vamos, sé firme y sígueme. Debemos arriesgarnos para liberarle. ¡Piensa en eso! Mantente tan lejos como puedas de Adrian. Y cíñete a una versión.

      Con estas sabias instrucciones, el líder llevó a su compañero a inspeccionar la cárcel donde Tom Bakewell yacía lamentándose por las consecuencias del mundano conflicto y por haberse convertido en víctima.

      En Lobourne, Austin Wentworth tenía la reputación de ser compasivo con el pobre, un título ganado antes de recibir la recompensa que solo Dios puede dar a esa suprema virtud. La señora Bakewell, la madre de Tom, al saber que habían arrestado a su hijo, corrió a consolarlo y procurarle ayuda, limitada a un puñado de suspiros, lágrimas y «¡Oh, pobre de mí!», lo cual desconcertaba más a Tom Bakewell, que le pidió que le dejara, pobre desgraciado, a merced de su destino, en lugar de convertirlo en un gran villano. La mujer le rogó que no se lo tomara a mal, que necesitaba a alguien que le consolara de verdad.

      —Y aunque es un caballero, Tom, nunca rechaza a un pobre —dijo la señora Bakewell—. ¡Un verdadero cristiano, Tom! Y el Señor sabe que, si verle puede que no te salve, es la luz a la que debes mirar y el sermón que tienes que escuchar.

      A Tom no le entusiasmaba oír un sermón y parecía un perro huraño cuando Austin entró en la celda. Se sorprendió, al cabo de media hora, hablando de hombre a hombre con un caballero cristiano. En cuanto Austin se dispuso a irse, Tom le pidió permiso para darle la mano.

      —Dígale al joven en la abadía que no soy un traidor. Lo entenderá. Es un caballero y cualquier hombre hará lo que él diga. ¡Un caballero asilvestrado y tremendo! ¡Y yo un burro! Así son las cosas. Pero no soy un canalla. Dígale eso, señor.

      Austin se lo contó a Richard, mirándolo muy serio. El chico se sentía más intimidado por Austin que por Adrian. No sabía por qué, pero le resultaba difícil estar a solas con él; hacía lo posible por evitarlo y, si lo conseguía, se encerraba en sí mismo. Austin no era tan listo como Adrian; rara vez adivinaba las ideas de los demás, y siempre iba directo a su objetivo. Así que, en lugar de dar rodeos y poner al chico nervioso, con la boca a punto de escupir mentiras, le dijo:

      —Tom Bakewell me pidió que te dijera que no te traicionará. —Y se fue.

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