Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

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Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith

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la escaramuza. Richard se las tiró al suelo, y dijo:

      —¡No, los caballeros no tiran piedras! Eso es propio de la plebe.

      —¡Solo una pequeña! —suplicó Ripton, con la vista clavada en el claro blanco del granjero, obcecado por la repentina revelación de las ventajas del armamento ligero frente al pesado.

      —No —se impuso Richard—, nada de piedras, eso es de… —Y se alejó caminando enérgicamente.

      Ripton le siguió con un suspiro. La magnanimidad de su líder estaba más allá de sí mismo. Una buena andanada de pedradas sobre el granjero habría aliviado al joven Ripton, pero no habría consolado a Richard Feverel de la ignominia a la que había sido sometido. A Ripton la vara le era familiar, un monstruo al que no temía por conocerlo bien. La horrible sensación de vergüenza; el odio a sí mismo y al universo; la sed de venganza, la impotencia, como si el espíritu se impregnara de negrura, que le advienen a un joven sensible a ser condenado, por primera vez, a probar esa amargura carnal y sufrirla como una profanación, Ripton hacía tiempo que la había superado y olvidado. Estaba curtido en recibir palos, y observaba el mundo con ecuanimidad; no era imprudente ante el castigo, como algunos chicos, pero tampoco insensible al deshonor, como el amigo y camarada a su lado.

      A Richard se le había envenenado la sangre. La fiebre de la vergüenza se había apoderado de él. No permitía lanzar piedras porque reprobaba esa costumbre. Meras consideraciones de caballerosidad habían favorecido al granjero Blaize, pero estratagemas poco caballerosas se agitaban en su cerebro, y eran rechazadas por resultar impracticables para un joven como él. Solo se daría por satisfecho con una venganza de gran alcance, equivalente a la humillación recibida. Debía hacer, sin demora, algo atroz. Se le ocurrió matar todas sus reses, o incluso matarlo a él, retándole a un combate al estilo de los caballeros. Pero el granjero era un cobarde y rehusaría. Entonces él, Richard Feverel, lo despertaría de su sueño y lo provocaría, lo instaría a luchar con pólvora y detonaciones en su propio dormitorio, en la cobarde medianoche, donde tal vez temblara, pero no podría negarse.

      —¡Señor! —dijo el sencillo Ripton, mientras esos ilusos planes cruzaban el cerebro de su camarada, deseando su realización inmediata y desvaneciéndose en la oscuridad por la incierta posibilidad de realización—. ¡Ojalá me hubieras dejado bajarle los humos, Ricky! ¡Nunca fallo! Me gustaría haberle dado al menos una vez. ¡Deberíamos haber ganado esa batalla! —Y un nuevo pensamiento llevó las ideas de Ripton a la normalidad—. Me pregunto si mi nariz está tan mal como dijo. ¿Puedo verme en algún sitio?

      A estas declamaciones, Richard hacía oídos sordos, caminando con fatiga, pero sin detenerse, con la vista fija en un punto.

      Después de pasar innumerables setos, saltar vallas, sortear acequias, atravesar arboledas, ensuciarse, ajarse las ropas y andar hasta el agotamiento, Ripton despertó de sus pensamientos sobre el granjero Blaize y olvidó los moratones de su nariz ante el hambre acuciante que se apoderó de él. Se sentía desfallecer por la falta de alimento. Se aventuró a preguntar a su líder adónde iban. Raynham no se veía. Habían avanzado un buen trecho por el valle y estaban a unas pocas millas de Lobourne, en un paisaje de estanques ácidos, riachuelos amarillos y fétidos pastos: un páramo desolado. Se veían vacas solitarias, el humo de una cabaña de barro, turba apilada sobre un carro, un burro ignorante de la crueldad que lo rodeaba, gansos junto a una pileta, cotorreando en un silencio como del principio de los tiempos; en suma, nada que pudiera saciar el hambre de un chico desnutrido. Ripton estaba desesperado.

      —¿Adónde vas? —inquirió con su último aliento y se detuvo, decidido a no dar un paso más.

      Richard rompió su silencio para responder:

      —A cualquier parte.

      —¡A cualquier parte! —Ripton repitió la mohína expresión de Richard—. Pero ¿no estás muerto de hambre? —resolló con vehemencia, queriendo mostrar el vacío de su estómago.

      —No —fue la breve respuesta de Richard.

      —¡No tienes hambre! —Ripton mostró su incredulidad con ímpetu—. Pero ¡si no has comido nada desde el desayuno! ¡Que no tiene hambre! Pues yo declaro que me estoy muriendo de inanición. ¡Hasta podría comer pan duro y queso!

      Richard se burló con desprecio, pero no por los motivos que habían impulsado una manifestación similar al filósofo.

      —¡Vamos! —exigió Ripton—. Dime cuándo vamos a parar.

      Richard iba a replicar, pero encontró un rostro descompuesto que lo desarmó. La nariz del muchacho, aunque no de la tonalidad que temía, amarilleaba. Regañarle habría sido cruel. Richard alzó la vista, observó el lugar, y exclamó:

      —¡Aquí!

      Se dejó caer sobre un campo marchito, y Richard se quedó atónito ante su movimiento, que le produjo una perplejidad aún mayor.

      Capítulo III

      Entre los jóvenes hay códigos de honor no escritos que no se enseñan formalmente, pero que entienden por instinto, y por ellos se rigen los más leales y francos. Debemos recordar que son una progenie aún no civilizada, así que no seguir al líder allí donde decide marchar, o echarse atrás en una expedición por un final dudoso y las molestias del momento, abandonar a un camarada en el camino, son hechos de los que un joven de buena naturaleza no será culpable, por mucho que advierta sus dolorosas consecuencias. Cualquier dolor es preferible a soportar que la propia conciencia denuncie su cobardía. A algunos osados no les perturba su conciencia, y los ojos y bocas de sus compañeros tienen que suplir la falta. Lo hacen con una persistencia peor que la voz interior, y el resultado, si el período de prueba no es severo, es el mismo. El líder puede confiar en la fidelidad de su hueste: sus camaradas han jurado servirle. El señor Ripton Thompson era leal por naturaleza. La idea de abandonar a su amigo no se le pasó por la cabeza, aunque estaba desesperado, y el comportamiento de Richard era el de un loco. Anunció con impaciencia que llegarían tarde a cenar. Su amigo no se conmovió. Parecía que la cena no le importaba. Seguía tumbado, arrancando briznas de hierba y dando palmaditas al perro en el hocico, como si no concibiera el hambre. Ripton se incorporó y volvió a tenderse media docena de veces, y finalmente se echó junto a su taciturno amigo, aceptando su destino.

      Ahora bien, tuvo la suerte de que empezara a llover y que dos extraños aparecieran por el camino buscando cobijo tras el seto donde los jóvenes descansaban. Uno era hojalatero itinerante; encendió una pipa y abrió un paraguas parduzco. El otro era un joven y fornido campesino, sin pipa y sin paraguas. Se saludaron asintiendo con la cabeza, y los dos enumeraron los beneficios del cambiante clima, que había afectado a su experiencia al cumplirse su profecía. Ambos habían anticipado que llovería antes del anochecer y, por tanto, la habían recibido con satisfacción. Mantenían una cháchara monótona en armonía con el suave zumbido del aire. Después de hablar del tiempo, siguieron con la bendición que representaba el tabaco; que era el mejor amigo del pobre, un compañero, un consuelo, un refugio en la noche, el primer pensamiento de la mañana.

      —¡Mejor que una esposa! —soltó el hojalatero con una risotada—. La pipa no te dice lo que tienes que hacer. No es una arpía.

      —¡Así es! —respondió el otro—. La pipa no se va con la pasta un sábado por la noche.

      —Toma —dijo el hojalatero. Le pasó, entusiasmado, una pieza de arcilla mugrienta. El campesino la llenó con tabaco del bolsillo del hojalatero y siguió con sus elogios.

      —¡Un

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