Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

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Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith

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aplacado bajo su máscara inexpresiva, y se fue a la cama, dejando en su estudio a sir Austin. El baronet se quedó reflexionando. La casa no contaba ese día con la habitual afluencia de Feverel. Austin Wentworth estaba en Poer Hall y solo había venido una hora. A medianoche, la casa respiraba en sueños. Sir Austin se puso la capa y el sombrero y cogió la lámpara para hacer la ronda. No esperaba nada especial, pero su mente nunca descansaba y se había nombrado centinela de Raynham. Pasó frente a la habitación donde dormitaba la tía abuela Grantley, que acrecentaría la fortuna de Richard, y cumpliría así con su principal función en la tierra. Murmuró junto a su puerta:

      —¡Buena criatura! Duermes con la paz del deber cumplido —y siguió caminando, reflexionando—. No ha convertido el dinero en un demonio de la discordia —y la bendijo.

      Pensó en Hippias al pasar frente a su puerta. Todos habrían estado de acuerdo con sus reflexiones.

      «¡Es un monomaníaco, vigilando dormida a la gente juiciosa!», pensó Adrian Harley al oír los pasos de sir Austin, una figura ciertamente extraña. «Pero ¿qué fortaleza no tiene un punto débil? ¿Qué hombre es totalmente íntegro? ¿No está un poco loco todo hijo de vecino?», meditaba el cínico en su lecho. «Las circunstancias favorables —aire sano, buena compañía, dos o tres reglas estrictas— salvan del manicomio. Pero, si alguien se empeña en sus pasiones, ¿no es el manicomio la mejor morada?»

      Sir Austin subió las escaleras y, sin prisa, se dirigió hacia el dormitorio donde descansaba su hijo, en el ala izquierda de la abadía. Al final de la galería, vio una luz tenue. Creyéndola una ilusión, sir Austin aceleró el paso. Ese ala había tenido mala reputación en el pasado. A pesar de que había sido mejorada a lo largo de los años, a los sirvientes de Raynham les gustaban las tradiciones, y preservaban con firmeza ciertas historias de fantasmas que hacían mella en las mentes susceptibles de las criadas y las ayudantes de cocina, cuyo miedo no permitía al pecador liberarse de sus pecados. Sir Austin sabía que esas historias circulaban por los sótanos de su propiedad. Tenía sus propias creencias, pero no toleraba las de los demás; en Raynham era deslealtad hablar mal del ala izquierda. Al avanzar, el baronet estaba seguro de que había una luz encendida. Siguió por el pasillo y contempló una pequeña vela a la entrada de la habitación de su hijo. En ese momento oyó cerrarse una puerta. Entró en la habitación de Richard. El chico no estaba. La cama estaba intacta; no había ropa en el cuarto; nada que indicara que había pasado allí la noche. La inquietud se apoderó de sir Austin. «¿Estará esperándome en mi habitación?», pensó. Algo parecido a una lágrima asomó a sus áridos ojos mientras meditaba y confiaba en que así fuera. Su habitación estaba frente a la de su hijo. Fue hacia allí con largas zancadas. Vacía. El miedo dio paso a la ira en su celoso corazón, y su temor al mal despertó miles de preguntas que quedaron en el aire sin respuesta. Después de pasear a un lado y otro de su habitación, decidió preguntar al joven Thompson, o, como le llamaba su hijo, Ripton, qué sabía del asunto.

      La cámara asignada a Ripton Thompson se situaba al extremo norte, con vistas a Lobourne y al valle del oeste. La cama estaba entre la ventana y la puerta. Sir Austin encontró la puerta entornada y el interior oscuro. Se sorprendió al encontrar el lecho de Thompson igualmente vacío, como revelaban los haces de luz de su lámpara. Estaba a punto de darse la vuelta cuando le pareció oír un susurro en la habitación. Sir Austin cubrió la lámpara con la capa y se dirigió cautamente hacia la ventana. Vio las cabezas de su hijo Richard y del joven Thompson agazapadas contra el cristal, en agitada conversación. Sir Austin prestó atención, pero no entendía lo que decían. Su charla trataba del fuego y de la demora, del esperado asombro agrario, de la gran ira de un granjero, de violencia contra unos caballeros y de venganza. Hablaban a trompicones, interrumpiéndose uno al otro, y sir Austin escuchó los eslabones de una cadena imposible de enlazar, pero que despertó su curiosidad. El baronet se rebajó a espiar a su hijo.

      Sobre Lobourne y el valle caía una noche oscura con innumerables estrellas.

      —¡Qué contento estoy! —exclamó Ripton, inspirado por el vino. Y, tras una suntuosa pausa, continuó—: Creo que ese tipo se ha embolsado el dinero y se ha largado.

      Richard dejó que pasara un largo minuto, durante el cual el baronet esperaba su voz con ansiedad, a la que apenas reconoció al notar su tono alterado.

      —Si es así, iré y lo haré yo mismo.

      —¿En serio? —preguntó Ripton—. ¡Lo creo! Digo yo que si estuvieras en la escuela no te meterías en líos. Quizá no ha encontrado la caja. Creo que se ha rajado. Casi me gustaría que no lo hubiera hecho, por mi honra, ¿eh? ¡Mira allí! ¿Qué es eso? Parece que algo se mueve. ¿Crees que nos pillarán?

      Ripton entonó esta abrupta pregunta muy serio.

      —No pienso en ello —dijo Richard, concentrado en Lobourne.

      —Bueno, pero —insistió Ripton— ¿y si nos pillan?

      —Si nos pillan, yo pagaré por ello.

      Sir Austin respiró profundamente ante esta respuesta. Empezaba a entender qué pasaba. Su hijo se había metido en un lío; era, de hecho, el líder del plan. Siguió atento para enterarse de algo más.

      —¿Cómo se llamaba el tipo? —inquirió Ripton.

      —Tom Bakewell —respondió su compañero.

      —¿Sabes una cosa? —siguió Ripton—. Se lo soltaste a tu primo y a tu tío en la cena. ¡Qué bueno el vino con el pastel de perdiz! ¡Cuánto comí! ¿No me viste poner mala cara cuando te ibas de la lengua?

      El joven hedonista estaba en tal éxtasis de gratitud con la cena que cualquier palabra se la recordaba. Richard le respondió:

      —Sí, noté que me dabas una patada. No importa. Rady es prudente, y el tío nunca habla de más.

      —Bueno, pues mejor callar para estar seguros. Nunca había bebido tanto vino —Ripton volvió al tema de la cena—. ¡Ni volveré a hacerlo! Pero el tinto es mi vino. Sabes, puede escaparse cualquier día, y entonces estamos perdidos —añadió de manera incongruente.

      Richard respondió a la última parte de la cháchara inconexa de su amigo:

      —Entonces, no has tenido nada que ver.

      —¿Tú crees? No lo hice directamente, pero soy cómplice, eso está claro. Además —añadió Ripton—, ¿crees que te dejaría cargar con todas las culpas? No soy ese tipo de persona, Ricky, te lo aseguro.

      Sir Austin sintió admiración por el joven Thompson. Le seguía pareciendo una conspiración deleznable, y la actitud alterada de su hijo le impresionó mucho. No era el mismo que ayer. A ojos de sir Austin era como si de repente se hubiese abierto un abismo entre ellos. Los chicos habían zarpado por las aguas de la vida en su propio barco. Lo llamaría a gritos en vano, o intentaría borrar lo que el tiempo había escrito con sangre en el día del Juicio Final. Este muchacho, por quien había rezado a Dios con humildad y fervor todas las noches, estaba rodeado de peligros, de tentaciones que se le acercaban guiadas por el diablo. Si tantas cosas habían pasado en un día, ¿qué no sucedería en años? ¿Acaso las oraciones no servían de nada ni el celo con que lo había vigilado desde la niñez?

      Una infinita melancolía sobrecogió al pobre caballero: luchaba contra el sino de su amado hijo.

      Estuvo a punto de detener a los conspiradores, y hacerlos confesar y perdonarlos, pero le pareció mejor estar pendiente de su hijo sin ser visto. El viejo sistema de sir Austin prevalecía.

      Adrian

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