Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith
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No vivía con su mujer, y sir Austin, pensando en el futuro de nuestra especie, le reprochaba ser estéril para la posteridad, mientras los villanos se propagaban.
La principal característica del segundo sobrino, Adrian Harley, era su sagacidad. Se trataba, esencialmente, de un joven sabio, tanto por su consejo como por su acción.
«En la acción —se observa en Los escritos del peregrino—, la sabiduría está en la mayoría».
Adrian tenía instinto para estar con la mayoría, y, como el mundo lo veía invariablemente en sus filas, su apelación de joven sabio era admitida sin ironía.
El joven sabio tenía a su favor el mundo, pero ningún amigo. Tampoco deseaba los problemáticos apéndices del éxito. Procuraba ser requerido por gente que podía servirle, y temido por los que podían perjudicarle. No se complicaba la vida para imponer su criterio ni se arriesgaba a expensas de un plan. Realizaba su trabajo con la misma naturalidad con la que comía pan. Adrian era epicúreo, pero Epicuro lo habría echado a latigazos de su jardín: un epicúreo de nociones modernas. Satisfacer el apetito sin arriesgar el carácter era un problema para el joven sabio. No tenía amigos, salvo Gibbon y Horacio, y la sociedad de estos refinados aristócratas literarios le ayudó a aceptar la humanidad como era: una suprema procesión irónica, con la risa de fondo de los dioses. ¿Por qué no podían reírse también los mortales? Adrian se reía en su cómodo rincón. Poseía los atributos de un dios pagano. Utilizaba a los hombres: vivía una vida elegante, lujosa y feliz a su costa. Se hallaba en una eminente autocomplacencia, como tendido sobre una suave nube, bañándose en la luz del sol. Ni Júpiter ni Apolo elegían las doncellas de la tierra con un ojo más fiero y frío, ni las perseguían abrigados de la más sagrada impunidad. Y disfrutaba de su reputación de virtuoso como algo adicional. Se dice que la fruta robada es más dulce, pero las recompensas no merecidas son aún más exquisitas.
Lo curioso era que Adrian no fingía. No pedía al mundo que aprobase su proceder. La naturaleza y él no intentaban engañar más que con la máscara que llevan todos los hombres. Y, aun así, el mundo le proclamaba un hombre bueno, además de sabio, y el agradable polo opuesto de su deshonrado primo Austin.
En pocas palabras, Adrian Harley dominaba la filosofía a la edad de veintiún años. A muchos les habría gustado decirlo con el doble de años, cuando cargan a sus espaldas un peso que Adrian no cargaba. La señora Doria estaba en lo cierto sobre su corazón. Un accidente (al nacer, probablemente, o antes) le había desplazado ese órgano y trasladado al estómago, donde era más liviano, qué digo liviano, ingrávido, y le animaba a seguir con alegría. Desde ese trono, el corazón no miraba sino lo que le producía placer. Esa región mostraba una suave protuberancia en la persona del joven sabio, y llevaba ante él, por así decirlo, la bandera de sus principios filosóficos. Era encantador después de cenar con hombres y mujeres, y deliciosamente sarcástico, quizá demasiado poco escrupuloso en su tono moral, pero su reputación le protegía de la crítica y su conducta se atribuía, por lo general, a su carácter amable y generoso.
Así era Adrian Harley, uno de los intelectuales favoritos de sir Austin, elegido para supervisar la educación de su hijo en Raynham. Adrian estaba destinado a la iglesia. No llegó a ordenarse. Él y el baronet mantuvieron un día una conversación, y desde entonces Adrian se convirtió en residente de la abadía. Su padre murió en el primer semestre de universidad de su prometedor hijo, legándole nada más que su aspecto legal, y Adrian se convirtió en estipendiario del hogar de su tío.
El compañero de juegos ocasional de Richard, y el único de su edad que tuvo cerca, era Ripton Thompson, el hijo del abogado de sir Austin, un chico sin carácter.
Necesitaba un compañero, pues Richard no iba a ir a la escuela ni a la universidad. Sir Austin consideraba corruptas las escuelas, y mantenía que a los jóvenes se los protegía mejor de la serpiente con el control parental, al menos hasta que Eva se sentara a su lado, una situación que, según sir Austin, podía y debía demorarse. A tal fin, diseñó un completo sistema para educar a su hijo. Ahora veremos cómo funcionó.
Capítulo II
Octubre lucía espléndido en el decimocuarto cumpleaños de Richard. Los cobrizos hayedos y los dorados abedules resplandecían bajo un sol brillante. Las nubes flotaban sobre el horizonte, acumuladas hacia el oeste, donde el viento dormía. Prometía ser un gran día para Raynham, como luego se demostró, aunque no de la forma esperada.
Ya levantaban en el valle junto al río las casetas de arquería y las tiendas de cricket, adonde acudían, en barcas y carretas, los muchachos de Bursley y Lobourne, gritando exultantes por un día de cerveza y honor, deseosos de arrebatarse unos a otros los frescos laureles, enfrentándose como viriles británicos en juegos y deportes. Por todo el parque se escuchaban gritos de alegría. Sir Austin Feverel, un tory de tomo y lomo, nada partidario de regular la caza, podía ser popular cuando quería; algo que nunca sería sir Miles Papworth, del otro lado del río, un avaricioso whig,1 terror de los cazadores furtivos. La mitad del pueblo de Lobourne paseaba por las avenidas del parque. Violinistas y gitanos clamaban a las puertas que les dejaran pasar; vestidos de blanco y gris, coronados con sombreros de ala generosa, y con una capa escarlata en recuerdo de los viejos tiempos, se esparcían por los amplios campos.
En esos momentos, la estrella de la fiesta se escondía lejos, eclipsándose junto a su reluctante servidor Ripton, que no paraba de preguntar qué debían hacer y adónde iban, y qué hora era, sugiriendo que los chicos de Lobourne les estarían llamando y que sir Austin requeriría su presencia, sin lograr que prestara atención a sus penas y protestas, pues el padre de Richard había pedido a su hijo que se sometiera a un examen médico, como un patán que se alista al ejército, y él se había enfurecido.
Se escapó a la carrera, huyendo del vergonzoso acto que le exigían. Luego transmitió sus pensamientos a Ripton, que le dijo que eran de niña, un comentario ofensivo que Richard se guardó; después tomó prestadas un par de escopetas del cobertizo de los alguaciles. Ripton disparó con muy mala puntería y Richard lo llamó idiota. Sintiendo que las circunstancias conspiraban para que lo pareciera, Ripton alzó la cabeza y replicó en tono desafiante:
—¡No soy idiota!
Esta furiosa respuesta, tan impertinente, irritó a Richard, al que aún le dolía haber perdido las aves por la mala puntería de Ripton, y se consideraba agraviado. Así que impuso otra vez el abusivo epíteto con mayor énfasis.
—No me llames así, lo sea o no —dijo Ripton, mordiéndose los labios con rabia.
Se volvía un asunto personal. Richard alzó las cejas y lo miró un instante, retándole. Después le informó de que, desde luego, iba a llamarlo así, y no debía objetar a que se lo llamase veinte veces.
—¡Hazlo y verás! —respondió Ripton, removiéndose en el sitio y respirando con rapidez.
Con una solemnidad de la que solo los niños y otros bárbaros son capaces, Richard repitió el calificativo hasta llegar a veinte, insistiendo en el epíteto y evitando que la progresión se hiciera monótona, mientras Ripton, por decirlo así asentía con la cabeza a la precisión de su camarada, dejando constancia de su humillación. El perro que se encontraba con ellos contemplaba la escena meneando la cola.
Veinte veces repitió Richard, intencionadamente, la ofensiva palabra.
En el solemne