Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith

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Las tribulaciones de Richard Feverel - George Meredith

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al joven caballero que trataba. Richard era extremadamente frío.

      —¿Luchamos aquí? —dijo.

      —Donde quieras —respondió Ripton.

      —Mejor dentro del bosque. Para que no nos interrumpan.

      Richard abrió camino con una cortés reserva que enfrió el ardor guerrero de Ripton. En la linde del bosque, Richard se quitó la chaqueta y el chaleco y los arrojó sobre la hierba. Bastante sereno, esperó a que Ripton hiciera lo mismo. Este estaba azorado e inquieto; era mayor y más fornido, pero no tan ágil ni estaba tan en forma. Los dioses, únicos testigos de la disputa, apostaron contra él. Richard se había colocado la escarapela de los Feverel y ardía en su mirada un fuego que pedía una pelea que lo aplacara. Sus cejas, ligeramente levantadas, convergían sobre la robusta nariz; sus grandes ojos grises, las fosas nasales, los pies firmemente plantados en el suelo, y un aire caballeroso de calma y alerta conformaban la viva imagen de un joven combatiente.

      Ripton estaba fuera de sí y luchaba como un colegial, es decir, se lanzaba de cabeza y golpeaba agitando los brazos, como un molino. Era un chico basto. Cuando conseguía golpear, hacía daño, pero estaba a merced de la técnica. Viéndole coger carrerilla, parpadeando muy rápido, resoplando y girando los brazos a gran velocidad mientras recibía un golpe, se percibía que luchaba a la desesperada, y lo sabía, pues la alternativa a la que se enfrentaba, si se rendía, era padecer la calumnia que ya había sufrido veinte veces. Prefería morir antes que ceder, y seguía dando vueltas como un molino hasta caer al suelo. ¡Pobrecillo! Caía a menudo. El gallardo muchacho peleaba para guardar las apariencias, y quedó en el suelo. Los dioses solo favorecen a un bando. El príncipe Turno era un joven noble que se enfrentó a Palante.2 Ripton era un chico excepcional, pero no tenía técnica. ¡No pudo probar que no era idiota! Si se piensa bien, Ripton eligió la única salida posible y encontraríamos gran dificultad en probar la falsedad del epíteto. Ripton recibió una y otra vez el puño infalible de Richard; y, si era verdad, como explicó jadeando, que necesitaba tantos golpes como un huevo para ser batido, una afortunada interrupción lo salvó de parecerse a esa sustancia. Los chicos oyeron que los llamaban desde lejos, y vieron acercarse al señor Morton, de Poer Hall, y a Austin Wentworth.

      Firmaron una tregua, recogieron las chaquetas, se echaron las escopetas al hombro, y trotaron en armonía adentrándose en el bosque, dejando atrás media docena de campos y una plantación de alerces.

      Al detenerse a recuperar aliento, se estudiaron los rostros. El de Ripton estaba lleno de cardenales, una pintura de guerra natural que le hacía parecer más feroz de lo que él creía. Sin embargo, volvió a la carga, impávido, en el nuevo territorio, y Richard, cuya ira se había aplacado, no pudo resistirse a preguntarle si de verdad no había tenido ya suficiente.

      —¡Nunca! —gritó el noble enemigo.

      —Mira —dijo Richard, invocando el sentido común—, estoy cansado de tumbarte. Diré que no eres idiota si me das la mano.

      Ripton se lo pensó un momento y lo consultó con su honor, que le instó a que aprovechara la oportunidad.

      Extendió la mano.

      —¡Está bien!

      Los chicos se dieron la mano y volvieron a ser amigos. Ripton había conseguido lo que quería, y Richard había salido, sin duda, mejor parado. Así que estaban empatados. Ambos podían clamar victoria en beneficio de su amistad.

      Ripton se lavó la cara y alivió su nariz en un arroyo. Ya estaba listo para seguir a su amigo adonde fuera. Continuaron buscando aves que abatir. Las aves de las tierras de Raynham eran particularmente astutas, y eludían ser el blanco de los jóvenes tiradores, así que extendieron su expedición a tierras vecinales en busca de una raza más estúpida, felizmente ignorantes de la ley contra la violación de la propiedad privada. Tampoco advirtieron que cazaban ilegalmente en tierras del notorio granjero Blaize, el comerciante del escudo de los Papworth, que no admiraba el grifo entre dos haces de trigo y estaba destinado cruzarse con el destino de Richard. El granjero Blaize odiaba a los cazadores furtivos, especialmente a los jóvenes, que lo hacían por insolencia. Al oír los audaces disparos en su territorio, fue a echar un vistazo y, observando el tamaño de los intrusos, juró que les enseñaría a esos señoritos un par de cosas, por muy lores que fueran.

      Richard había derribado un bello faisán, y lo celebraba exultante, cuando la portentosa figura del granjero se cernió sobre ellos con un latigazo. Su saludo fue irónico.

      —¿Están teniendo buena caza, señoritos?

      —¡Acabo de hacerme con un ave espléndida! —le informó Richard, radiante.

      —¡Ah! —El granjero Blaize dio un latigazo de advertencia—. Déjenme que le eche un vistazo.

      —Se dice por favor —intervino Ripton, que no era ciego a la gente de dudoso aspecto.

      El granjero Blaize alzó la barbilla y sonrió con malicia.

      —¿Por favor a ustedes? Vamos a ver, amigo mío, creo que no les importa lo que se les ponga por delante. Parecen dos cazadores furtivos, sí señor. ¡Y eso es lo que son! —cambió de tono para ir al grano—. ¡Esa ave es mía! ¡Quítenle las manos de encima y lárguense, pequeños sinvergüenzas! ¡Sé quiénes son! —y comenzó a despotricar contra los Feverel.

      Richard abrió los ojos.

      —¡Si quieren que los muela a latigazos, quédense donde están! —continuó el granjero—. ¡Giles Blaize no aguanta tonterías!

      —Entonces nos quedamos —dijo Richard.

      —¡Muy bien! ¡Que así sea! ¡Si es lo que quieren, se lo daré, hombrecitos!

      Como medida previsora, el granjero Blaize cogió el ala del ave que los chicos agarraban desesperadamente, y se la llevó entera.

      —¡Si quieren jugar —gritó el granjero—, aquí tienen el látigo que merecen! ¡Yo no aguanto sandeces! —y lanzó el látigo con destreza.

      Los chicos intentaban lidiar con él, pero los mantenía a distancia y los azotó sin piedad. ¡Qué negra corría la sangre! Los chicos se retorcían de dolor. El látigo era una serpiente implacable que se enroscaba y les mordía una y otra vez, clavándose con saña en sus venas. Sentían más que dolor al retorcerse; también debían soportar la vergüenza y la deshonra; pero el dolor era intenso, pues el granjero, que había manejado el látigo toda la vida, no lo consideró suficiente hasta que le faltó el aliento y las mejillas se le enrojecieron por el esfuerzo. Se detuvo para coger lo que quedaba del faisán.

      —Quédese su bestia —gritó Richard.

      —Dinero, muchachos, con intereses —rugió el granjero, dando un nuevo latigazo.

      Aunque rendirse era vergonzoso, no quedaba otra opción. Decidieron abandonar el campo de batalla.

      —Mire, gañán —Richard agitó su pistola en el aire, con la voz ronca por el enfado—, le habría disparado de estar cargada. ¡Como le vea cuando la tenga cargada, dispararé!

      Esa amenaza poco inglesa exasperó al granjero Blaize, y se apresuró a perseguirles con los últimos latigazos mientras ellos escapaban hacia territorio neutral con el rabo entre las piernas. Al llegar a los setos, parlamentaron un momento; el granjero preguntó si estaban satisfechos y tenían

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