Las tribulaciones de Richard Feverel. George Meredith
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Sir Austin decidió continuar inmóvil.
El valle seguía oscuro bajo las grandes estrellas del otoño, y las exclamaciones de los chicos se hicieron febriles e impacientes. Tras un rato, uno de ellos insistió en que había visto un destello, pero no en la dirección apropiada. Luego vieron otro. Ambos se pusieron en pie. Ahora la orientación sí era la correcta.
—¡Lo ha hecho! —gritó Richard, agitado—. Ahora el viejo Blaize arderá en llamas,2 Rip. Espero que esté dormido.
—Seguro que está roncando. ¡Mira! Se ha prendido muy rápido. El viento es seco. Arderá. ¿Tú crees —Ripton volvió a adoptar un tono serio— que sospecharán de nosotros?
—¿Y qué si sospechan? Podemos negarlo.
—Claro que lo negaremos. Solo digo que me gustaría que no hubieses dado pistas. Me gusta parecer inocente. ¡No puedo parecer inocente si creo que la gente sospecha de mí! ¡Dios mío, mira! ¿No está empezando a extenderse?
Las tierras del granjero empezaban a brillar entre las sombras.
—Voy a por mi telescopio —dijo Richard.
Ripton no quería quedarse solo y lo agarró.
—No, no te vayas, que te pierdes lo mejor. Voy a abrir la ventana y lo vemos.
Abrieron la ventana de par en par, y sacaron la mitad del cuerpo fuera. Ripton parecía devorar las llamas crecientes con la boca; Richard, con los ojos.
La figura opaca y estática del baronet seguía detrás de ellos. El viento corría por abajo. Densas masas de humo salían entre las llamas serpenteantes y una luz roja y maligna se extendía por el follaje vecino. No se veía a nadie. Al parecer, las llamas no hallaban oposición y se esparcían por la oscuridad a pasos agigantados.
—¡Si tuviera mi telescopio! —gritó Richard, sobrecogido por la emoción—. ¡Lo necesitamos! ¡Voy a por él!
Los chicos forcejearon y sir Austin dio un paso atrás. Al hacerlo, oyó un grito en el pasillo. Salió deprisa, cerró la puerta, y se encontró a la pequeña Clare tendida inconsciente junto a la habitación.
Capítulo V
La mañana que siguió a aquella noche estuvo plagada de rumores que corrieron entre Raynham y Lobourne. En el pueblo se decía que un pirómano había quemado la cosecha del granjero Blaize, de la granja de Belthorpe. Los establos habían ardido, y él mismo casi sucumbe al intentar rescatar su ganado, que había perecido casi por completo por las llamas. Raynham restó importancia al incendio atendiendo a la señorita Clare, que decía haber visto un fantasma en el ala izquierda de la abadía: una dama vestida de luto, con una cicatriz cruzándole la frente y un pañuelo ensangrentado en el pecho. ¡Una visión aterradora! No cabía duda de que la niña estaba muerta de miedo y yacía en la cama desesperada, a la espera de los médicos de Londres. Los criados amenazaban con marcharse y, para apaciguarlos, sir Austin prometió cerrar el ala izquierda, como buen caballero, pues ninguna persona decente, se decía en Lobourne, consentiría en vivir en una casa encantada.
Esta vez los rumores parecían tener una base más sólida. La pobre Clare estaba enferma, y la desgracia del granjero Blaize no era ninguna exageración. Sir Austin pidió que le informaran en el desayuno, y estaba tan deseoso de conocer el verdadero alcance del daño sufrido por el granjero que Benson bajó a inspeccionar la escena. Cuando volvió, siguiendo el malicioso consejo de Adrian, escribió un informe sobre la catástrofe que asolaba las nalgas del granjero y la aplicación de compresas frías en ciertas partes de su cuerpo. Sir Austin lo leyó detenidamente sin sonreír. Lo hizo delante de los dos jóvenes, que escuchaban con moderación, como si fuera un incidente que traía el periódico. Solo cuando el informe concretó los destrozos en la ropa y la extraña y alarmante posición en la que se encontraba en la cama el granjero Blaize, un indecoroso estornudo se apoderó de Ripton Thompson, y Richard se mordió el labio y estalló en carcajadas. Ripton se le unió, perdida completamente la compostura.
—Veo que os compadecéis de este pobre hombre —dijo a su hijo sir Austin con dureza. No vio la menor muestra de sentimiento.
Era difícil para sir Austin mantenerse inmutable con la esperanza de Raynham sabiéndole cómplice del incendio, y creyendo que había sido gratuito. Pero tenía que hacerlo, lo sabía, para que el chico se juzgara a sí mismo con justicia. Además, hay que decirlo: le complacía conocer su secreto. Le permitía actuar y, en cierta medida, sentirse como la Providencia. Le capacitaba para observar y prepararse para los movimientos de los jóvenes en la oscuridad. Por tanto, se comportó con el chico como siempre, y Richard no vio ninguna actitud en su padre que le hiciera pensar que sospechaba de él.
El joven no lo tuvo tan fácil con Adrian; este no cazaba ni pescaba. No hacía nada voluntariamente para apagar el impulso destructor, o lo que sea que alimenta la naturaleza humana. Así que, una vez en su poder, los dos culpables no iban a recibir la gentil mano de la merced, y Richard y Ripton ya habían pagado por muchas truchas y perdices desperdiciadas. Cada minuto, a Ripton le recorrían sudores fríos pensando en que podían ser descubiertos por algún comentario de Adrian. Se sentía como un pez con el anzuelo en las agallas, atrapado sin haber picado, y, por más que intentara sumergirse, estaba sometido a una fuerza mayor que lo empujaba a la superficie, momento que, le parecía, se aproximaba cuando sonaba la campana de la cena. En la velada solo se hablaba del granjero Blaize. Si cambiaban de tema, Adrian volvía a sacarlo, y su tono afectuoso hacia Ripton era como el del deportista entusiasta hacia la criatura que revela su talento y se esfuerza en que el mundo lo reconozca. Sir Austin apreciaba la maniobra y admiró la astucia de Adrian. Pero tenía que vigilar al joven abogado, pues el efecto de tanto análisis enmascarado sobre Richard empezaba a ser nocivo. Este pez también sentía el anzuelo en las agallas, pero se trataba de un lucio y nadaba en otras aguas, donde había viejos tocones y negras raíces que esquivar, y desafiaba tanto los fuertes empujones como la manipulación delicada. En otras palabras, Richard mostraba síntomas de querer refugiarse en la mentira.
—Tú conoces esas tierras, mi querido muchacho —observó Adrian—. Dime, ¿es fácil llegar al pajar sin ser visto? He oído que sospechan de un empleado que despidió el granjero.
—Yo no conozco esas tierras —replicó Richard con hosquedad.
—¿No? —Adrian fingió sorpresa—. ¿Creí que el señor Thompson dijo que ayer estuvisteis por allí?
Ripton, complacido de poder decir la verdad, se apresuró a aclarar a Adrian que no era él quien había dicho eso.
—¿No? Pero os lo pasasteis bien, caballeros, ¿verdad?
—¡Oh, sí! —farfullaron las miserables víctimas, enrojeciendo al recordar, por el tono rústico de Adrian, la primera vez que el granjero Blaize se dirigió a ellos.
—Supongo que también tú estabas anoche entre los adorados del fuego, ¿no? —insistió Adrian—. He oído que en algunos países viven mejor por la noche y que cazan con antorchas. Debe ser bonito de ver. Después de todo, el país sería aburrido si de vez en cuando un imbécil no nos deleita con un gran incendio.
—¿Un imbécil? —rio Richard, con pesar de su amigo por el atrevimiento—.