La monarquía en el siglo XXI. Jordi Canal
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Los efectos del 23-F se dejaron notar en múltiples ámbitos. No fue el menor de ellos la posibilidad de reformar y modernizar definitivamente las fuerzas armadas. El socialista Narcís Serra tuvo un papel destacado en este terreno. De manera paralela, la clase política asumió la excepcionalidad de la actuación del rey en la etapa que se estaba cerrando, la de la Transición democrática. Su figura, bien definida en la Constitución, no podía verse implicada en la batalla partidista ni ser invocada para resolver problemas no excepcionales. El papel de escudo protector o de bombero de la democracia no le correspondía. En cualquier caso, nunca más tuvo que volver a hacerlo, a pesar de los intentos irresponsables de algunos políticos de IU y el PNV de cara a forzar una intervención pública suya, en el segundo mandato del presidente Aznar, con motivo de la guerra de Irak.
A lo largo de su reinado, Juan Carlos I no se alejó del espíritu y la letra de la Constitución de 1978. Desplegó su poder arbitral y moderador en el interior, sin interferencias y con imparcialidad, en las etapas de gobierno de la UCD, del PSOE —la relación con Felipe González parece especial por cuestiones generacionales y otras vinculadas con el talante y las ideas— y del Partido Popular. Después de 2004, en las presidencias de José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE) y Mariano Rajoy (PP), la actuación del monarca perdió visibilidad.
Desde el principio, Juan Carlos I concentró buena parte de sus empeños en la tarea de ser el primer embajador de España, en especial en el mundo iberoamericano y en los países árabes. El europeísmo guio, al mismo tiempo, sus pasos. El rey ha sido un apoyo esencial a la acción exterior de los distintos Gobiernos de la monarquía.
La visión general de la etapa juancarlista no quedaría completa sin aludir a algunos errores y problemas, que, con la nueva centuria, se agravaron y pusieron en jaque al rey. Destacan, entre ellos, la falta de transparencia de la institución monárquica, las relaciones con el medio periodístico, los escándalos económicos de personas estrechamente vinculadas al rey, las disfunciones familiares y la imprudencia generada por el exceso de confianza. No empañan, en ningún caso, un gran reinado, que no debería, me parece, ser solamente valorado por su singular desenlace.
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Ni la legitimación democrática ni la popularidad de la monarquía de Juan Carlos I tras el 23-F pueden hacerse automáticamente extensibles, sin embargo, a la monarquía en general. Tampoco deben considerarse como definitivamente adquiridas. Las monarquías parlamentarias, como las repúblicas, necesitan ser consolidadas día tras día; el implícito pacto con la ciudadanía requiere, a fin de cuentas, renovación constante. El papel del rey, al frente de una auténtica monarquía republicana —o república coronada, como veremos en el siguiente capítulo—, es fundamental. En una encuesta de Demoscopia publicada en el diario El País, en los inicios de este milenio, tres de cada cuatro personas interrogadas se manifestaban de acuerdo con la siguiente aseveración: “Más que la monarquía en sí misma, todo depende de cómo sea el rey”.
Tom Burns Marañón relata, en La Monarquía necesaria (2007), unos diálogos con don Juan Carlos en los que este confesaba su pretensión de convertir las adhesiones a su persona en adhesiones a la institución por él representada. El rey de España sostenía que era necesario avanzar de la consolidación de la monarquía constitucional hacia una Corona constitucional plenamente aceptada por la sociedad española, que debía ser el legado que recibiría el entonces príncipe Felipe.
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