Al filo del dinero. Sergey Baksheev

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Al filo del dinero - Sergey Baksheev

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en vez de nicotina», – bromeaba. El ritual ya tenía un año de cumplirse, pero la ración diaria de manzanas había disminuido bastante.

      – Eso fue para mi esposa, – sacudí la mano para no explicar más.

      – No puedo creer lo que dices. Eres un mentiroso, Yury Andreevich. ¿No te habrás conseguido una modelo de piernas largas como nuestro presidente Radkevich? Su esposa se la pasa en el extranjero, pero aquí, él no pierde el tiempo. ¿Viste la hembra que tiene? Agarra ahí —

      Oleg me lanzó una manzana. El lanzamiento era parte del ritual, pero hoy estaba atontado y no atajé la manzana. Esta me pegó en el pecho, se cayó y rodó por el piso.

      – No la he visto, ni quiero verla, – mascullé, y levanté la manzana.

      – Pero esa carajita yo no la rechazaría. En cualquier momento se la quito al presidente. – Un mordisco hizo crujir la jugosa fruta, masticó y se sonrió, soñadoramente. – Quizás me levante algo mejor. —

      Yo no quise seguir esa conversación vacía y traté de concentrarme en el trabajo. Fue inútil. Pronto me convencí que hoy no podía mejorar ese programa complicado. El dolor anímico no me permitía concentrarme. Me molestaba todo: el zumbido característico de los computadores, el ruido del aire acondicionado, el chirrido de las sillas y hasta la manzana mordida que caía en mi campo de visión.

      Yo me dediqué a una tarea rutinaria, las que normalmente hacía Golikov. Comprobación de canales de comunicación, análisis de cifras del momento, búsqueda de operaciones dudosas. Traté de ocupar el cerebro en algo para apartar las ideas autodestructivas sobre la tragedia familiar. Poco a poco los problemas técnicos llevaron lo otro a un segundo plano. De repente una discrepancia cayó en mis ojos.

      En voz alta comenté lo que vi en el monitor:

      – Un error. A los terminales llegó una cantidad y en la cuenta hay una suma menor. —

      – Donde? – preguntó Golikov, arrastrando su sillón hacia mí. – Ah, ¿eso? No es ningún error, ahorita lo arreglo. Muévete. —

      – Que estás haciendo? – Fruncí el ceño cuando vi como Oleg hacía cambios en la tabla de las transacciones bancarias.

      – Mi trabajo. Meto el coeficiente corrector secreto, de acuerdo a las instrucciones del presidente. Así. Ahora las sumas en las cuentas coinciden y no hay que hacer ninguna comprobación. —

      – Algo de ese coeficiente como que no entendí. —

      Golikov se sonrió.

      – Yury Andreevich, no seas ingenuo. Para que crees tú que Radkevich puso esos dudosos terminales de «Jupiter pago» si nosotros ya tenemos cajeros automáticos.

      – Expansión del negocio. —

      – Claro. Pero, ¿cuál negocio? – Los ojos de Oleg brillaron con malicia y bajó la voz: – Por los terminales hay una comisión no contabilizada. El presidente me baja el porcentaje apropiado y yo ajusto la contabilidad para que todo salga bonito. —

      – Y por qué a mí no me dijeron nada? —

      – Porque tú eres muy recto y yo soy flexible. – Golikov sonrió condescendiente e hinchó su pecho. – Para que te metiste en eso?, esta no es tu zona. —

      Me agarré la cabeza con ambas manos y, recordando a mi hija, le dije:

      – Déjame tranquilo. —

      – Tuviste una pelea ayer? – Oleg dijo, compasivo. – Sal. Relájate. Tómate un café fuerte. Te puedo dar una aspirina. —

      – No quiero nada! – grité y, entonces agarré la manzana mordida y la lancé al bote de basura.

      Después de ver el lanzamiento, la papelera volcada y la fruta por el suelo, Golikov comentó: – Tú eres un basquetbolista malo. —

      Movió la cabeza y fue a corregir las consecuencias del lanzamiento errado. Yo me quedé solo con mis malos pensamientos sintiéndome peor que nunca. La vida y el trabajo me mostraron, de un trancazo, su lado desagradable. Largo rato estuve sin tocar el teclado y el monitor se apagó. El espejo negro del monitor me mostró mi rostro endurecido y los contornos oscuros de la oficina, como si el mundo y yo hubiéramos caído en la penumbra. Ya fue insoportable mirar esa pantalla negra.

      Golpeé algunas clavijas y en la ventanita que apareció en el monitor puse mi clave y abrí las tablas de movimientos por cuentas. Había que hacer algo para que esas ideas opresivas no me afectaran más. Mi memoria visual recordaba los números perfectamente. Al fin y al cabo, yo soy matemático y no un poeta. El flujo de números que correspondían a cantidades de dinero, me metió en un embudo mental obligándome a compararlas y analizarlas. A la hora yo había encontrado toda una serie de operaciones dudosas.

      – Otros errores. Algo no está bien, – mascullé y copié las sumas de dinero y los números de cuenta en un archivo separado.

      – Que pasó ahora? – Golikov expresó su desagrado y se acercó hacia mí, dudoso.

      Imprimí la hoja y le expliqué:

      – Mira. En las relaciones diarias están las transferencias, pero en el resultado final del mes, no. —

      Oleg empujó su silla con rueditas y se acercó a mí. Su mirada era punzante e irónica. Hizo sonar sus dedos cerca de mis oídos, como si me hubiera quedado dormido, para despertarme.

      – Epa, idealista, despiértate! Piensa: ¿con que estamos trabajando? ¿Débitos-créditos? Esos se manejan fácilmente. Nosotros no somos el Banco Central en quien todo el mundo confía. Radkevich escogió otro nicho para el negocio.

      – Tomar el dinero y hacernos los locos? —

      – Hasta ahí no hemos llegado. Nuestro banco presta servicios de un tipo particular. —

      – Cuales? —

      – En dos palabras: el dinero ilegal hay que lavarlo, los funcionarios corruptos tienen que cobrar los sobornos y ponerlos en cuentas off shore. ¿Hay una necesidad? Habrá una sugerencia. —

      – Cobrar y esconder. —

      – Por fin se comprendió. —

      Me sentí insultado:

      – Hace meses trabajo en programas con obstáculos para ladronzuelos, y ahora esto… —

      – Pero que te pasa? – Oleg empezó a disgustarse. – No eres el mismo de antes. —

      – Algo sucedió. —

      – Que? —

      Yo no quería hablar de mi hija. Para una persona ajena era solo una información curiosa, pero para mí era un dolor constante.

      – Esto sucedió! – Golpeé, con la palma de la mano, la página impresa.

      Con aspecto sombrío, Golikov me miró fijamente, como si me viera por primera vez. Desafiante, le respondí su pregunta silenciosa:

      – Que?

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