Al filo del dinero. Sergey Baksheev

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Al filo del dinero - Sergey Baksheev

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Mikhailovich, la falla fue por culpa de Grisov, —

      – ¡Eso no fue una falla, lo hicieron a propósito! Tengo pérdidas y ustedes no hacen un coño. —

      – No es mi culpa, por mi trabajo respondo yo. Pero Yury Andreevich…

      – Que estás queriendo decir? Habla claro. —

      – Él sobrecargó el programa de control de los cajeros. Después de eso empezaron las fallas. —

      – Por qué? ¿Fue un error? —

      Golikov comprendió que ahí le surgió una oportunidad. No es pecado utilizar el error de su superior, si eso lo hace ocupar su sitio. Él habló rápidamente, bajando la voz y mirando, atentamente, la puerta:

      – Boris Mikhailovich, temo por Grisov. No está bien de la azotea. Literalmente. Ayer llegó pálido, medio ido, y hoy está igual. Le pregunté cuales cambios había hecho en el programa y él lo no recuerda. Realmente no lo recuerda, los ojos vacíos. Tengo la impresión de que a Grisov le empieza a patinar el coco. Véalo usted mismo. Él podría hacer algo. —

      – Ya lo hizo. ¿Puedes arreglar eso? —

      – Puedo tratar. —

      – Trata. Habla con otros empleados y le dices a Grisov que venga a hablar conmigo, inmediatamente.

      Cuando volví del baño, en un estado horrible, encontré al colega en mi puesto de trabajo. Oleg, sin separarse del monitor, me informó:

      – Radkevich te llama. Que vayas ya. —

      – Justamente, yo también quería hablar con él, – murmuré yo, sumergido en mis problemas.

      Tan pronto entré en la oficina del presidente, Radkevich me lanzó una mirada irritada y frunció el ceño con disgusto a la vista del pálido y desvencijado empleado.

      – ¿En qué estás pensando, Grisov? —

      – Quería hablar con usted. Necesito un préstamo. —

      – Préstamo? —

      – Doscientos mil euros. Mi hija… Aunque sean ciento cincuenta. —

      – Que? – Radkevich saltó de su asiento. – Respóndeme una pregunta: ¿tú actualizaste hoy el programa de control de los cajeros automáticos? —

      – Mire… – Yo me enredé.

      – Que hay que mirar? A mí me dijeron que por tu culpa perdí plata. Y eres tan insolente que vienes a pedirme dinero. No, ¡no es una simple insolencia, es una burla! —

      – Disculpe, a mí hoy… —

      – A mí no importa que te pasó hoy! Ayer hablamos, aparentemente estuviste de acuerdo y entonces, hoy me saboteas. —

      – No. —

      – Eso no te lo acepto! —

      – Trataré… —

      Con desprecio, Radkevich me miró a la cara.

      – Estás drogado? —

      – Dos pastillitas nada más, tranquilizantes. – Respondí, pero me arrepentí de haberlo hecho.

      – Pastillitas, o sea… – El banquero sacudió la cabeza y movió la mano como espantando algo. – No me toques más la computadora. Estás libre. Completamente libre. Estás despedido a partir de hoy, Grisov. —

      – Pero como… – Ante mis ojos apareció mi hija enferma, y ante los de Radkevich la suma en el gráfico de las pérdidas.

      – Vete! – Gritó.

      Yo abandoné la oficina como en un sueño. ¿Será que mi enfermedad se ve en mi rostro? Apenas hoy me entero y ya es una pesadilla. ¿Y ahora que va a pasar?

      En mi sitio de trabajo me recibió un cortés y disminuido Golikov.

      – Mira viejo, me llamaron para decirme que no te permitiera acercarte a los computadores. Debes recoger tus cosas y… – La mirada de Oleg, elocuentemente, se dirigió hacia la puerta. – Disculpa, es orden de Radkevich.

      Y solo en ese momento comprendí lo irreversible. Me están despidiendo. No voy a recibir ningún préstamo, y los préstamos viejos no voy a poder pagarlos. Nos quitan la casa, el carro, y todo eso, legalmente. Mi hija no tendrá la curación necesaria, mi esposa me odiará y seré un pobre y enfermo.

      Una empleada de la oficina de personal trajo unos papeles para que yo los firmara.

      – Yo tengo derecho a una compensación, – le recordé.

      – Este no es el caso. – La mujer se sonrió levemente y recogió los documentos.

      – Por qué no? En el caso de despido me deben… —

      Pero la amable mujer ya había abandonado la oficina. Golikov había bloqueado el acceso a todos los computadores, excepto el suyo, y se enfrascó en su trabajo, como si yo no estuviera ahí. Me sentí impotente: soy un sobrante, están botándome. Y en ese momento sentí una gran indignación. ¡Ah, ¿sí?! No tengo nada que perder y pronto muero. Por eso puedo hacer lo que quiera. Por ejemplo, romperle la jeta al presidente.

      Escribí en una hoja de papel el salario de tres meses, subí corriendo el piso y entré como una tromba a la oficina de Radkevich.

      – Hicimos un convenio donde yo tengo una compensación de tres meses de sueldo. – Le puse la hoja de papel en el escritorio y me acerqué al director.

      Éste respondió suavemente con una sonrisa torcida y sin esconder la burla:

      – Métete ese convenio por el trasero. —

      Le lancé el puñetazo por encima del escritorio, pero Radkevich, ágilmente, se cubrió con la lámpara de mesa. El golpe llegó a la pantalla de mesa y el vidrio se rompió, hiriéndome la mano. Cuando vi la sangre en mis nudillos me tranquilicé. Mi propia sangre me recordó el virus incurable que me consumía desde adentro.

      – Vete pál carajo, ¡engendro! – gritó el banquero. – Me voy a encargar de que no te contraten en ningún banco. ¡Haz de cuenta de que tienes una etiqueta negra encima! —

      La mención de una etiqueta me golpeó. El VIH es una etiqueta negra con la cual la sociedad estigmatiza a los desgraciados.

      Comencé a retirarme. En el camino cayó en mi mirada la fotografía del trío de caballos la cual utilizó el dueño de la oficina para mostrar las gríngolas útiles para dirigir al caballo. Arranqué el cuadro de la pared y estuve a punto de estrellarlo contra el piso, pero en el último momento me di cuenta de que los caballitos me caían bien. Entonces salí con el bello poster en las manos.

      A mi oficina no volví, me fui de una vez hacia la puerta. En la entrada del banco me detuvo el vigilante. El debía comprobar que el funcionario despedido no se llevaba algo valioso y confidencial. En mis manos solo estaba el poster.

      – No

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