El lado perdido . Sally Green

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El lado perdido  - Sally  Green Una vida oculta

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para mí, pero usaba las piedras para ayudarme a recordar incidentes y peleas; cómo murieron. Ya lo he olvidado; todos los enfrentamientos se han desdibujado en un único e interminable festín de sangre. Pero hay cincuenta y dos piedrecitas en mi pila.

      Las botas de Gabriel dan un giro de noventa grados y se quedan quietas uno o dos segundos antes de decir:

      —Necesitamos más leña. ¿Vendrás a ayudarme?

      —Dentro de un rato.

      Sus botas se quedan ahí unos cuantos segundos más, luego dan otro giro de cuarenta y cinco grados y aguardan cuatro, cinco, seis segundos más, y luego comienzan a internarse en el bosque.

      Saco la piedra blanca de mi bolsillo. Tiene una forma ovalada, blanca, pura, de cuarzo. Lisa pero no brillante. Es la piedra de Annalise. La encontré una vez en el fondo de un riachuelo cuando la estaba buscando a ella. Me pareció una buena señal. Estaba seguro de que encontraría su rastro ese día. No lo hice, pero lo haré, tarde o temprano. Cuando termine con ella no agregaré la piedra a esta pila, sino que la desecharé. Desaparecerá. Igual que ella.

      Quizás entonces los sueños se detengan. Lo dudo, pero nunca se sabe. Sueño mucho con Annalise. A veces, incluso los sueños comienzan siendo agradables, pero el confort no dura mucho. A veces ella le dispara a mi padre exactamente igual que en la BB. Si tengo suerte me despierto antes, pero a veces la pesadilla sigue y sigue, y es como revivirlo todo una vez más.

      Quisiera soñar con Gabriel. Ésos serían buenos sueños. Soñaría que escalamos juntos como solíamos hacerlo, y seríamos amigos como en los viejos tiempos. Ahora somos amigos, siempre seremos amigos, pero es distinto. No hablamos mucho. A veces me cuenta acerca de su familia o de cosas que hizo hace años, antes de todo esto, o habla sobre escalar o sobre un libro que leyó o… no sé… sobre cosas que le gustan. Él es bueno para hablar, pero yo soy un asco para escuchar.

      El otro día me estaba contando una historia sobre una escalada que hizo en Francia. Iba por la parte alta de un río y el paisaje era muy hermoso. Lo escucho y me imagino el bosque por el que caminó para llegar hasta allí, y describe el barranco y el río, y luego ya no pienso para nada en eso sino en el hecho de que Annalise sigue con vida. Y me doy cuenta de que una parte de mí me pide: ¡Escucha a Gabriel! ¡Escucha su historia! Pero otra parte de mí sólo piensa en Anna­lise y me dice: Mientras él habla, Annalise está en alguna parte, libre.Y mi padre está muerto y ni siquiera sé dónde está su cuerpo, sólo que, claro, una parte de él está en mí porque me devoré su corazón, y ésa debe ser la cosa más enfermiza de todos los tiempos, y aquí estoy yo, esta persona, este chico que se comió a su padre. Y estoy sentado junto a Gabriel, mientras él habla de la maldita escalada y de cómo tuvo que vadear el río, y yo pienso en cómo devoré a mi propio padre y en que lo abracé mientras moría, y que Annalise está paseando por ahí, libre. Pero Gabriel sigue hablando de montañismo, y ¿cómo puede estar tranquilo y dar la impresión de que todo marcha bien? Así que le digo con toda la calma que puedo: “Gabriel, ¿puedes dejar de hablar sobre tu maldita escalada?”. Lo digo muy bajito porque si no gritaré.

      Y él se detiene y luego responde: “Claro. Pero ¿serías capaz de decir una oración sin maldecir?”. Está bromeando conmigo, trata de tomarse las cosas a la ligera, y sé lo que está haciendo, pero de alguna manera su actitud me enfada todavía más, así que le digo que se vaya a la mierda. Salvo que no sólo digo mierda, sino otras palabras también, y luego casi no logro detenerme, bueno, no puedo detenerme en absoluto, y le grito una y otra vez, así que intenta abrazarme, intenta cogerme del brazo pero yo lo aparto de un empujón y le digo que se marche o le haré daño, y entonces desaparece.

      Me tranquilizo después de que se ha alejado. Y luego siento un gran alivio porque estoy solo, y puedo respirar mejor cuando estoy así. Me siento bien un rato y luego, cuando estoy adecuadamente calmado, me odio porque quiero que él toque mi brazo y me cuente su historia. Quiero que hable conmigo, quiero ser normal. Pero no lo soy. No puedo serlo. Y todo es culpa de ella.

      Estamos sentados juntos mirando la fogata. Me he repetido que debo hacer un mayor esfuerzo para hablar con Gabriel. Hablar, como una persona normal. Y escuchar también. Pero no se me ocurre nada que decir. Tampoco Gabriel ha hablado mucho. Creo que está molesto por lo de las piedras. No le he contado nada sobre las dos que agregué ayer. No quiero hablarle sobre eso… sobre ellas. Raspo mi plato de peltre aunque sé que ya no queda nada en él. Hemos comido queso y sopa instantánea; era un caldo insípido, pero algo es algo. Todavía estoy hambriento y sé que Gabriel también lo está. Está mortalmente flaco. Demacrado, ésa es la palabra. Alguna vez alguien usó esa palabra conmigo. Recuerdo que también entonces tenía hambre.

      —Necesitamos carne —le digo.

      —Sí, sería un bonito cambio.

      —Mañana pondré unas trampas para conejos.

      —¿Quieres que te ayude?

      —No.

      Guarda silencio, atiza la fogata.

      —Lo hago mejor solo —digo.

      —Lo sé.

      Gabriel atiza la fogata de nuevo y yo vuelvo a mi plato vacío.

      Fue Trev quien lo dijo, que me veía demacrado. Intento recordar cuándo, pero no me viene a la mente. Lo recuerdo caminando por la calle en Liverpool, llevando una bolsa de plástico. Luego recuerdo a la chica fain que estaba ahí también y a los Cazadores que me perseguían, y todo parece un mundo distinto en una vida distinta.

      Le digo a Gabriel:

      —Recuerdo a una chica que conocí en Liverpool. Una fain. Era dura. Tenía un hermano y él tenía una pistola… y perros. O quizá no era su hermano. No, era otra persona la de los perros. Su hermano tenía una pistola. Ella me lo contó, pero nunca lo vi. En fin, fui a Liverpool para conocer a Trev. Era un tipo raro. Alto y… no sé… callado, y caminaba como si se deslizara por el suelo. Un Brujo Blanco. Pero bueno. Había tomado muestras de mi tatuaje, el de mi tobillo. Sangre, piel y hueso. Intentaba averiguar qué hacían esos tatuajes. En fin, llegaron los Cazadores y huimos, pero se me cayó la bolsa de plástico con las muestras, así que tuve que regresar, y una chica fain las había encontrado. Me las devolvió y después las quemé.

      Gabriel me mira, como si esperara que le contara el resto de la historia. No estoy seguro de cuál es el resto de la historia pero entonces lo recuerdo.

      —Había dos Cazadores. Casi nos atrapan, a mí y a Trev. Pero la chica, la que tenía el hermano, era parte de una pandilla de fains. Atraparon a los Cazadores en vez de a nosotros. Me fui. No sé qué les hicieron —miro a Gabriel y digo—: entonces nunca se me cruzó por la mente matar a los Cazadores. Ahora no dudaría en hacerlo.

      —Ahora estamos en guerra —interviene Gabriel—. Es distinto.

      —Sí. Vaya que es distinto.

      Y luego agrego:

      —Yo era el demacrado entonces, y ahora lo eres tú.

      —¿Demacrado?

      Y me percato de que no le he dicho por qué comencé la historia, y en realidad los dos estamos demacrados y de todos modos no puedo molestarme en explicarlo, así que continúo.

      —No importa —digo.

      Nos quedamos mirando la fogata. El único trozo de resplandor en kilómetros a la redonda. El

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