Stranger Things. Brenna Yovanoff
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—No me llames así. Sólo Max.
Billy se giró para mirarme. Su rostro estaba relajado. Luego sonrió perezosamente.
—Bien. Eres una gran bocas.
Me encogí de hombros. No era la primera vez que lo escuchaba.
—Sólo cuando la gente me hace enfadar.
Rio, y su risa sonó grave y áspera.
—Bien. Mad Max, entonces.
En el estacionamiento, el Camaro estaba aparcado bajo una farola; era tan azul que parecía una criatura de otro mundo. Algún tipo de monstruo. Quería tocarlo.
Billy se había dado la vuelta otra vez. Estaba apoyado en la barandilla con el cigarrillo en la mano, mirando el avance de los karts a lo largo de la pista cercada por neumáticos.
Envié la última pelota a la taza de cien y tomé mis tiques:
—¿Quieres correr?
Billy resopló y le dio una calada al cigarrillo.
—¿Por qué querría perder el tiempo dando vueltas con un kart cuando sé conducir?
—Yo también sé conducir —dije, aunque no era exactamente cierto. Papá me había enseñado a usar el embrague una vez en el aparcamiento de un restaurante Jack in the Box.
Billy ni siquiera parpadeó. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una nube de humo.
—Seguro que sí —dijo. Parecía aburrido, un espacio en blanco bajo las luces de neón, pero sonaba casi amistoso.
—Sí sé. En cuanto tenga dieciséis años, voy a conseguir un Barracuda y conduciré hasta la costa.
—Un ’Cuda, ¿eh? Eso es un montón de caballos de fuerza para una niña pequeña.
—¿Y? Puedo conducirlo. Apuesto a que también podría conducir el tuyo.
Billy se acercó y se agachó para mirarme directamente a la cara. Tenía un olor marcado y peligroso, como a productos para el cabello y cigarrillos. Todavía sonreía.
—Max —dijo con voz maliciosa y canturreada—. Si crees que podrás acercarte a mi coche, estás absolutamente equivocada —pero estaba sonriendo cuando lo dijo. Rio de nuevo, pellizcó la colilla y la arrojó. Sus ojos brillaban.
Y pensé que todo era una gran broma, porque de esa manera era como hablaban los tipos de esa clase. Los vagos y los maleantes que papá conocía, todos los que se reunían en el Black Door Lounge al final de la calle de su apartamento en East Hollywood. Cuando hacían bromas sobre la temeraria hija de Sam Mayfield o me fastidiaban hablando sobre chicos, sabía que sólo bromeaban.
Billy se cernió sobre mí, estudiando mi rostro.
—Sólo eres una niña —dijo de nuevo—. Pero supongo que incluso las niñas pueden distinguir una buena carroza cuando la ven, ¿no?
—Claro —dije.
Pero, de hecho, yo había sido lo suficientemente tonta para creer que éste era el comienzo de algo bueno. Que los Hargrove estaban aquí para que todo fuera mejor, o estuviera bien, por lo menos. Que esto era una verdadera familia.
CAPÍTULO DOS
Mi primer día en la escuela secundaria Hawkins fue un martes, para entonces el curso ya había empezado hacía más de un mes. Mamá no nos había obligado a ir el día anterior porque todavía no tenían todos nuestros documentos. Pero esa mañana, ella asomó la cabeza en mi habitación y me dijo que me levantara.
Todas mis cosas estaban todavía en cajas, y pensé que me haría deshacer el equipaje, pero sólo sonrió y me dijo que era hora de ir a la escuela. Me dio la impresión de que tal vez tener a Billy por ahí todo el tiempo comenzaba a volverla un poco loca. O tal vez finalmente se había dado cuenta de que me había pasado tres días en la sala de juegos. Y habría pasado un cuarto día allí, pero no podía faltar a la escuela para siempre y, de todas formas, ya no tenía más dinero para fichas.
Después del desayuno saqué mi mochila y mi monopatín y salí detrás de Billy.
El Camaro olía como siempre, a laca para el cabello y cigarrillos. Billy se deslizó en el asiento del conductor y encendió el motor. El automóvil rugió al despertar con un gruñido irregular, y un instante después ya estábamos arrasando la carretera rural de dos carriles, rumbo a la ciudad, más allá de bosques y campos y montones de ganado.
En el asiento del conductor, Billy mantenía la mirada al frente.
—Dios, este lugar apesta. Apuesto a que ya estás planeando tu próxima fuga de la cárcel, ¿no?
Miré por la ventanilla, con la barbilla apoyada en la mano.
—No.
Mamá estuvo a punto de sufrir una embolia cuando la policía me llevó a casa desde la estación de autobuses de San Diego. Ella no paró de hablar de cuánto los había asustado, y lo peligroso que era simplemente salir corriendo a Dios sabría dónde, pero estaba completamente equivocada, perdida; no había entendido nada. Yo no había salido corriendo a Dios sabría dónde, me iba a Los Ángeles para ver a papá. Claro que para mamá, sin embargo, eso había significado más o menos lo mismo.
Desde que se habían separado, papá había estado viviendo en un pequeño y asqueroso apartamento en East Hollywood con alfombras apelmazadas y ventanas tan sucias que hacían que todo pareciera como si estuviera bajo el agua.
Él se quemaba con el sol incluso más fácilmente que yo: era un irlandés con el cabello tan oscuro que parecía teñido, pero podías ver las venas a través de su piel. Sabía de ciencias y de matemáticas y todas las respuestas al crucigrama del domingo, y podía abrir un candado Master Lock con un clip y la lengüeta de una lata de Coca-Cola.
Mamá no lo soportaba cuando pasaba la noche con él. Se preocupaba por todo: los ladrones y los accidentes de tráfico y si tendría o no una hora para irme a dormir. Incluso cuando se llevaban bien, él siempre la fastidiaba dejándome hacer las cosas que ella no me permitía. No era difícil hacer que mamá enloqueciera presa del pánico, pero las cosas que le preocupaban con respecto a él ni siquiera eran tan importantes. No me llevaba a peleas de perros, él sólo me enseñaba a usar su taladro para hacer un cochecito con cajas de naranjas y ruedas de patines.
Después del divorcio, mamá se volvió todavía más nerviosa y papá, más descuidado. Cuando regresaba a casa con la camiseta rota o un rasguño en la rodilla, ella prácticamente se ponía histérica. Nunca le conté sobre la lección en el estacionamiento en Jack in the Box ni que él me dejó montar en el asiento del conductor de su viejo y destartalado Impala.
Cuando le explicaba los fines de semana en casa de papá, era fácil omitir las partes que ella no aprobaba. Como por ejemplo que él siempre llegaba tarde para recogerme en la estación de autobuses, o que a veces se quedaba dormido frente al televisor. Los fines de semana le gustaba conducir hasta el hipódromo, y yo me sentaba en un taburete de plástico