Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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de impresionante familiaridad para mí y, sin embargo, lleno de inquietantes novedades. Noté que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas y que el foso había sido rellenado, al mismo tiempo que se levantaban nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que vi con enorme interés y complacencia fueron las ventanas abiertas, bañadas de brillante claridad y que enviaban al exterior ecos del más alegre de los festines. Adelantándome hacia una de ellas, miré adentro y observé un grupo de personas raramente vestidas, que hablaban entre sí con gran bullicio. Como nunca había escuchado la voz humana, apenas sí remotamente podía entender lo que decían. Algunos rostros tenían expresiones que despertaban en mí antiquísimos recuerdos, otras me eran decididamente ajenas.

      Salté por la ventana y me metí en la habitación brillantemente iluminada, al tiempo que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más oscuro de los desalientos. La pesadilla no tardó en llegar, ya que no bien entré, se produjo una de las más espantosas reacciones que hubiera podido imaginar. No había terminado de cruzar el umbral cuando entre todos los presentes se propagó un inesperado y súbito terror, de terrible intensidad, que desfiguraba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los gritos más espantosos. La huida fue general y en medio del griterío y el pánico varios cayeron desmayados, siendo arrastrados por los que escapaban enloquecidos. Muchos cubrieron sus ojos con las manos y corrían a ciegas arrastrando todo por delante, tumbando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de alcanzar alguna de las numerosas puertas.

      Solo y aturdido en el deslumbrante recinto, escuchando los ecos cada vez más lejanos de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me amenazaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía desocupado, pero cuando me dirigí a una de las habitaciones creí descubrir una presencia… un intento de movimiento del otro lado del dorado arco que llevaba a otra habitación igual a la primera. A medida que me acercaba al arco comencé a observar la presencia con mayor nitidez, y luego, con el primero y último sonido que jamás pronuncié —un aullido espantoso que me desagradó casi tanto como su asquerosa causa—, contemplé en toda su espantosa intensidad el inimaginable, impresionante e inenarrable monstruo que, por obra de su sola aparición, había transformado aquella alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.

      Ni siquiera puedo decir a qué se parecía aproximadamente, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, espantoso, indeseado, inaudito y execrable. Era una aterradora sombra de podredumbre, decadencia y desolación. La descompuesta y pegajosa imagen de lo perjudicial, la bestial desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería esconder por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo —o al menos ya no lo era—, y sin embargo, con gran temor de mi parte, pude ver en sus rasgos corroídos con huesos que se distinguían, una repelente y lejana memoria de formas humanas y en sus gastadas y desintegradas ropas, una inexpresable cualidad que me sacudía más aún.

      Estaba casi inmovilizado, pero no tanto como para no hacer un pequeño esfuerzo hacia la salvación, un tropiezo hacia atrás que no pudo romper el maleficio en que me tenía apresado ese monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, hechizados por aquellos desagradables ojos vítreos que me miraban fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto tras la primera impresión, se veía ahora más confundido. Traté de alzar la mano y borrar la visión, pero estaba tan abrumado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, la tentativa fue suficiente como para perturbar mi equilibrio y, bamboleándome, camine hacia adelante para no caer. Al hacerlo logré de pronto la angustiosa noción de la proximidad de esa cosa, cuya viciada respiración tenía casi la sensación de oír. Poco menos que enardecido, pude no obstante extender una mano para contener a la pestilente imagen, que se aproximaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la podrida extremidad que el monstruo alargaba por debajo del arco dorado.

      No grité, pero todos los diabólicos vampiros que volaban en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron llegar a mi mente un alud de intimidantes recuerdos.

      En ese mismo instante supe todo lo ocurrido. Recordé hasta más allá del pavoroso castillo y sus árboles, recordé el edificio en el cual me encontraba, lo más terrible fue que reconocí la impía abominación que se levantaba frente a mí mirándome de lado, mientras yo apartaba de los suyos mis denigrados dedos.

      Pero en el universo existe el alivio además de la amargura, y ese alivio es el olvido. En el supremo terror de ese momento olvidé lo que me había asustado y la explosión del recuerdo se esfumó en un caos de repetidas imágenes. Como entre sueños, hui de aquel terrorífico y maldito edificio y eché a correr veloz y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando volví al mausoleo de mármol y bajé sus peldaños, descubrí que no podía mover la trampa de piedra, pero no lo lamenté, ya que había logrado odiar el antiguo castillo y sus árboles. Ahora avanzo junto a los fantasmas, irónicos y amables al viento de la noche, y durante el día juego entre las cavernas de Nefre-Ka, en el apartado e inexplorado valle de Hadoth a orillas del Nilo. Ya sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco lo es la alegría, salvo las fiestas sin nombre de Nitokris bajo la Gran Pirámide. Sin embargo, en mi nueva y bestial libertad casi agradezco el dolor de la alienación.

      Pues aunque el olvido me ha traído la serenidad, no por eso desconozco que soy un extranjero, un extraño a este siglo y a todos aquellos que aún son hombres. Esto es lo que descubrí desde que alargué mis dedos hacia esa cosa execrable que apareció en aquel gran marco dorado, desde que alargué mis dedos y toqué la fría e inquebrantable superficie del pulido espejo.

       The Outsider: escrito en 1921 y publicado en 1926.

      Denys Barry desapareció en algún lugar, en alguna región pavorosa y lejana de la que no sé nada. La última noche que estuvo entre los hombres yo estaba con él y escuché sus alaridos cuando el espécimen lo agredió, pero ni todos los campesinos, ni los policías del condado de Meath pudieron hallarlo, ni a él ni a los otros, aunque investigaron por todas partes. Ahora tiemblo cuando escucho croar las ranas en los pantanos o veo la luna en algún lugar solitario.

      Había congeniado con Denys Barry en Estados Unidos, donde él se había hecho rico, y lo aplaudí cuando, en el aletargado Kilderry, compró el antiguo castillo contiguo al pantano. Su padre era oriundo de Kilderry y allí, entre paisajes ancestrales, era donde Barry quería saborear su riqueza. Antiguamente, los de su estirpe se enseñoreaban sobre Kilderry y ellos habían construido y poblado el castillo pero aquellos días resultaban muy lejanos, así que durante generaciones el castillo había estado vacío y arruinado. Tras regresar a Irlanda, Barry me carteaba a menudo contándome cómo, por medio de sus cuidados, el oscuro castillo veía alzarse una torre tras otra sobre sus recuperados muros, tal como se alzaran una vez hace siglos atrás, y cómo los campesinos lo honraban por revivir los viejos días con su oro de ultramar. Más tarde surgieron problemas, y los campesinos dejaron de honrarlo y huyeron de él como de una maldición. Entonces me envió una carta solicitándome que lo visitara, ya que se había quedado solo en el castillo sin nadie con quien hablar, aparte de los nuevos criados y peones contratados en el norte.

      La fuente de todos los problemas era el pantano, según me refirió Barry la noche de mi llegada al castillo. Alcancé Kilderry en un atardecer veraniego, mientras el dorado de los cielos iluminaba el verde de las colinas, los árboles y el azul de la ciénaga donde, sobre un distante islote, unos raros escombros antiguos brillaban de forma espectral. El atardecer resultaba verdaderamente grato, pero los campesinos de Ballylough me habían advertido y decían que Kilderry estaba maldita, por lo que casi me agité al ver los altos torreones dorados por el resplandor. El auto de Barry me había recogido en la estación de Ballylough, ya que el tren no transita por Kilderry. Los lugareños habían esquivado al coche y a su conductor que procedía del norte, pero a mí me habían dicho cosas, palideciendo al saber que iba a Kilderry. Y esa noche, tras

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