Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Tal como lo habían previsto, los tres aventureros se pusieron manos a la obra separadamente con el propósito de evitar cualquier perversa sospecha futura. Los señores Ricci y Silva se encontraron en la calle Walter al lado de la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les agradó cómo se reflejaba la luna en las rocas pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los encorvados árboles, tenían cosas más importantes en qué pensar que dejar volar su imaginación con tontas supersticiones. Temían que fuese una tarea terrible hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para saber el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos de mar son particularmente tercos y malvados. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y débil, y ellos eran dos personas que iban a saludarlo. Los señores Ricci y Silva eran especialistas en el arte de volver volubles a los testarudos y los gritos de un enfermizo y más que respetable anciano no son difíciles de apagar. Así que se acercaron hasta la única ventana iluminada y escucharon cómo el Terrible Anciano hablaba con tono pueril a sus botellas con péndulos. Se colocaron sendas máscaras y llamaron con sutileza en la desteñida puerta de roble.
La espera le pareció algo larga al señor Czanek, que se movía inquietamente en el coche estacionado en la calle Ship, junto al muro posterior de la casa del Terrible Anciano. Era una persona más sensible de lo normal y no le agradaron nada los espantosos gritos que había escuchado en la mansión momentos antes de la hora establecida para iniciar el trabajo. ¿No les había mencionado a sus compañeros que trataran con sumo cuidado al pobre y anciano lobo de mar? Muy nervioso observaba la delgada puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No paraba de mirar su reloj y se preguntaba las razones del retraso. ¿Habría muerto el viejo antes de revelar dónde escondía el tesoro y habría sido necesario hacer un registro completo? Al señor Czanek no le gustaba mucho tener que esperar a oscuras en semejante sitio. De pronto, llegó hasta él el sonido de unas ligeras pisadas o repiques en el camino que había dentro de la mansión, escuchó cómo alguien manipulaba torpemente, aunque con delicadeza, el oxidado pastillo y observó cómo se abría la pesada puerta. Aguzó la vista ante el pálido resplandor del único y agotado farol que iluminaba la calle, en un intento por verificar qué cosa habían sacado sus compañeros de aquella aciaga mansión que se percibía tan cerca. Pero no fue lo que esperaba. Allí no estaban sus compañeros ni por asomo, sino el Terrible Anciano que se apoyaba tranquilamente en su nudoso bastón y sonreía perversamente. Hasta entonces, el señor Czanek no se había fijado en el color de los ojos de aquel hombre, ahora podía notar que eran amarillos.
Los pequeños hechos suelen producir grandes sacudidas en las ciudades de la provincia. Esa es la razón por la cual los vecinos de Kingsport hablaron durante toda aquella primavera y todo el verano siguiente de los tres cuerpos horriblemente mutilados, espantosamente triturados y sin identificar —como si hubieran recibido infinitas cuchilladas y como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas— que la marea lanzó fuera del mar. Algunos hasta mencionaron cosas tan poco relevantes como el vehículo abandonado que se encontró en la calle Ship o de ciertos gritos claramente inhumanos, posiblemente de un animal extraviado, o de un ave inmigrante, oídos durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la mínima atención a las habladurías que corrían por el apacible pueblo. Era comedido por naturaleza y cuando se es tan mayor y se tiene una salud endeble la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo de mar tan longevo debe haber sido testigo, en los lejanos días de su casi olvidada juventud, de infinidad de cosas mucho más apasionantes.
The Terrible Old Man: escrito en 1920 y publicado en 1921.
La calle26
Hay una creencia popular algo extendida que dice que las cosas y los lugares tienen alma, y también otros que no lo creen; en mi caso, no puedo tomar partido, aunque sí quisiera hablar sobre la Calle.
La Calle fue creada por hombres vigorosos y con entereza; hombres de buen obrar y de esfuerzo, de nuestra sangre, llegados de las Islas Bienaventuradas, al otro lado del mar. En un inicio no fue más que un sendero hollado por aguadores que iban del manantial del bosque al puñado de casas que había junto a la playa. Luego, al llegar más hombres al creciente grupo de casas en busca de un lugar donde vivir, se levantaron chozas en la parte norte, y cabañas de recios troncos de roble y albañilería en el lado del bosque, dado que por allí les hostigaban los indios con sus flechas. Años más tarde, los hombres construyeron cabañas también en la parte sur de la Calle.
Por la Calle caminaban arriba y abajo hombres graves de cónicos sombreros, cargados casi siempre con mosquetes y armas de caza. Y también paseaban sus esposas ensombreradas y sus hijos serios. Por la noche, los hombres se sentaban, con sus esposas e hijos alrededor de gigantescas chimeneas, y leían y conversaban. Muy simples eran las cosas sobre las que leían y hablaban, pero les infundían aliento y bondad, y les ayudaban durante el día a someter el bosque y los campos. Y los hijos escuchaban y aprendían las leyes y las proezas de otros tiempos, y cosas de la entrañable Inglaterra que nunca habían visto o no podían recordar.
Hubo una guerra, y los indios no volvieron a turbar la Calle. Los hombres, dedicados a su trabajo, prosperaron y fueron todo lo felices que sabían ser. Y crecieron los hijos en la prosperidad, y llegaron más familias de la Madre Patria a vivir en la Calle. Y crecieron los hijos de los hijos, y los hijos de los recién llegados. El pueblo fue entonces una ciudad; y una tras otra, las cabañas cedieron el paso a las casas: sencillas y hermosas casas de ladrillo y madera, con escalinata de piedra, barandilla de hierro y montante en abanico sobre las puertas. No eran frágiles creaciones estas casas, ya que se construían para que sirvieran a muchas generaciones. Dentro tenían chimeneas esculpidas y graciosas escaleras, muebles agradables y de gusto, porcelanas de china y vajillas de plata traídas de la Madre Patria.
De esta manera, la Calle bebió en los sueños de un pueblo joven y se alegró cuando sus moradores se volvieron más refinados y felices. Donde en otro tiempo no había sino fuerza y honor, convivían ahora también el gusto y el deseo de aprender. Llegaron a las casas los libros y los cuadros y la música, y los jóvenes fueron a la universidad erigida en la llanura del norte. En lugar de sombreros cónicos y espadas cortas, de lazos y pelucas, aparecieron adoquines en los que resonaban las herraduras de los pura sangre y traqueteaban los dorados coches; y aceras de ladrillo con montaderos y postes para amarrar a los caballos.
También habían en la Calle muchos árboles variados: olmos y robles y arces respetables; de forma que en verano el escenario estaba lleno de verdor y de cantos de pájaros. Y detrás de las casas había valladas rosaledas con senderos flanqueados por setos y relojes de sol, donde por la noche brillaban mágicamente la luna y las estrellas, y las flores fragantes centelleaban con el rocío.
Así siguió entre sueños la Calle, soportando guerras, desgracias y cambios. Una de las veces se marchó la mayoría de los jóvenes, algunos de los cuales no regresaron. Eso fue cuando retiraron la vieja bandera e izaron un nuevo pendón con estrellas y barras. Pero aunque los hombres hablaban de grandes cambios, la Calle no los notó, ya que sus gentes seguían siendo las mismas y hablaban de las viejas cosas familiares en las viejas tertulias familiares. Y los árboles siguieron cobijando a los pájaros cantores, y por la noche, la luna y las estrellas contemplaban las flores llenas de rocío en las valladas rosaledas.
Con el paso del tiempo se ausentaron de la Calle las espadas, los tricornios y las pelucas. ¡Qué extraños parecían los habitantes con sus bastones, sus altos sombreros de castor y su pelo cortado! Un nuevo rumor comenzó a oírse a lo lejos: primero, extraños resoplidos y gritos procedentes del río, a una milla de distancia; luego, bastantes años después, extraños resoplidos y gritos y estrépitos en otras direcciones. El aire no era tan puro como antes, pero el espíritu del