Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Arrojamos los cuerpos a través de las escotillas dobles y nos quedamos solos en el U-29. Klenze parecía muy nervioso y bebía demasiado. Yo estaba dispuesto a seguir vivo tanto como fuera posible, empleando el generoso depósito de provisiones y el suministro químico de oxígeno, que no habían sufrido de las locuras de aquellos malditos puercos marineros. Nuestras agujas, barómetros y otros instrumentos de precisión estaban destruidos, por lo que de ahí en adelante cualquier cálculo sería un mero estimado, basado en nuestros cronómetros, almanaques y la deriva calculada a juzgar por algunos objetos que podíamos observar a través de las troneras o desde la torreta. Afortunadamente, teníamos baterías almacenadas capaces aún de largo uso, tanto para alumbrado interior como para emplear el foco exterior. A menudo barríamos con este alrededor de la nave, pero únicamente veíamos delfines nadando paralelos a nuestro propio rumbo a la deriva. Desde el punto de vista científico, yo me sentía interesado en aquellos delfines, ya que aunque el Delphínus delphis común es un cetáceo incapaz de sobrevivir sin aire, observé durante más de dos horas a uno de estos nadadores y no lo vi abandonar en ningún momento su inmersión.
Con el tiempo, observando la fauna y flora marinas, Klenze y yo llegamos a la conclusión de que seguíamos derivando hacia el sur, sumergiéndonos más y más. Leímos mucho al respecto en los libros que yo me había llevado conmigo para los ratos de ocio, sin embargo, no pude dejar de notar la escasa preparación científica de mi compañero. Su intelecto no era prusiano, sino dado a ilusiones y teorías sin valor. La cercanía de nuestra muerte le afectaba de forma curiosa y reiteradamente hablaba arrepentido sobre los hombres, mujeres y niños que había enviado a la muerte, olvidando que todo eso resultaba grande para alguien que sirve al estado alemán. Transcurrido un tiempo, comenzó a enloquecer notablemente, observando su imagen de marfil durante horas y maquinando fantásticas historias acerca de objetos perdidos y olvidados en el fondo del mar. A veces, como un experimento psicológico, yo provocaba esos desvaríos para escuchar sus infinitas citas poéticas y relatos sobre barcos hundidos. De veras lo sentía, porque detesto ver sufrir a un alemán, pero él no resultaba una buena compañía para morir. Por mi parte me sentía orgulloso, sabiendo que la patria honraría mi memoria y que mis hijos serían educados para ser hombres como yo.
El 9 de agosto vimos el suelo del océano y con el foco proyectamos un poderoso rayo de luz sobre él. Se trataba de una extensa planicie ondulada, cubierta en su mayor parte de algas y salpicado por las conchas de pequeños moluscos. Aquí y allá había objetos fangosos con formas inquietantes, rematados de algas e incrustados de percebes que Klenze supuso viejos buques hundidos. Algo lo trastornó, un pico de materia sólida sobresaliendo cerca de un metro del lecho del océano, con cerca de medio metro de ancho, lados planos y suaves superficies superiores que coincidían en un ángulo sumamente cerrado. Yo manifesté que aquel pico debía ser un afloramiento rocoso, pero Klenze creía haber observado tallas en su superficie. Tras un momento comenzó a temblar y alejó la vista como si tuviese miedo, aunque sin dar más explicación de que se sentía estupefacto ante las dimensiones, oscuridad, lejanía, antigüedad y misterio de los abismos oceánicos. Su mente estaba fatigada, pero yo soy siempre un alemán y no tardé en reconocer dos cosas: una, que el U-29 aguantaba grandiosamente la presión del mar, y otra, que los peculiares delfines seguían alrededor nuestro, incluso a una profundidad donde la mayoría de los naturalistas suponen imposible la vida para organismos superiores. Parecía indudable que yo había sobrestimado nuestra profundidad, pero aun así estábamos lo bastante abajo como para que ese fenómeno resultara trascendente. Nuestra velocidad de deriva hacia el sur, según lo medía por el suelo del océano, era más o menos la calculada mediante los seres con los que nos habíamos cruzado en niveles superiores. A las tres y cuarto de la tarde del 12 de agosto, el pobre Klenze enloqueció totalmente. Había estado en la torreta usando el reflector, antes de precipitarse en la biblioteca donde yo estaba leyendo, y su rostro lo traicionó inmediatamente.
—¡Él nos llama! ¡Él nos llama! ¡Lo estoy oyendo! ¡Tenemos que acudir! —mientras hablaba cogió de la mesa la imagen de marfil, se la metió en el bolsillo y agarró mi brazo en un intento por arrastrarme escaleras arriba hasta la cubierta. En un momento vislumbré que pretendía abrir la escotilla y lanzarse en mi compañía al exterior, una incongruencia suicida y asesina para la que yo no estaba prevenido. Cuando retrocedí y traté de tranquilizarlo se volvió aún más violento.
—Vamos ahora... no esperemos más, es mejor arrepentirse y obtener el perdón que retar y ser condenado.
Entonces yo abandoné el intento de calmarlo y lo acusé de estar loco... loco de atar. Pero él se mantuvo imperturbable y decía:
—¡Si estoy loco, estoy de suerte! ¡Qué los dioses se compadezcan del hombre que en su obstinación permanezca cuerdo hasta el fin! ¡Ven y enloquece ahora que él aún nos llama con benevolencia!
Aquel estallido pareció calmar una presión en su mente, ya que al concluir se tornó más comedido, pidiéndome que lo dejase ir solo en caso de no querer acompañarle. Mi obligación estaba clara. Él era un alemán, pero tan solo un plebeyo oriundo del Rin, y ahora se había transformado en un maniático potencialmente peligroso. Aprobando su petición suicida me libraría en el acto de alguien que era más bien una amenaza que una compañía. Le solicité que me cediera la imagen de marfil antes de irse, pero tal petición despertó en él una hilaridad tan excesiva que no me atreví a insistir. Entonces le pregunté si deseaba dejar alguna memoria o un mechón de cabello para su familia en Alemania, por si se daba el caso de que yo fuera rescatado, pero de nuevo estalló en esa extraña risa. Así que mientras él subía la escalerilla, yo asistí a las palancas y aguardando el tiempo necesario, accioné la maquina que lo envió a la muerte. Asegurándome luego de que no se hallaba a bordo, dirigí el foco alrededor del submarino tratando de lograr un último vistazo, ya que deseaba comprobar si la presión del agua lo había aplastado, tal y como debiera haber ocurrido teóricamente, o si por el contrario no había sido afectado su cuerpo, tal y como sucedía con aquellos sorprendentes delfines. De todos modos, no logré localizar a mi finado compañero ya que los delfines se apiñaban en gran número alrededor de la torreta.
Esa tarde lamenté no haber cogido secretamente la imagen de marfil del bolsillo del pobre Klenze, en el momento en que me dejó, ya que el recuerdo de aquella me fascinaba. Aun cuando no soy de temperamento artístico no podía olvidar la hermosa cabeza juvenil con su corona de hojas. Lamentaba bastante no tener con quien conversar. Klenze, aun no estando a mi altura intelectual, era mucho mejor que nada. Esa noche no dormí bien, y me preguntaba cuándo llegaría el fin con exactitud. Era obvio que tenía muy pocas oportunidades de ser rescatado.
Al día siguiente subí a la torreta y comencé la observación de costumbre con el foco. Hacia el norte el panorama era parecido al de los cuatro días que habíamos tardado en llegar hasta el fondo, pero observé que la deriva del U-29 resultaba menos rápida. Según paseaba el rayo por el sur, noté que el suelo oceánico a proa mostraba un pronunciado declive y en algunos sitios surgían bloques de piedra curiosamente regulares, dispuestos como manifestando algún tipo de planificación. La nave no bajaba paralela al fondo del océano, por lo que me vi obligado a acomodar el foco para lograr un haz de luz lo más estrecho posible. Debido a la brusquedad del cambio se desconectó un cable, lo que obligó a una pausa de varios minutos mientras lo reparaba, pero finalmente la luz se proyectó, iluminando el valle marino que tenía debajo.