Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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Entré a un recibidor pequeño, de cuyas paredes se desprendía el yeso. A través de la puerta fluía un olor particularmente desagradable. Aún con la bicicleta en la mano, ya en el interior, cerré la puerta detrás de mí. Divisé una escalera angosta que concluía en una puerta también estrecha y que, sin duda, conducía al sótano. A la izquierda y a la derecha se podían ver otras tantas puertas que debían comunicar con las otras habitaciones de la planta baja.

      Apoyé la bicicleta contra la pared, abrí la puerta de la izquierda y entré en una pequeña habitación de techo muy bajo, iluminada por dos ventanas con vidrios casi velados por el polvo y las telarañas y, prácticamente, sin muebles. Parecía haber sido una sala de estar, si se tenía en consideración el mobiliario compuesto por una mesa, algunas sillas y una gran chimenea sobre cuya repisa se distinguía un antiguo reloj del que aún se oía el tic-tac. Había algunos libros, aunque la tenue luz que llegaba hasta aquel lugar me imposibilitaba leer sus títulos. Me resultaba interesante lo antiguo que se respiraba en cualquiera de los detalles de aquel lugar. Era habitual encontrar numerosas reliquias del pasado en las casas de la región, pero aquí, la presencia de lo antiguo era impresionante. Por ejemplo, en la habitación donde me hallaba no había un solo objeto que perteneciera a una fecha posterior a la Revolución. Pese a la sencillez del mobiliario, aquella casa habría sido el paraíso de un coleccionista.

      La hostilidad que había concebido hacia la casa al verla desde lejos no hizo más que aumentar a medida que iba transitando con la mirada el paisaje que se me presentaba. Era imposible determinar cuál era la causa que me provocaba temor o desagrado. Baste con decir que había algo indefinido en la atmósfera que me hacía pensar en evocaciones de tiempos obscenos, en la más ordinaria brutalidad y en circunstancias que valía más sepultar en el olvido. Nada me inducía a sentarme apaciblemente a esperar que la lluvia cesara, así que seguí dando vueltas y reconociendo los objetos que había descubierto al entrar. Me llamó la atención un libro de tamaño mediano que estaba sobre la mesa; su apariencia era tanta antigüedad que era sorprendente verlo fuera de un museo. Tenía la encuadernación en cuero guarnecido con metal y su estado de conservación era excelente. Es de hacer notar que no era cosa de todos los días hallar semejante volumen en una casa tan sencilla. Lo abrí y descubrí con sorpresa que se trataba de la descripción del Congo que hizo Pigafetta a partir de las reflexiones del marinero Lope. Estaba escrito en latín y había sido impreso en Frankfurt en 1598.

      Había oído hablar muchas veces de aquella obra, llamativamente ilustrada por los hermanos de Bry, así que abstraído en su examen terminé por olvidar la incomodidad que me producía el lugar. Las ilustraciones eran verdaderamente únicas, decididamente inclinadas hacia la fantasía, con relativa fidelidad a las descripciones del texto. Una presencia, repetida en ellos, era la de los negros de piel blanca y rasgos caucásicos. Estuve un largo rato examinando el precioso volumen y habría seguido así mucho más si una insignificancia no hubiese venido a molestarme y a revivir mi ansiedad. Me molestaba el hecho de que quisiera o no, el libro siempre se abría en la Lámina XII, una estremecedora representación de los caníbales Anziques. No dejé de sentirme avergonzado por semejante exageración de susceptibilidad, pero en verdad permanecía la circunstancia de que aquel grabado no me agradaba en lo más mínimo, especialmente en los detalles que se referían la gastronomía anziqueña.

      Lo coloqué sobre la mesa y me giré hacia el estante que había observado al comienzo. Había pocos libros, una Biblia del siglo XVIII, un Pilgrim’s Progress del mismo siglo ilustrado con rústicos grabados de madera e impreso por el creador de almanaques Isaiah Thomas, un lamentable Magnalia Christi Americana de Cotton Mather y otros pocos libros más de la misma época. De pronto, todo mi cuerpo se puso tenso al escuchar el característico sonido de pasos en la habitación de arriba. La sorpresa se debía a la falta de respuesta a mis insistentes golpes en la puerta, pero no tardé en tranquilizarme pensando que fuera quien fuese seguramente acababa de despertarse de una intensa siesta y ya, con mayor tranquilidad, escuché el sonido estridente de la escalera revelando que alguien descendía por ella. Eran pasos firmes, aunque parecían trasmitir algo de prudencia. Por mi parte, había tenido la cautela de cerrar detrás de mí la puerta de la habitación en la que me encontraba ahora. Al otro lado de la puerta se produjo un silencio, tiempo en el que seguramente quien fuese se dedicaba a inspeccionar la bicicleta que había dejado apoyada contra la pared. Luego observé un movimiento familiar en el picaporte y vi como se abría la puerta.

      Apareció una persona con una apariencia tan estrafalaria que si no la recibí con un grito de espanto fue debido a mi muy cuidada y observada educación. Se trataba de un viejo de barba canosa, vestido solo con harapos, pero con un semblante y un porte que infundían admiración y respeto. Medía no menos de un metro noventa y a pesar de su apariencia general y la clara pobreza en que se encontraba, era de constitución fuerte y casi deportiva. Escondida por una barba que le recubría totalmente las mejillas, la piel de su rostro mostraba un tinte extraordinariamente rosado y casi no tenía pliegues. Los ojos azules, ligeramente empañados en sangre, eran de una visible vitalidad y proyectaban miradas de profunda intensidad. De no ser por su particular apariencia, el hombre hubiese impuesto su presencia distinguida y su excepcional forma física. Precisamente, la apariencia estrafalaria era lo que lo infectaba irremediablemente con un aire desagradable. No es posible detallar lo que en otro tiempo había sido su vestimenta, ahora reducida a un montón de trapos que caían sobre un par de botas de caña. Tampoco es posible señalar el grado de inmundicia de toda su persona.

      Todo eso, sumado al miedo involuntario que me poseía desde antes de su llegada, causó en mí un sentimiento de rechazo hacia el anciano. Sin embargo, fue una gran sorpresa observar, en clara contradicción con su apariencia y con los sentimientos que experimentaba, cómo me invitaba con un gesto elegante a que me sentara y me hablaba con voz débil, pero muy agradable, para declararme su respetuosa hospitalidad. Hablaba en un idioma particular, una especie de variante del dialecto yanqui a la que yo presumía desaparecida hacía mucho tiempo y que ahora tenía ocasión de estudiar, mientras hablábamos plácidamente frente a frente.

      —¿Lo sorprendió la lluvia? —comenzó la conversación—. Afortunadamente estaba cerca de la casa. Imagino que debí haber estado dormido, de lo contrario, lo habría oído… Necesito dormir muchas horas todos los días, ya no soy joven... ¿Va muy lejos? No pasa mucha gente por esta ruta desde que suprimieron la diligencia de Arkham.

      Le contesté que efectivamente me dirigía a Arkham y le pedí disculpas por haber entrado de aquel modo en su casa. El anciano volvió a hablar.

      —Me alegra verlo, señor. Son muy pocos los rostros nuevos que pueden verse por aquí y no hay mucho con qué entretenerse. Imagino que usted es de Boston. Nunca estuve allí, pero soy capaz de reconocer a alguien de esa ciudad solo con verle. En el 84 tuvimos un maestro para todo el distrito, pero un día se marchó y nadie volvió a saber de él.

      El anciano dejó escapar una especie de risa contenida y, al preguntarle, no me respondió sobre la causa de la misma. Lucía de muy buen humor, pero dejaba ver las excentricidades propias de alguien con su apariencia. Durante un rato continuó hablando solo, como si encontrara un importante placer en ello, hasta que se me ocurrió preguntarle cómo había llegado hasta sus manos un libro tan extraño como el Regnum Congo de Pigafetta. Aún no me había recuperado del asombro que me causó encontrar ese ejemplar en esa casa y por algunos momentos había reprimido mis deseos de hablar sobre ello, pero finalmente mi curiosidad fue más fuerte que todas las demás aprensiones. Afortunadamente, la pregunta no generó la iniciación de un tema incómodo para mi anfitrión, quien se entregó a una extensa explicación.

      —¿El libro africano? Se lo canjeé al capitán Ebenezer Holt por algún objeto que ahora no recuerdo, creo que en el año 68, antes que él muriera en la guerra.

      El nombre Ebenezer Holt hizo que pusiera atención de inmediato. Durante mis investigaciones genealógicas me había encontrado con aquel nombre, pero no había podido hallar datos precisos acerca de él desde los tiempos de la Revolución. Me imaginé que aquel hombre podría

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