Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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disparamos al buque carguero británico Victory que navegaba de Nueva York a Liverpool, en latitud 45° 1’ norte y longitud 28° 34’ oeste, permitiendo a la tripulación embarcar en sus botes para lograr una buena filmación cuyo fin eran los archivos del almirantazgo. El barco se hundió de forma convenientemente teatral, a pique por la proa y con la popa alzándose sobre las aguas hasta que todo el casco se orientó perpendicularmente hacia el fondo del mar. Nuestra cámara no perdió detalle y lamento que una película tan buena no pueda llegar a Berlín. Después, hundimos a cañonazos los botes salvavidas y nos sumergimos.

      Cuando emergimos, al atardecer, descubrimos el cuerpo de un marino en cubierta, aferrado de una manera muy curiosa a la barandilla. El pobre hombre era joven, bastante moreno y muy agraciado, seguramente era griego o italiano y, seguramente, tripulante del Victory. Sin duda, había buscado protección en la misma nave que se había visto obligada a destruir la suya. Una víctima más de la injusta y agresiva guerra que los malditos perros ingleses llevan a cabo contra la patria. Nuestros hombres lo registraron en busca de algo y encontraron en su bolsillo una pieza de marfil sumamente rara, tallada en forma de una joven cabeza coronada de laureles. El otro comandante, el teniente Klenze, se apoderó de ella pensando que aquello era algo muy antiguo y de gran valor artístico. Cómo había podido llegar a las manos de un insignificante marinero, era algo que ninguno de los dos podíamos figurar.

      Al arrojar el cuerpo por la borda tuvieron lugar dos sucesos que perturbaron considerablemente a la tripulación. Los hombres le habían cerrado los ojos, pero, al separarlo de la barandilla estos se abrieron, y muchos sufrieron la extraña sensación de que miraban atentamente y en son de burla a Schmidt y Zimmer quienes se hallaban inclinados sobre el cadáver. El contra­maestre Müller, un hombre mayor, al que le habría ido mejor de no ser un supersticioso rufián alsaciano, se perturbó tanto por la impresión, que estuvo observando el cuerpo en el agua, y jura que tras sumergirse un poco, colocó los brazos en posición de nadador y se impulsó hacia el sur bajo las aguas. Tanto a Klenze como a mí nos molestaron esas muestras de campesina ignorancia y amonestamos severamente a los hombres, sobre todo a Müller.

      Al día siguiente, debido al quebranto de varios miembros de la tripulación, se formó un verdadero problema. Evidentemente, estaban aquejados por algún tipo de tensión nerviosa causada por nuestro largo viaje y habían sufrido varias pesadillas. Algunos de ellos parecían confundidos y obnubilados y, tras comprobar que ninguno de ellos fingía su agotamiento, les relevé de sus funciones. El mar se hallaba bastante picado, así que nos sumergimos a una profundidad donde las olas nos resultaran un problema menor. Allí nos mantuvimos en una calma relativa, a pesar de la aparición de una misteriosa corriente de rumbo sur que no pudimos hallar en nuestras cartas. Los sollozos de los enfermos resultaban efectivamente fastidiosos, pero ya que no parecían desalentar al resto de la tripulación, evitamos tomar medidas drásticas. Teníamos la intención de continuar en aquella posición e interceptar al buque de línea Dacia, señalado en la información que recibimos de nuestros agentes en Nueva York.

      Salimos a la superficie a primera hora de la tarde y descubrimos el mar menos agitado. El humo de un buque de guerra sobresalía en el horizonte norte, pero la distancia a la que nos encontrábamos y nuestra capacidad de inmersión nos mantenían seguros. Lo que más nos inquietaba eran las habladurías del contramaestre Müller, que se hacían más inconvenientes al caer la noche. Se hallaba en un detestable estado infantil y murmuraba acerca de visiones de cuerpos muertos flotando al otro lado de las ventanillas, cuerpos que le miraban fijamente y que él, a pesar de lo hinchados que estaban, podía reconocer por haberlos visto morir durante alguna de nuestras victoriosas proezas germánicas. Y decía que su jefe era el joven hallado y arrojado al mar. Era algo absurdo y anómalo, así que mandamos que le dieran unos cuantos latigazos y le pusimos grilletes a Müller. Los hombres no se mostraron muy de acuerdo con semejante castigo, pero la disciplina es fundamental. Inclusive, rechazamos la petición de una comisión encabezada por el marinero Zimmer, que solicitaba que la rara cabeza tallada en marfil fuera lanzada al mar.

      El 20 de junio, los marineros Bohm y Schmidt, que habían caído enfermos el día antes, se volvieron locos furiosos. Lamenté que no hubiera ningún médico entre nuestros oficiales, ya que las vidas alemanas son preciosas, pero los constantes disparates de ambos marinos acerca de una espantosa maldición eran de lo más perjudicial para la disciplina, así que tuvimos que tomar una decisión severa. La tripulación aceptó este hecho de forma sombría, aunque eso pareció tranquilizar a Müller, que a partir de ese momento no volvió a dar problemas. Le liberamos por la tarde y en silencio volvió a sus labores.

      La semana siguiente todos estuvimos muy nerviosos, esperando al Dacia. La tensión aumentó con la desaparición de Müller y de Zimmer, que sin duda se suicidaron víctimas de los terrores que parecían atormentarlos, aunque nadie los vio en el momento de saltar al mar. Yo me sentía relativamente aliviado de librarme de Müller, ya que hasta su silencio había afectado muy negativamente a la tripulación. Ahora, todos parecían dados a guardar silencio, como guardando secretos temores. Muchos estaban enfermos, pero ninguno estaba trastornado. El teniente Menze, crispado por la tensión, se alteraba ante cualquier nimiedad, como por ejemplo, un banco de delfines que rondaba en número cada vez mayor en torno al U-29, o por la creciente intensidad de esa corriente sur que no aparecía en ninguna de nuestras cartas.

      Finalmente, se hizo evidente que se nos había escapado el Dacia por completo. Sucesos así no son extraños y nos sentíamos más complacidos que defraudados, ya que ahora se nos ordenaba volver a Wilhelmshaven. El mediodía del 28 de junio tomamos rumbo al noreste y pese a algún enredo bastante gracioso con la sorprendente masa de delfines, nos pusimos en marcha.

      A las dos de la tarde, la explosión en la sala de máquinas nos tomó totalmente desprevenidos. No se había detectado ningún desperfecto en las máquinas y tampoco negligencia de los hombres, pero aun así, sin previo aviso, la nave se vio sacudida de punta a punta por una gran explosión. El teniente Klenze se dirigió hacia la sala de máquinas, encontrando que el depósito de combustible y la mayor parte de la maquinaria estaba destruida, asimismo los maquinistas Raabe y Schneider habían resultado muertos en el acto. En un instante nuestra situación se había vuelto extrema, ya que aunque los renovadores químicos estaban seguros, podíamos usar los aparatos para emerger y sumergirnos y abrir las escotillas mientras tuviéramos aire comprimido y batería, nos veíamos imposibilitados para propulsarnos o conducir el submarino. Buscar la salvación en los botes salvavidas significaba ponernos a nosotros mismos en manos de enemigos extremadamente resentidos contra nuestra fuerte nación alemana, y nuestra radio había estado fallándonos desde que, debido al tema del Victory, nos pusimos en contacto con otro U-boat de la Armada Imperial.

      Desde la hora del accidente, hasta el 2 de julio, derivamos incesantemente hacia el sur sin hacer ningún plan ni encontrar nave alguna. Los delfines todavía rodeaban el U-29, una situación digna de narrar, habida cuenta de la distancia recorrida. En la mañana del 2 de julio vimos un buque de guerra que enarbolaba colores estadounidenses y los hombres se agitaron deseosos de rendirse. Al final, el teniente Klenze tuvo que usar su arma contra un marinero llamado Traube que incitaba a tal acto antialemán con especial entusiasmo. Eso calmó de momento a la tripulación y nos sumergimos sin ser vistos.

      Durante la tarde siguiente, una gran bandada de aves marinas llegó desde el sur y el mar comenzó a tornarse peligroso. Cerramos las escotillas y esperamos los acontecimientos hasta entender que debíamos sumergirnos o morir entre las montañosas olas. La electricidad y la presión de aire disminuían, y tratábamos de evitar cualquier uso innecesario de nuestros muy escasos recursos mecánicos, pero en este caso no teníamos alternativa. No bajamos demasiado, y cuando el mar se calmó horas más tarde, decidimos emerger a la superficie. No obstante, aquí surgió un nuevo contratiempo, ya que la nave no respondió a nuestro objetivo, a pesar de todos los esfuerzos realizados por los mecánicos. Según crecía el pánico entre los hombres encerrados en esta prisión submarina, algunos de ellos comenzaron a murmurar contra la cabeza de marfil del teniente Klenze, pero los aplacó la visión de una pistola automática. Tuvimos ocupados, tanto como pudimos, a los pobres diablos

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