Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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El anciano introdujo una mano entre sus harapos y de allí sacó un par de lentes grasientos e increíblemente antiguos, de aquellos con pequeñas lentes octogonales y patillas de acero. Se las puso, tomó con extremo cuidado el libro y se puso a pasar las páginas.
—Ebenezer podía leer este libro. Está en latín. ¿Lo sabía? Dos o tres maestros me leyeron algunas partes, el reverendo Clark, de quien se dice que murió ahogado en la laguna, también me leyó algo… ¿Usted puede entender lo que dice?
Le dije que sí y para comprobarlo le traduje un fragmento del comienzo. Tal vez cometí algunos errores, pero el anciano no era ningún latinista que pudiera enmendarme. Además, parecía satisfecho con mi versión. Su cercanía se iba incrementando y, al mismo tiempo, se me hacía cada vez más insoportable, pero no encontraba la manera de recuperar la distancia sin que se sintiera ofendido. Me complacía el infantil entusiasmo de aquel anciano iletrado ante los grabados de un libro que no podía leer. Me preguntaba si acaso sabría leer los libros en inglés que estaban sobre la repisa. Reparé en esa simpleza y de pronto sentí como grotescos todos los recelos que había estado sintiendo.
—Es interesante cómo los grabados pueden hacerlo pensar a uno. Por ejemplo, veamos este que está al inicio. ¿Ha visto usted alguna vez árboles más grandes que estos, con hojas tan fabulosas colgando de las ramas? Y estos hombres… no pueden ser negros… da la impresión de que fueran indígenas a pesar de que están en África. Algunos de estos individuos que están aquí miran como si fuesen monos, o medio monos y medio hombres. Nunca escuché de nada parecido a esto —dijo señalando una rara criatura que parecía un dragón con cabeza de lagarto.
—Sin embargo, aun no hemos visto el mejor de todos. A ver, está por aquí, en medio del libro… —su hablar se volvió más denso y sus ojos brillaron con un extraño resplandor.
El libro se abrió inequívocamente en la página que contenía la Lámina XII. Me volvió a sorprender la sensación de intranquilidad, aunque traté que ella no se mostrara en mi cara. Volví a verla y comprobé que lo realmente extraño era que el artista había dibujado a los africanos como si se tratase de hombres blancos. De los muros dibujados colgaban piernas y brazos en una situación evidentemente desagradable, mientras que el carnicero, hacha en mano contribuía al clímax. No obstante, mientras a mí aquel cuadro me horrorizaba, al anciano, en cambio, le encantaba.
—¿Qué le parece? ¿A que nunca había visto nada similar?
Apenas lo miré, le dije a Eb Holt que era algo como para encenderle la sangre a uno. Cuando leo en las Escrituras acerca de las aniquilaciones, la de los medianitas, por ejemplo, me imagino escenas como esta. Aquí está todo lo que se necesita para recrearlo. Tal vez sea pecado, pero, ¿acaso no vivimos todos en pecado? Cada vez que veo a este hombre cortado en trozos siento como un hormigueo que me atraviesa todo el cuerpo. No puedo quitar la vista del grabado. ¿Observó cómo el carnicero separó los pies de un solo hachazo? Sobre el banco está la cabeza y un brazo... el otro está más lejos…
En su peculiar lengua, el anciano era poseído por un nefasto éxtasis, su rostro barbudo cobró una intensa expresividad, pero por el contrario el tono de su voz iba desvaneciéndose. Por mi parte, era un mar de emociones encontradas. Había vuelto a sentir todo el pánico que confusa e intermitentemente había sentido desde que vi la casa, causándome un fuerte rechazo hacia aquella detestable criatura que tenía a mi lado. No podía entender la locura y la perversión de la que hacía alarde, pero lo que más me impresionaba era su voz, que ahora no pasaba de ser un ronco susurro mucho más pavoroso que cualquier grito.
—En efecto, es muy curiosa la capacidad de los grabados para hacer pensar a uno. Joven, me refiero a este. Cuando Eb me entregó el libro solía dedicarme a mirarlo muy a menudo, especialmente después que el pretensioso reverendo Clark blasfemaba todos los domingos. Si no se asusta, joven, me permitiré narrarle una travesura que se me ocurrió una vez. Antes de sacrificar las ovejas para venderlas en el mercado, yo solía mirar el grabado. Era mucho más agradable matar las ovejas después de observarlo…
La voz del anciano continuaba disminuyendo; por momentos no podía escuchar algunas de sus palabras que eran cubiertas por el ruido de la lluvia o por el traqueteo de algunas maderas sueltas. Súbitamente se escuchó el ruido de un rayo, fenómeno particularmente extraño para la época del año en que nos encontrábamos. Primero el resplandor y a continuación el ruido produjo un estremecimiento hasta las bases de la casa. Sin embargo, el anciano, totalmente sumergido en su relato, parecía no haberlo notado.
—¿Matar ovejas era muy agradable… pero usted ya sabe, no era tan agradable. Es verdaderamente raro cómo uno llega a entusiasmarse con un grabado. Confío en que usted no revelará lo que voy a contarle. Le juro por Dios que observaba el grabado y se me desataba un hambre de alimentos que no podía adquirir ni cultivar… no se ponga nervioso… ¿le pasa algo? Después de todo no hice nada… solo me cuestionaba ¿qué habría sucedido de haberlo hecho?… Se dice que la carne es algo bueno para el cuerpo humano, que vigoriza la vida, así que me preguntaba si el hombre no podría extender mucho más su existencia si comiese una carne más similar a la suya.
En este punto el susurro del anciano se apagó completamente. La interrupción no se debió al pavor que evidentemente yo no podía disimular, ni a la cada vez más furiosa tempestad. La razón fue un hecho mucho más simple, aunque sorprendente.
Frente a nosotros se encontraba el libro abierto, naturalmente, con el repugnante grabado mirando hacia arriba. Al pronunciar el anciano la frase “más parecida a la suya”, se escuchó un sutil goteo sobre el papel amarillento del grabado. Al principio pensé que se trataría de una gotera que se había colado por alguna de las tantas grietas del techo, pero la lluvia no es roja. Sobre la carnicería de los caníbales de Anzique brillaba una pequeña gota de color rojo que le daba una intensidad adicional al ya de por sí pavoroso detalle. Fue al ver esa gota que el anciano paró de hablar, de inmediato, levantó la cabeza dirigiendo su mirada al piso de la habitación de la que había bajado un momento antes.
Acompañé el camino de su mirada y exactamente sobre nosotros vi una gran mancha irregular de una sustancia húmeda y roja que parecía ir creciendo a medida que la mirada continuaba detenida en ella. Permanecí quieto y callado donde me encontraba, pero sin poder soportar el espectáculo cerré los ojos. Instantes después escuché cómo se descargaba otro rayo descomunal, que esta vez atinó de lleno en la casa haciéndola saltar por los aires y borrando para siempre sus enmarañados secretos. También derramó el olvido que permitió la protección de mi mente.
The Picture in the House: escrito en 1920 y publicado en 1921.
El templo24
Yo, Karl Heinrich Graf von Altberg-Ehrenstein, capitán de corbeta de la Armada Imperial Alemana y al mando del submarino U-29, el día 20 de agosto de 1917 lanzo esta botella y este informe en el océano Atlántico, en una ubicación que me es desconocida pero que probablemente ronda los 20° de latitud norte y los 35° de longitud oeste, donde mi nave reposa averiada en el fondo del océano. Hago esto porque es mi deseo dar a conocer a la luz pública ciertos hechos sorprendentes dado que probablemente no sobreviviré para dar estas noticias en persona, ya que las circunstancias que me rodean son tan amenazadoras como asombrosas e incluyen, no solo el fatal daño del U-29, sino inclusive el desmayo de mi férrea voluntad alemana en una forma de lo más