Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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El cielo había oscurecido la tarde en que llegaron a Tegea los emisarios del tirano. Era sabido de sobra que llegaban para hacerse cargo de la gran escultura de Tycho y para brindar imperecederos honores a Musides, por los que los próxenos les dedicaron un recibimiento sumamente caluroso. Ya, al caer la noche, sobre la cima del Menalo se desató una violenta ventisca, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder reposar a gusto en la ciudad. Hablaron sobre su ilustrado tirano y del esplendor de su ciudad, regocijándose en la gloria de la estatua que Musides había cincelado para él. Y entonces los hombres de Tegea hablaron acerca de la humanidad de Musides y de su honda tristeza por la pérdida de su amigo, así como de que ni las inminentes recompensas del arte lograrían animarlo ante la ausencia del Calos que podría haberlas disfrutado en su lugar. También mencionaron el árbol que crecía en la tumba junto a la cabeza de Calos. El viento comenzó a aullar aún más pavorosamente y tanto los siracusanos como los arcadios elevaron sus plegarias a Eolo.
Al día siguiente, los próxenos condujeron a los mensajeros del tirano cuesta arriba hasta la casa del escultor, pero el viento nocturno había ejecutado extrañas proezas. Los gritos de los esclavos se alzaban en una terrible escena de desolación, los patios humildes y las tapias lucían solitarios y estremecidos, y en el olivar ya no se levantaban las brillantes columnas de aquel amplio salón donde Musides soñara y trabajara. Sobre la suntuosa galería mayor se había desplomado la pesada rama que sobresalía del insólito árbol nuevo, reduciendo absolutamente a un montón de ruinas espantosas, aquel poema de mármol.
Extranjeros y tegeanos quedaron pasmados, contemplando la catástrofe causada por el grande y siniestro árbol cuyo talante resultaba tan inexplicablemente humano y cuyas raíces alcanzaban de manera tan peculiar el esculpido sepulcro de Calos. Y su miedo y su vértigo aumentaron al buscar entre el derribado aposento, ya que no pudo hallarse resto alguno del noble Musides ni de su imagen maravillosamente cincelada de Tycho. Entre aquellas espantosas ruinas no moraba sino el caos y los representantes de ambas ciudades se vieron desilusionados. Los siracusanos porque no tuvieron estatua para trasladar a casa y los tegeanos porque ya no tenían un artista al que conceder los laureles.
Sin embargo, los siracusanos lograron obtener una espléndida estatua para Atenas y los tegeanos se consolaron levantando en el ágora un templo de mármol para evocar los talentos, las virtudes y el amor fraternal de Musides.
Pero el olivar sigue allí, así como el árbol que nace en la tumba de Calos, y el anciano ovejero me contó que a veces en las noches ventosas las ramas murmuran entre sí, diciéndose una y otra vez, “¡yo sé! ¡yo sé! ¡yo sé!”
The Tree: escrito en 1920 y publicado en 1921.
El grabado en la casa23
Los admiradores del horror suelen buscar los sitios lejanos y llenos de misterio como las catacumbas de Ptolomeo o los fastuosos mausoleos de cualquier parte. Se entregan a trepar las arruinadas torres de los castillos del Rin preferiblemente a la luz de la luna o a transitar inseguros entre las tenebrosas escaleras llenas de telarañas que aún existen entre los restos de algunas ciudades asiáticas. Sus templos son los bosques embrujados o las montañas escabrosas, y sus reliquias están dadas por los horribles monolitos que se alzan en islas deshabitadas. Sin embargo, para el verdadero amante del horror, aquel que puede llegar a sentir justificada toda su existencia ante un nuevo estremecimiento, son especialmente atractivas las viejas y solitarias granjas de Nueva Inglaterra, puesto que es allí donde se produce la combinación perfecta de elementos tales como la fantasía, la soledad, lo ignorado y la presencia de fuerzas oscuras, que unidas en conjunto, pueden alcanzar altos vértices de lo tenebroso.
Los paisajes más sugestivos, en este sentido, son necesariamente aquellos que se hallan a gran distancia de los caminos más recorridos, donde se levantan pequeñas viviendas sin pintar, casi siempre recubiertas de hiedra y ocultas bajo alguna tosca ladera o algún peñasco gigantesco. A veces, han estado allí por más de doscientos años percibiendo continuas generaciones de inmensos árboles o de serpenteantes enredaderas. En la actualidad ha vencido la vegetación, que casi las ha devorado envolviéndolas con su verdosa sombra, sin embargo, sobreviven algunas ventanas pequeñas, por lo general de guillotina, como si fueran ojos que abren y cierran agobiados por la dificultad de expresar todo lo que saben. En esas casas han vivido decenas de personas de las más diversas naturalezas y de los más variados orígenes. Fanatizados por sombrías creencias que los obligaron a separarse de sus semejantes, ellos y sus descendientes buscaron en esos páramos cierta libertad para dedicarse a sus extrañas actividades. Ciertamente, los hijos encontraron las facilidades que buscaban y se desarrollaron al margen de cualquiera de las tribulaciones que les habría impuesto la sociedad, pero en cambio debieron soportar un lamentable acatamiento impuesto por el siniestro culto que se había apoderado de su imaginación.
Completamente al margen de los avances de la civilización, toda la tecnología de estos curiosos puritanos procedía de desarrollos autóctonos. El aislamiento, su autorrepresión patológica y la inclemente lucha contra un medio agreste, dibujaron rasgos sombríos sobre los ya —de por sí oscuros— rasgos de su atávica ascendencia nórdica. Necesariamente austeros y esencialmente prácticos, estos no eran hombres que disfrutaran del pecado. Expuestos a equivocarse, como cualquier mortal, su propio código moral los obligaba a ocultarlo y así llegó el momento en que fueron plenamente incapaces de identificar que estaban ocultando. Solo las casas deshabitadas, insomnes y majestuosas, en apartadas y boscosas regiones, guardan lo que desde tiempos inmemoriales permanece oculto. Pero habitualmente se muestran poco orientadas a remover su letargo y tornarse comunicativas. Algunas veces, al observarlas, uno siente que lo que mejor podría hacer con ellas es arrasarlas de una buena vez.
Una tarde de noviembre de 1896, mientras paseaba por el lugar, estalló un aguacero tan furioso que me vi forzado a buscar cobijo en una de estas casas semiderruidas por el tiempo. En verdad, ya hacía algún tiempo que transitaba la región vecina al valle de Miskatonic en busca de cierta información genealógica y en virtud de la geografía del lugar y de la naturaleza propia de mis movimientos, pese a la estación del año, había decidido emplear una bicicleta. De esta forma, la tarde en cuestión, me había encontrado en una carretera de apariencia abandonada, por el que me había aventurado creyendo que era el atajo más conveniente para ir hasta Arkham. En este camino, cuando me encontraba en el punto más alejado de cualquier pueblo, el cielo pareció desmoronarse en un violento diluvio y no tuve otra alternativa que correr hacia un arruinado edificio de madera que apareció en mi pequeño campo visual. Cercada por dos formidables olmos ya casi sin hojas y reclinada contra un cerro de piedras, desde el primer instante la casa no me inspiró ninguna confianza. Las ventanas empañadas, parecían astutos ojos entrecerrados. Sus bases —aún con mucha solidez y las paredes exteriores bastante enteras— correspondían con elementos básicos que se relacionaban con otros tantos que aparecían en las leyendas que había recopilado en mis investigaciones, y que me predisponían contra lugares como al que debía acudir entonces. En efecto, la fuerza de la tormenta era tal que no tuve más que apartar mis temores, lanzar la bicicleta por la bajada enmarañada de maleza que dirigía hasta la casa y así, de pronto me encontré frente a una puerta que, de cerca, mostraba una gran sugerencia.
Llegué convencido de que no podía tratarse sino de una casa abandonada, pero al estar frente a ella, algunos indicios me hicieron pensar que el lugar no se encontraba del todo abandonado. Por ejemplo los senderos cubiertos de maleza pero no desdibujados, por eso en vez de abrir la puerta sin más preferí golpear cautelosamente. Mientras tanto me iba dominando una ansiedad cuyos orígenes no sabría explicar. De pie sobre la piedra que hacía las veces de escalón de entrada, me dediqué a inspeccionar las ventanas que tan mal me habían impresionado a lo lejos y pude evidenciar que, pese al daño del tiempo y a la suciedad que las cubría, ni los marcos ni los vidrios estaban rotos. Prueba adicional para mi sospecha de que, a pesar del abandono y al aislamiento, la casa debía estar habitada. Sin embargo, los golpes en la puerta no obtenían