Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Luego, Kuranes bajó hasta la muralla del mar por la Calle de los Pilares y se mezcló con los mercaderes y marineros y con hombres extraños de esas regiones en las que el cielo se une con el mar. Allí estuvo mucho tiempo, observando por encima el reluciente puerto donde las ondas del agua brillaban bajo un sol desconocido y donde se mecían las naves fondeadas oriundas de lugares lejanos. También contempló el Monte Arán, que desde la orilla se levantaba majestuoso, con sus verdes laderas cubiertas de árboles ondulantes y con su blanca cima tocando el cielo.
Kuranes deseó, más que nunca, zarpar en un navío hacia lugares lejanos de los que tantas y raras historias había escuchado, así que nuevamente buscó al capitán que en otro tiempo había accedido a llevarlo. Encontró al hombre, Athib, sentado sobre el mismo cofre de especias en que estuviera en el pasado y Athib no pareció tener conciencia del tiempo que había pasado. Luego, se fueron juntos en bote hasta una barca del puerto, le dio órdenes a los remeros y salieron al Mar Cerenerio que llega hasta el cielo. Durante varios días navegaron sobre las aguas ondulantes, hasta que finalmente llegaron al horizonte, allí donde el mar se junta con el cielo. Pero la nave no se detuvo aquí, sino que siguió navegando ágilmente a través del cielo azul, entre vellones de nube teñidos de color rosa. Y por debajo de la quilla, Kuranes logró ver tierras y ríos extraños y ciudades, de inimaginable belleza, tendidas con indiferencia ante un sol que no parecía desaparecer jamás. Por último, Athib le dijo que el viaje no terminaba nunca y que pronto entrarían en el puerto de Sarannian, la ciudad de las nubes de mármol rosa, construida sobre la impalpable costa donde el viento que viene del Oeste sopla hacia el cielo. Pero, cuando pudieron verse las torres esculpidas más altas de la ciudad, se produjo un fuerte ruido en alguna parte del espacio y Kuranes despertó en su buhardilla, en Londres.
Después de eso, Kuranes durante meses buscó en vano la maravillosa ciudad de Celefais y sus navíos que hacían la ruta del cielo, y aunque sus sueños lo llevaron a variados y maravillosos lugares, nadie pudo decirle cómo encontrar, nuevamente, el Valle de Ooth-Nargai, el cual estaba situado más allá de los Montes Tanarios. Una noche voló por encima de oscuras montañas donde se veían brillar débiles fogatas de campamento, solitarias y muy diseminadas, también había manadas de reses extrañas y peludas, cuyos cabestros tenían cencerros tintineantes y, en la parte más recóndita de esta zona montañosa, tan remota que pocas personas podían haberla visto, descubrió una especie de calzada —o camino empedrado— terriblemente antiguo, que zigzagueaba a lo largo de cordilleras y valles, y que era demasiado gigante para haber sido construido por seres humanos.
Más allá de la calzada, en la gris claridad del alba, llegó a un lugar de exóticos jardines y cerezos y cuando se elevó el sol, observó tanta belleza de flores blancas, verdes follajes, campos de césped, pálidos senderos, cristalinos manantiales, pequeños lagos azules, puentes esculpidos y pagodas de techos rojos que, embargado de felicidad, por un momento olvidó a Celefais. Pero al transitar por un blanco camino hacia una pagoda de techo rojo, nuevamente la recordó. Si hubiese querido preguntarle a alguna persona de esta tierra, dónde estaba Celefais, habría descubierto que allí no había persona alguna, sino pájaros y abejas y mariposas.
Otra noche, Kuranes subió por una infinita y húmeda escalera de caracol hecha de piedra. Llegó a la ventana de una torre donde se dominaba una inmensa llanura y un río iluminado por la luna llena, y en la silenciosa ciudad que se extendía a partir de la orilla del río, creyó ver algún rasgo o disposición que había conocido con anterioridad. Si no hubiesen surgido la temibles luces de un lejano lugar al otro lado del horizonte, mostrando las antigüedades de la ciudad y sus ruinas, el río estancado cubierto de cañas y la tierra sembrada de muertos, tal como había permanecido desde que el rey Kynaratholis volviera de sus conquistas para hallar la venganza de los dioses, Kuranes habría bajado a preguntar el camino de Ooth-Nargai.
Y Kuranes, inútilmente siguió buscando la maravillosa ciudad de Celefais y las naves que navegaban por el cielo rumbo a Seranninan. Mientras, contemplaba numerosas maravillas y en una ocasión escapó milagrosamente del gran sacerdote que, indescriptible, se esconde tras una máscara de seda amarilla y vive solo en un monasterio prehistórico de piedra en la fría y desierta meseta de Leng. Transcurrido el tiempo, los desolados lapsos del día le resultaron tan insoportables, que empezó a consumir drogas para aumentar sus periodos de sueño. El hachís lo ayudó muchísimo y en una ocasión lo trasladó a un lugar del espacio donde no existen las formas, pero donde los gases incandescentes penetran los secretos de la existencia. Un gas violeta le hizo saber que esta parte del espacio estaba fuera de lo que él llamaba el infinito. Ese gas no había oído hablar de planetas ni de organismos, sino que identificaba a Kuranes como una masa infinita de materia, energía y gravedad. De nuevo, Kuranes se sintió muy deseoso de regresar a la Celefais llena de minaretes y aumentó su dosis de droga.
Luego, lo echaron de su buhardilla y vagó sin rumbo por las calles. Un día de verano cruzó un puente y se dirigió a una zona donde las casas eran cada vez más pobres. Allí fue donde terminó su realización y donde encontró el cortejo de caballeros que venían de Celefais para llevarlo allí para siempre.
Los caballeros eran hermosos, ataviados con relucientes armaduras y montados sobre caballos tricolores. Sus chaquetones tenían bordados con hilo de oro extraños escudos de armas. Eran tantos, que Kuranes pensó que eran un ejército, aunque habían sido enviados en su honor porque él era quien había creado en sus sueños Ooth-Nargai. Por ese motivo ahora iba a ser nombrado su dios supremo. Entonces, le dieron un caballo a Kuranes y lo colocaron a la cabeza de la comitiva. Emprendieron la majestuosa marcha, hacia la región donde Kuranes y sus antepasados habían nacido, por las campiñas de Surrey. Era raro, pero parecía que retrocedían en el tiempo mientras cabalgaban, pues cada vez que cruzaban un pueblo en el atardecer, veían a sus vecinos y a sus casas como Chaucer, y sus predecesores les vieron, y algunas veces se cruzaban con algún caballero con un grupo pequeño de seguidores. Al llegar la noche galoparon más deprisa —y tan prodigiosamente— que no tardaron en hacerlo como si estuvieran volando en el aire.
Cuando comenzaba a amanecer, llegaron a un pueblo que Kuranes había visto agitadamente en su niñez y también dormido o muerto. Ahora estaba vivo y los aldeanos madrugadores hicieron una reverencia —cuando pasaron los jinetes calle abajo mientras resonaban sus cascos— y luego desaparecieron por el callejón que termina en el abismo de los sueños.
Kuranes se había precipitado en ese abismo solo de noche y se preguntaba cómo sería de día, así que miró con ansiedad cuando la columna empezó a llegar al borde. Mientras galopaba cuesta arriba hacia el precipicio, surgió de occidente una luz dorada y radiante que cubrió el paisaje con resplandecientes ropajes. El abismo era un hirviente caos de rosáceo y pálido esplendor, invisibles voces cantaban gozosas mientras el cortejo de caballeros saltaba al vacío y caía flotando graciosamente a través de luminosas nubes y plateados resplandores. Los jinetes seguían flotando interminablemente y sus corceles pateaban el éter como si cabalgasen sobre brillantes arenas, luego, los inflamados vapores se abrieron para mostrar un brillo aún más grande: la deslumbrante ciudad de Celefais y, más allá, su costa y su montaña que dominaba el mar y las naves de vivos colores que zarpan del puerto con destino a regiones lejanas donde el cielo se une con el mar.
Entonces, Kuranes reinó en Ooth-Nargai y en todos los territorios vecinos de los sueños, y tuvo su corte tanto en Celefais como en la Serannian formada de nubes. Y allí reina y reinará feliz para siempre, aunque al pie de los taludes de Innsmouth, las corrientes del canal