Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft Colección Oro

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eléctrico. Sin embargo, estando empapado de la mejor Kultur prusiana no debía asombrarme, ya que la geología y la tradición mencionan las tremendas conmociones en áreas oceánicas y continentales. Lo que yo vi resultaba una espaciosa y elaborada visión de edificios en ruinas, todos erigidos en una inclasificable y magnífica arquitectura y en diferentes estados de conservación. La mayor parte parecía de mármol que brillaba blanquecino bajo los rayos del proyector, y el plano general resultaba el de una inmensa ciudad al fondo de un angosto valle, con infinito número de templos y villas diseminadas por las pendientes laderas. Los techos estaban caídos y las columnas rotas, pero aún mantenían un aire de esplendor inmemorialmente antiguo que nada podía velar.

      Enfrentado finalmente con esa Atlántida que yo, previamente, consideraba un mito, ahora era el más ansioso de los exploradores. Alguna vez hubo un río en el fondo de ese valle, ya que mientras estudiaba con más detenimiento el lugar, pude ver ruinas de puentes y diques de piedra y mármol, así como terrazas y muros que una vez fueran gratos y verdes. Me volví casi tan tonto en mi entusiasmo, como el pobre Klenze, y tardé un rato en notar que la corriente de rumbo sur había cesado al fin, permitiendo al U-29 descender lentamente sobre la ciudad submarina, tal y como un aeroplano desciende sobre una ciudad en las tierras emergidas. También tardé en darme cuenta de que el banco de sorprendentes delfines se había esfumado.

      En un par de horas la nave fue a descansar sobre un espacio pavimentado cerca de la pared rocosa del valle. A un lado podía observar toda la ciudad bajando desde la plaza a la antigua orilla del río. Al otro lado, en una impresionante proximidad, descubrí la fachada opulentamente ornamentada y en perfecto estado de conservación de un gran edificio, sin duda un templo tallado en roca viva. Tan solo puedo suponer sobre la factura natural de esa titánica construcción. La fachada, de colosales dimensiones, cubre aparentemente una gran abertura, ya que sus ventanas son muchísimas y están dispuestas por todos lados. En el centro se abre un gran portal, al que se llega mediante una imponente escalera, y se halla rodeado por delicadas tallas, semejantes a escenas de festines en relieve. Ante ellos se hallan grandes columnas y frisos, decorados con esculturas de hermosura inexplicable, representando obviamente idílicas escenas pastorales y marchas de sacerdotes y sacerdotisas llevando extraños objetos de ceremonias en honor a un dios resplandeciente. El arte era de la más asombrosa perfección, concepciones impregnadas de helenismo aunque curiosamente particulares. Emanaban una sensación de antigüedad tremenda, como si se tratase del más lejano y no del más cercano precedente del arte griego. No tengo ninguna duda de que cada detalle de este inmenso edificio fue labrado en la roca viva de nuestro planeta en la ladera de la colina. Evidentemente, era parte de la muralla del valle, aunque cómo pudo ser el inmenso interior excavado alguna vez no logro ni imaginarlo. Quizá su centro estuviese formado por una cueva o por una serie de ellas. Ni la edad ni su estado sumergido han dañado la prístina belleza de este impresionante templo, ya que de un templo debe tratarse, y hoy tras miles de años reposa con todo su brillo inmaculado en la noche y el silencio sin fin del abismo oceánico.

      No puedo determinar la cantidad de horas empleadas en la observación de esa ciudad sumergida con sus edificios, arcos, estatuas, puentes, y el colosal templo colmado de belleza y misterio. Aunque sabía de mi próxima muerte, me consumía la curiosidad y paseaba rodeando la luz del proyector en anhelante búsqueda. El haz de luz me permitió llegar a conocer infinidad de detalles, pero no pudo mostrarme nada más allá de la puerta abierta de entrada al templo tallado en la roca. Al cabo de un tiempo corté la corriente, a sabiendas de que necesitaba ahorrar energía. Los rayos ahora resultaban visiblemente más débiles de lo que fueran durante las semanas de deriva. Mi deseo de explorar los misterios acuáticos crecía, como avivado por la progresiva atenuación de la luz. ¡Yo, un alemán, debía ser el primero en adentrarme en aquellos pasajes olvidados por el tiempo!

      Saqué y revisé una escafandra de profundidad, realizada en metal articulado, y probé la luz portátil y el generador de aire. Aunque resultaría muy problemático manejar a solas las dobles escotillas, me creía capaz de salvar cualquier obstáculo y de caminar real y personalmente por la ciudad muerta, gracias a mi capacidad científica.

      El 16 de agosto hice una salida del U-29 y con dificultad me abrí paso a través de las calles llenas de ruinas y lodo hacia el antiguo río. No encontré esqueletos ni restos humanos, pero recogí un tesoro de saber arqueológico formado por esculturas y monedas. De esto no puedo decir nada ahora, excepto para proclamar mi recelo ante una cultura que se hallaba en la cima de la gloria cuando los cavernícolas habitaban Europa y el Nilo corría salvaje hacia el mar. Otros, con ayuda de este manuscrito, si finalmente llega a ser encontrado, podrán descubrir misterios que yo tan solo alcanzo a imaginar. Regresé a la nave cuando mis baterías eléctricas comenzaron a debilitarse, resuelto a examinar el templo de piedra al día siguiente.

      El 17 de agosto, cuando mi deseo de penetrar en el misterio del templo se hacía más y más apremiante, sufrí una gran decepción, ya que descubrí que los equipos necesarios para recargar la luz portátil habían sido destruidos durante el motín de aquellos cerdos en julio. Mi indignación no alcanzó límites, aunque mi sensatez alemana me impedía aventurarme sin recursos en una cueva totalmente a oscuras que podía ser la madriguera de cualquier indescriptible monstruo marino o un laberinto de pasajes de entre cuyos recodos nunca lograría salir. Todo aquello que podía hacer era volver el vacilante foco del U-29 y bajo su luz subir los peldaños del templo y estudiar las tallas exteriores. El haz de luz penetraba por la puerta en ángulo ascendente y yo me asomé esperando divisar algo, pero todo fue en vano. Ni siquiera el techo era visible y aunque subí un peldaño o dos hacia el interior tras tantear el suelo con un bastón, no me atreví a continuar. Además, sentí esa emoción llamada miedo por primera vez en mi vida. Comencé a entender cómo se habían producido algunos de los estados de ánimo del pobre Klenze, ya que mientras el templo parecía llamarme más y más, empecé a temer sus líquidos abismos con creciente y ciego terror. De regreso al submarino, apagué las luces y me senté a pensar en la oscuridad. Debía conservar ahora la electricidad para las emergencias.

      El sábado 18 estuve en total oscuridad, inquieto por pensamientos y recuerdos que amenazaban con derrotar mi voluntad germánica. Klenze había enloquecido y había muerto antes de alcanzar este siniestro resto de un pasado inconcebiblemente remoto y me había pedido que me fuese con él. ¿Había, en efecto, preservado el Destino mi cordura solo para llevarme irremediablemente a un final más temible e impresionante de lo que cualquier hombre pudiera soñar? Ciertamente mis nervios estaban sometidos a una gran presión y yo tenía que liberarme de esos temores propios de un hombre débil.

      No pude dormir durante la noche del sábado y encendí las luces sin pensar en el porvenir. Resultaba lamentable que la electricidad no fuese a durar tanto como el aire y los suministros. Retomé mis ideas sobre el suicidio y revisé mi pistola automática. Hacia la mañana debí quedarme dormido con las luces encendidas ya que cuando desperté en la oscuridad fue para encontrarme con las baterías totalmente agotadas. Prendí varias cerillas, una tras otra, y lamenté abatido el descuido que me había llevado a malgastar las pocas velas que llevábamos. Tras apagarse la última vela que me atreví a utilizar, me senté sin luces en completa quietud. Mientras pensaba sobre el inevitable final, mi mente regresaba a los sucesos previos y me di cuenta de algo hasta ahora inadvertido que hubiera hecho temblar a un hombre más blandengue y supersticioso. La cabeza del dios resplandeciente de las esculturas del templo de piedra es la misma cabeza que la pieza tallada en marfil que tenía el marinero recogido en el mar y que el pobre Klenze se llevó de vuelta consigo al mar.

      Me sentí un poco sacudido ante tal coincidencia, pero no aterrorizado. Tan solo un pensador de inferior categoría se adelanta a explicar lo único y lo complejo mediante el primitivo atajo hacia lo sobrenatural. La coincidencia resultaba muy rara, pero yo estaba demasiado formado en el raciocinio como para unir hechos que no admitían un nexo lógico, o para asociar de alguna asombrosa manera los funestos sucesos que me habían llevado desde la cuestión del Victory hasta mi situación actual. Sabiéndome necesitado de sueño, tomé un sedante y me aseguré un poco más de sueño. Mi estado nervioso quedó en evidencia en mis sueños, ya que creí

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