La nueva guerra fría. Rusia desafía a Occidente. Richard Helene

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La nueva guerra fría. Rusia desafía a Occidente - Richard Helene

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      Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin el permiso escrito de la editorial.

      Primera edición en formato digital: Junio de 2019

      Digitalización: Proyecto451

      Y luego la paz se alejó...

      Hélène Richard

      La caída del Muro de Berlín debía dar comienzo a una “nueva era de democracia, paz y unidad”. Así lo expresaba la Carta para una Nueva Europa firmada en París en 1990 por treinta y cuatro países, incluyendo la Unión Soviética. En la mente de muchos dirigentes de entonces, el bloque socialista y el campo occidental mitigarían sus respectivos defectos, convergiendo hacia una socialdemocracia a la europea. El temor a una guerra atómica en suelo europeo se reduciría, y con él, la imperiosa necesidad del paraguas nuclear estadounidense para Alemania Federal; Moscú, por su parte, devolvería su libertad a sus antiguos satélites. Finalmente, gracias a los “dividendos del fin de la Guerra Fría”, se dispondría de importantes sumas para otra cosa que no fuese el trepidar de los tanques.

      ¿Qué quedó de esta esperanza? Los dos antiguos sistemas convergieron, pero en el sentido del neoliberalismo y el florecimiento de sus respectivas oligarquías. Peor aun, los tanques estadounidenses están nuevamente en Polonia, y Lituania, precavida desde la anexión de Crimea por parte de Moscú, duplicó sus gastos militares. En cuanto a Rusia, despliega sus misiles Iskander en el enclave báltico de Kaliningrado. ¿Quién da más? ¡El Pentágono! Con un presupuesto ya superior a la suma de las ocho potencias militares que le siguen, recibirá en 2019 una partida adicional de 54.000 millones de dólares, algo nunca visto desde el 11 de septiembre de 2001 y la “guerra contra el terrorismo”.

      ¿Cómo se llegó a esto? El informe Wolfowitz de 1992 ofrece una pista. Mientras el ex enemigo soviético estaba de rodillas, este documento oficial del ejército estadounidense ya advertía sobre “el regreso del nacionalismo en Rusia”. Como escudo, Washington disponía entonces de la Alianza atlántica. Decidió conservarla e incorporar nuevos miembros pese a la disolución del Pacto de Varsovia. A pesar de las promesas realizadas a Gorbachov, la OTAN se acercó a las fronteras rusas, barriendo de paso con el proyecto de un espacio de seguridad que incluía a Rusia. La idea de que esta expulsión de Rusia a los márgenes de Europa corría el riesgo de alimentar el revanchismo que pretendía prevenir, ¿nunca pasó acaso por la mente de los expertos militares del Pentágono?

      El despertar ruso es pues fruto menos de la amargura de una derrota que de la herida de una traición. “Desde luego, la Unión Soviética ha muerto, pero no ha sido vencida”, analiza hoy Gorbachov. A cambio de su buena voluntad, el ex líder soviético esperaba que Rusia fuera reconocida como un aliado digno de confianza por los occidentales. Pero, cuando sus reformas precipitaron la desaparición de la Unión Soviética [diciembre de 1991], Washington aprovechó para asegurar su posición dominante. Y Moscú debió observar, impotente, las intervenciones militares estadounidenses, incluso en su zona de influencia histórica en la ex Yugoslavia, Irak y Afganistán.

      Aunque se haya recuperado un poco desde su derrumbe en los años 1990, Rusia todavía no es capaz de rivalizar con Estados Unidos. Sin embargo, la humillación que cree haber sufrido lleva a Moscú, aunque debilitada, a repudiar la arrogancia estadounidense. El primer gesto de autoridad se manifestó en 2007, cuando en la Conferencia de Munich Vladimir Putin condenó los “intentos de implantación de una concepción del mundo unipolar”. Al año siguiente, el ejército ruso intervino en Georgia, cuya integración en la OTAN era esperada por Washington. Cuatro años más tarde, Rusia anexó Crimea, a fin de asegurarse de que la base de Sebastopol no pasara al bando contrario. Finalmente, en Siria, Moscú pretende no ceder un ápice de terreno mientras su aliado, Bashar al Assad, figure también en la lista estadounidense de los déspotas a eliminar.

      Moscú se involucró también en la batalla ideológica, negándose a que sólo los medios de comunicación occidentales definan el gran relato geopolítico. Su canal público internacional, RT, sostiene que una revuelta en Georgia o una revolución en un país árabe oculta a menudo un complot estadounidense, que Europa, inmersa en una crisis migratoria, se encuentra al borde de una guerra civil, y brinda un amplio espacio a las tesis xenófobas y antimusulmanas de la derecha identitaria.

      Este posicionamiento de Rusia ya no se basa pues en una rivalidad entre sistemas económicos opuestos. Sin embargo, Occidente no lo acepta: desde la anexión de Crimea, Moscú sufre su cuarta ola de sanciones. Poco antes de abandonar el poder, el presidente Barack Obama recordaba sin embargo el carácter relativo de la amenaza: “Los rusos no pueden debilitarnos realmente. Son más pequeños, más débiles que nosotros. Su economía no produce nada que los demás quieran comprar, a excepción de petróleo, gas y armas”. Sin embargo, el establishment estadounidense no deja de presionar a Donald Trump para que se muestre fuerte. Moscú no se queda atrás: en su “fortaleza asediada”, el pueblo une fuerzas en torno a su líder y a su ejército. Un asesor cercano a Putin exhorta a su país a asumir su “soledad geopolítica”, presintiendo que el rechazo europeo corre el riesgo de empujar a Moscú a los brazos de China, cuyo dinamismo económico y demográfico preocupa sin embargo a los dirigentes rusos.

      Al acorralar a un enemigo imaginario, Occidente provoca lo que siempre quiso evitar: un acercamiento entre dos potencias separadas por muchas razones, pero que ya no aceptan un mundo unipolar que a sus ojos se volvió obsoleto. En la vasta recomposición de las alianzas que definen el mapa geopolítico del presente, hay un solo ausente: el partido de la paz. imagen

      Traducción: Gustavo Recalde

      La humillación

      Amnon Kapeliouk

      Con el reemplazo, en el Kremlin, de la bandera roja del Estado soviético por la bandera tricolor de Rusia de 1917, el 26 de diciembre de 1991 a la medianoche, finalizó uno de los capítulos más agitados de la historia del siglo XX. La URSS no estalló, no desapareció del mapa como consecuencia de golpes provenientes del exterior: fue destruida desde el interior por sus propios hijos, y con un empeño asombroso. Sus tradicionales adversarios, convertidos finalmente en “amigos”, que tanto habían deseado la desaparición del “imperio del Mal”, según la famosa expresión del presidente estadounidense Ronald Reagan, sólo tenían que contemplar plácidamente esa increíble e inaudita agonía. Ni siquiera tenían necesidad de hacer esfuerzos para recoger información sobre lo que sucedía en el país: los secretos de esta gran potencia en vías de desaparición se ventilaban en los medios de comunicación, en las calles. Bastaba con entender el idioma ruso para conocerlos.

      “Fue como si uno entregara su mascota para experimentos de vivisección”, expresaba con amargura uno de los militares soviéticos que se opusieron a la extradición del viejo líder de Alemania Oriental prometida por Yeltsin al canciller Helmut Kohl.

      Poco tiempo antes de su dimisión, Mijail Gorbachov seguía diciendo que los soviéticos no podían “dejar atrás la vida de [sus] padres y [sus] abuelos”. El nuevo equipo entonces en el poder, en cambio,

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