La nueva guerra fría. Rusia desafía a Occidente. Richard Helene
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Los países de Europa Central y Oriental tenían por momentos la impresión de servir de última oportunidad para los dadores de consejos que ya no eran profetas en sus tierras: políticos venidos a menos, intelectuales de segunda. Incluso Lech Walęsa, niño mimado y principal beneficiario de la ayuda occidental, parecía decepcionado. Constataba que la ayuda parecía beneficiar principalmente a los propios consejeros (13). Porque además de los honorarios que recibían por sus servicios, la “ayuda técnica” también les permitía acumular contratos y consolidar posiciones comerciales.
La ideología justificaba así las nuevas relaciones de fuerzas: la doctrina del Estado mínimo debilitaba a los gobiernos y servía de pretexto para que los predadores extranjeros se apropiaran con facilidad de sectores enteros de economías anémicas.
Traducción: María Julia Zaparart
1. Citado por Frank Gibney en Miracle by Design: The Real Reasons Behind Japan’s Economic Succes, Times Books, Nueva York, 1982.
2. Véase “Aux sources taries d’un capitalisme divisé”, Le Monde diplomatique, París, junio de 1991.
3. Eric Hoffer, The True Believer: Thoughts on the Nature of Mass Movements, Harper, Nueva York, 1951 (reeditado: 2009).
4. Le Monde, París, 29-6-1989.
5. Véase, por ejemplo, Graham Hancock, Lords of Poverty: the Freewheeling Lifestyles, Power, Prestige and Corruption of the Billion-dollar Aid Business, Macmillan, Londres, 1989.
6. Francis Fukuyama, La Fin de l’histoire et le dernier homme, Flammarion, París, 1992 (reeditado: 2018).
7. Le Monde, 24-4-1991.
8. Ibid.
9. Financial Times, Londres, 24-7-1991.
10. En Rusia, el programa económico para el año 1992 estaba explícitamente anclado a las exigencias del FMI.
11. Jack Kemp, “Houses to the people! An open letter to Boris Yeltsin”, Policy Review, Washington DC, invierno de 1992.
12. Financial Times, 16-1-1992.
13. The Christian Science Monitor, Boston, 2-3-1992.
El “nuevo orden internacional” duró sólo un día
Amnon Kapeliouk
Los sucesos del Golfo Pérsico fueron un excelente examen para la “nueva mentalidad política” que debía marcar la época de la perestroika. En efecto, por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, soviéticos y estadounidenses se alineaban en el mismo bando. A comienzos de la crisis, los ministros de Relaciones Exteriores de ambos países, Edouard Shevardnadze y James Baker, sólo necesitaron cuarenta y ocho horas para emitir en común una condena rotunda, y en los términos más vigorosos, contra Irak que acababa de ocupar Kuwait (1). Un poco más tarde, el 19 de agosto de 1990, el agregado militar soviético en Washington se presentó en el Pentágono para entregar, bajo las instrucciones de su Ministerio de Defensa, precisiones sobre los tipos de armamento y materiales militares enviados a Irak.
Si una de las piezas clave de la perestroika en materia de política exterior era la creación de sólidas relaciones de amistad entre las potencias mundiales, la crisis provocada por Irak terminó de consolidarla. A pesar de las divergencias entre Washington y Moscú en cuanto a la utilización de la fuerza para llamar a Irak al orden, la actitud soviética en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas fue determinante (2).
La Crisis del Golfo estalló en el momento en que la Unión Soviética atravesaba la tormenta más intensa desde su creación en 1922, y los comentadores más serios, como Stanislav Kondrachov, cronista del diario Izvestia, constataban que la Unión Soviética ya no podía ser considerada como una gran potencia “debido a la aguda crisis que atraviesa” (3). Evgueni Primakov, miembro del Consejo Presidencial y uno de los expertos de Mijail Gorbachov en materia de política exterior [luego, en 1996, estuvo a la cabeza de la diplomacia rusa], reaccionó de inmediato a estas declaraciones: “Quienes ponen en duda el hecho de que la URSS es una potencia mundial tienen que saber que al mundo entero le conviene que se mantenga como tal, porque todos sus recursos están orientados a mantener la paz” (4). Pero la cuestión era en realidad más compleja, porque la Unión Soviética se había convertido en una superpotencia gracias a su ejército y sus recursos, pero también a sus esferas de influencia geográfica, política e ideológica. Los cambios que se produjeron y las dificultades internas que aparecían entonces en las tapas de los diarios desde hacía tres años terminaron por poner en duda ese estatus (5).
La opinión pública soviética en su conjunto brindó su apoyo a las iniciativas del poder desde la primera declaración del gobierno que condenó la ocupación de Kuwait y decretó un embargo a las entregas de armas a Irak, en conformidad con la resolución del Consejo de Seguridad. Los radicales llamaron a un endurecimiento de la línea hacia el “deshonesto agresor” más allá de las resoluciones de la ONU. El Parlamento de la República Federativa de Rusia llegó a solicitar la abrogación del Tratado de Amistad y de Cooperación de 1972 con Irak (6). Por su parte, los medios ligados a la defensa explicaban que la instalación masiva de las fuerzas estadounidenses en el Golfo no debía ser subestimada. En cuanto a la prensa, se expresaba en general con virulencia para juzgar a Irak. No sólo los diarios de la oposición, como el Ogoniok o el Moskovskiye Novosti, sino también el Izvestia, órgano del gobierno, utilizaban los términos más duros contra Saddam Hussein, a quien calificaban de “dictador”, “nuevo Hitler”, “ladrón de Bagdad”, “criminal”, “pirata”, etc., y recordaban el asesinato de millones de comunistas y las masacres de los kurdos en el norte del país. Los diarios formulaban, de este modo, una pregunta: ¿es moralmente correcto establecer relaciones de amistad con dictadores?
Un “acto de perfidia” según Moscú
Los “nuevos criterios” que debían presidir las elecciones de los países amigos de la URSS tenían que “permitir la reconciliación de la conciencia con la eficacia”, escribía un cronista de Izvestia, y agregaba que “sería razonable rehacer el inventario de los países con los que establecimos relaciones privilegiadas”. El periodista deseaba que hubiera “menos ilusiones, menos esperanza injustificada y más pragmatismo sano” (7).
El Ministerio de Relaciones Exteriores