La nueva guerra fría. Rusia desafía a Occidente. Richard Helene
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En este sentido, dos documentos son los más reveladores. Uno emana del Pentágono y está compuesto de cuarenta y seis páginas (1). Fue preparado y redactado en colaboración con el Consejo Nacional de Seguridad y tras consultas con los asesores directos del presidente y del propio presidente. Sus redactores, entre los que se incluyen funcionarios del Departamento de Estado y del Departamento de Defensa, fueron dirigidos y presididos por el subsecretario de Defensa para Asuntos Políticos, Paul D. Wolfowitz. El otro documento también emana del Pentágono (2). Es un informe de setenta páginas, redactado por un grupo de expertos presididos por el almirante David E. Jeremiah, adjunto del presidente del Estado Mayor Conjunto, el general Colin Powell: su objeto es el examen detallado de los escenarios de conflicto considerados más probables tras el fin de la Guerra Fría y la Guerra del Golfo.
Señalemos claramente: no cabe ninguna duda de que estamos en presencia de documentos reveladores de las orientaciones fundamentales de la política exterior y de seguridad de Estados Unidos en el período posterior a la Guerra Fría y a la luz de la experiencia de la Guerra contra Irak.
Las primeras páginas del informe Wolfowitz no dejan ninguna incertidumbre sobre su finalidad: garantizar el mantenimiento del estatus de superpotencia única que Estados Unidos adquirió tras el derrumbe del ex bloque soviético. Esta posición hegemónica tiene que ser preservada contra cualquier intento de cuestionamiento por la aparición de otros centros importantes de poder en cualquier parte del mundo. El informe especifica que la política exterior estadounidense tiene que tener por objetivo “convencer a eventuales rivales de que no deberían aspirar a desempeñar un rol mayor”. Para lograrlo, se dice en el documento, hace falta que ese estatus de superpotencia única “sea perpetuado por un comportamiento constructivo y una fuerza militar suficiente como para disuadir a cualquier nación o grupo de naciones de desafiar la supremacía de Estados Unidos”. Y este último país “debe tener suficientemente en cuenta los intereses de las naciones industriales avanzadas como para desalentarlas de desafiar el liderazgo [estadounidense] o de intentar cuestionar el orden económico y político establecido”.
Por lo demás, la totalidad del informe Wolfowitz se destaca por la insistencia que pone en privilegiar el poderío militar como instrumento fundamental de la preponderancia internacional de Estados Unidos, que es lo que importa preservar. Un párrafo revelador en este sentido precisa que debe mantenerse un poderío militar dominante “para disuadir a eventuales rivales, aunque más no sea de aspirar a un rol regional o global mayor”. Los autores del informe retoman la importancia fundamental de una presencia militar relevante en cualquier lugar en el que la posición preponderante de Estados Unidos pudiera ser puesta en tela de juicio.
Asimismo, son muy explícitos en cuanto a las condiciones para el uso de este poderío militar. En varias oportunidades mencionan el interés de acciones que serían emprendidas en un marco colectivo, por ejemplo el de las Naciones Unidas o de una coalición más o menos amplia como fue el caso respecto de Irak. Pero contemplan expresamente el caso en el que Estados Unidos tuviera que actuar solo y consideran que no tendría que dudar en hacerlo sino, al contrario, prepararse para ello. Lo más importante, escriben, es comprender que “en definitiva, el orden internacional está garantizado por Estados Unidos”, y que este “tiene que ponerse en situación de actuar en forma independiente cuando no pueda ponerse en marcha una acción colectiva o en caso de crisis que requiera una acción inmediata”.
Faltaba prever la aplicación de esta política a los diversos “teatros de operaciones”. La preocupación de los autores del informe Wolfowitz se centra en el eventual resurgimiento de una gran potencia en el Este. El documento se refiere a “los riesgos para la estabilidad en Europa de un resurgimiento del nacionalismo en Rusia o de una tentativa de anexar nuevamente a Rusia países que se volvieron independientes: Ucrania, Bielorrusia o, eventualmente, otros”. Aquí aparece la preocupación principal de la política exterior estadounidense para el período futuro: mantener a cualquier precio la disolución de la ex Unión Soviética, acentuarla de ser necesario y, en todo caso, evitar cualquier reconstitución de una potencia fuerte en Rusia o alrededor de Rusia.
Por una disolución de la URSS
Una vez más se encuentra definido así el debate que durante algún tiempo dividió a los especialistas y responsables de las relaciones internacionales en cuanto a los verdaderos objetivos de la política estadounidense concerniente a la ex Unión Soviética (3): claramente lo que siempre buscó es su disolución, exceptuando la fase durante la cual tuvo que cuidarla ya sea para obtener su colaboración durante la crisis y la Guerra del Golfo, ya sea para permitir la firma y la aplicación de los acuerdos que preveían las primeras grandes etapas de desarme nuclear y convencional.
Pero, una vez que la existencia de un poder central soviético dejó de ser juzgada como útil a los intereses políticos y estratégicos de Estados Unidos, la disolución de la URSS, recomendada desde que las primeras señales fueron perceptibles por buena parte de los responsables estadounidenses, se convirtió en el objetivo estratégico esencial. En todo caso, [en 1992] este es considerado primordial. Los fragmentos ya citados del informe Wolfowitz lo muestran claramente. Otros son más reveladores aun, como los concernientes a la necesidad de preparar la defensa que debería oponerse a una amenaza que proviniera nuevamente de Rusia, en favor de los países del Este de Europa “sea cual fuere la decisión que la Alianza [Atlántica] tomara al respecto”.
Una victoria en menos de cien días
Además, los dos informes que citamos explicitan las disposiciones militares que deberían preverse con miras a impedir cualquier reconstrucción de una gran potencia en el Este. Uno de los escenarios vislumbrados por el informe Jeremiah plantea un eventual conflicto en los países bálticos en donde 18 divisiones rusas y 5 divisiones bielorrusas intervendrían en favor de las poblaciones rusohablantes: el informe enumera todas las fuerzas que tendrían que reunirse en territorio polaco, incluidas 18 divisiones occidentales, entre ellas 7 estadounidenses, y 66 escuadrones de la fuerza aérea táctica de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), de los cuales 45 son estadounidenses... teniendo en perspectiva una victoria al cabo de noventa días. Por su parte, el informe Wolfowitz presenta como esencial en la política estadounidense la preocupación por garantizar que “la disolución del antiguo aparato militar soviético elimine toda posibilidad para cualquier Estado que lo sucediera de iniciar un conflicto convencional de importancia”.
También desde esta óptica debe ser abordada la cuestión de la no proliferación de armas nucleares. En varias oportunidades, el informe Wolfowitz insiste en la necesidad de evitar que potencias diferentes de que las que ya las poseen estén en condiciones de obtenerlas o de construirlas. Al mismo tiempo conviene continuar apuntando una parte del arsenal estadounidense contra los principales dispositivos del antiguo arsenal soviético “porque Rusia sigue siendo la única potencia en el mundo que podría destruir a Estados Unidos”. Pero, de la lectura de ese informe se desprende que se trata claramente de evitar que cualquier otra potencia, exceptuando los Estados que ya hayan adquirido un arsenal nuclear, pueda dotarse de uno y llegar, así, a compensar o neutralizar, en cualquier parte del mundo, la supremacía absoluta de las fuerzas convencionales estadounidenses: evidentemente, esta es la lección que tanto en Estados Unidos como en otras partes dejó la Guerra del Golfo [1990-1991].
La preocupación fundamental de preservar el estatus de superpotencia única de Estados Unidos no vale solamente para sus antiguos adversarios, sino también para sus aliados.