Mar negro. Bernardo Esquinca

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Mar negro - Bernardo Esquinca

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sentía al caminar por la Luna. Lo que se observa en esa pintura es al propio Bean, con su traje de astronauta sobre la superficie lunar, rodeado de una neblina de intensos verdes, dorados y violetas.

      –El canto de las sirenas interestelares –dijo Rodolfo–. Se trataba de música con color, pero el único que supo expresarlo fue Bean. Por eso resultaba tan hechizante: era una estela que tenías que seguir, casi como si pudieras palpar las notas.

      –Ha de ser escalofriante –intervine– estar a cientos de kilómetros de tu planeta y sentir que una fuerza te quiere alejar aún más de él…

      –¿Te digo una cosa? –el tono de mi primo se volvió repentinamente melancólico– Armstrong y yo también nos comunicamos con Bean, sólo que él no es capaz de entender de qué se trata, y entonces lo que hace es interpretar en pinturas la información que le enviamos. Cree que es su imaginación trabajando…

      Dejé de escuchar a mi primo. Como Bean aún vivía, se me ocurrió que podría viajar a Estados Unidos y buscarlo para escribir su biografía. De todos los astronautas que pisaron la Luna, me parecía el más interesante. La editorial para la que trabajaba entonces sin duda se interesaría, y me pagaría el traslado y la estancia.

      Como si me leyera el pensamiento, Rodolfo dijo:

      –Hay un cuadro en particular que tienes que ver. Se llama La Luna vista desde un sueño en la Tierra.

      –Un título poético –respondí por decir algo mientras me levantaba y me ponía la chamarra. Ahora tenía un nuevo objetivo: conocer al astronauta-pintor.

      Antes de despedirme, mi primo agregó:

      –En ese cuadro está la clave de todo.

      Por más que lo intenté, el viaje no se dio en ese momento. La editorial tenía otras prioridades y el trabajo se fue acumulando. Dejé de visitar a Rodolfo pero, curiosamente, al que empecé a frecuentar fue a Ernesto. En aquel tiempo, mi primo mujeriego salía con una actriz de mi edad cuya fama comenzaba a despegar. Una revista me pidió que escribiera su historia. Acepté porque resultaría fácil y la paga era buena. Los tres salimos en varias ocasiones a tomar una copa, pero cuando empecé con las entrevistas sólo nos veíamos ella y yo. Se llamaba Patricia. Al principio veía nuestras citas como parte del trabajo, pero al poco tiempo descubrí que estaba obsesionado con ella. Era delgada, de senos puntiagudos; parecía sentirse cómoda con su cuerpo y, sobre todo, con su sonrisa: Patricia sonreía todo el tiempo. Quizá sólo estaba ensayando para las cámaras, pero yo no había conocido a ninguna mujer tan segura de sí misma. Ella me confesó que desde la adolescencia salía con hombres mayores que ella, como era el caso de mi primo, pero que últimamente comenzaba a interesarse por los de su misma edad. “Ya no son tan tontos y tienen mucha más energía.” Lo dijo mirándome a los ojos, en una franca provocación. No lo pensé dos veces y me arrojé al vacío. Los días siguientes fueron un torbellino de moteles, borracheras y discusiones. Cuando pude darme cuenta del error que había cometido, ya era demasiado tarde. Nuestra aventura se hizo pública gracias a una fotografía publicada por un periódico sensacionalista. Ernesto estaba devastado –según me lo confirmó la propia Patricia– y la revista no volvió a contratarme, porque una de sus reglas era que los negocios y el placer no debían mezclarse.

      Semanas después, Ernesto me marcó al celular. Mientras el teléfono sonaba y veía su nombre en el identificador de llamadas pensé en mi cobardía, en que debí haberlo buscado para disculparme. Era la primera vez que hablaríamos desde el escándalo y no me quedaba más remedio que enfrentarlo. Contesté, esperando una avalancha de insultos. Pero lo único que Ernesto dijo fue:

      –Tienes que venir. Rodolfo se suicidó.

      No me atreví a ir al funeral y me pasé toda la tarde pensando en mi primo muerto. En especial, recordé una comida en la casa de la abuela en la que Rodolfo utilizó el telescopio para mostrarme los diferentes accidentes de la Luna. Con mucha paciencia me fue mostrando cada uno y señalándome sus características. Me dijo que para Giovanni Battista Riccioli, quien hizo el Atlas Lunar en 1651, aquellas sombras semejaban mares, y por eso les dio sus peculiares nombres: Mar de la Tranquilidad, Océano de las Tormentas, Lago de los Sueños, Bahía de los Arcoíris…

      –El Mar de la Tranquilidad es donde aterrizaron todas las misiones Apolo –me explicó–. Es una zona ideal porque es amplia y llana…

      Y luego agregó algo que relacioné con su carácter extraño, pero que ahora entiendo plenamente:

      –Por eso hay que buscar siempre el Mar de la Tranquilidad y evitar ahogarse en el Océano de las Tormentas.

      Aquella tarde lloré con amargura, porque había perdido para siempre a mis dos primos más queridos. Lo que no sospeché entonces es que aún me esperaba un último encuentro.

      Tres años después de la muerte de Rodolfo, me encontraba en Tucson, a las puertas de una galería y centro comercial de recuerdos especiales llamado Novaspace, que exhibía una exposición de Alan Bean. Fui a Arizona para entrevistar a un cazador de serpientes –encargo del periódico sensacionalista que publicó la fotografía en la que salíamos Patricia y yo–, pero tenía la esperanza de que la galería me pusiera en contacto con el astronauta-pintor. Creía que, si conseguía hacer su biografía, las editoriales importantes volverían a interesarse en mi trabajo. Llegué muy temprano al lugar, luego de una noche de insomnio ante la expectativa de mi visita, y aún no abría sus puertas. Por su apariencia y sus colores, Novaspace parecía en realidad una sucursal de Kentucky Fried Chicken. Si algo tienen los gringos, pensé, es que todo lo pueden volver corporativo y anodino. Incluso una galería que exhibe las pinturas de un hombre que pisó la Luna.

      Cuando por fin pude entrar, mi cuerpo resintió el golpe del aire acondicionado y me dieron escalofríos. Conforme fui recorriendo los cuadros pintados por Alan Bean, las sienes me palpitaban y sentía una presión en el pecho. No eran cuadros depresivos: tenían colorido, y en ellos los astronautas aparecían haciendo diversas labores sobre la superficie lunar. Sólo había dos pinturas que expresaban sentimientos. Ambas estaban protagonizadas por un solo astronauta en la misma posición: los brazos extendidos y la cabeza levantada. Una se titulaba ¿Hay alguien afuera?, y la otra Hola, Universo. Entonces pensé que mi angustia provenía de algo que los cuadros reflejaban involuntariamente: una absoluta y asfixiante soledad. No la del paisaje lunar, sino la de la Tierra. Y tuve esta certeza: si uno hacía el ejercicio mental y emocional de ponerse en el punto de vista de los astronautas que miraron nuestro planeta desde el satélite, se podía vislumbrar el pánico del abismo interestelar. Allí arriba no había respuestas, y eso se palpaba en las pinturas de Alan Bean.

      Sin embargo, uno de los cuadros guardaba una respuesta para mí. Cuando llegué ante él, tardé en descubrirla. Era la pintura a la que mi primo hizo referencia la última vez que lo vi. La Luna vista desde un sueño en la Tierra mostraba un eclipse lunar. No había nada más en ella, y la primera impresión que me provocó fue que se trataba de la menos atractiva de todas. Cuando me fijé en los detalles, mi corazón se aceleró. La clave estaba en la esquina inferior derecha. Ahí descubrí la firma de Alan Bean y una fecha.

      El cuadro había sido pintado tan sólo un mes atrás.

      Abandoné la galería en busca de aire fresco. La cabeza me daba vueltas, tenía la mirada vidriosa. Me desplomé en una banca y respiré con dificultad. Sentí arcadas, pero logré contenerlas. En ese momento, alguien se acercó a mí. Era una figura familiar. Me tallé los ojos con las manos porque creí soñar. ¿En verdad mi primo Ernesto me había seguido hasta ahí? ¿Era una casualidad o supo del cuadro por boca de su hermano? ¿Acaso esperó pacientemente mi viaje para constatar en persona el triunfo de Rodolfo? Entonces me di cuenta de que estaba equivocado. Como siempre, las revelaciones me llegaban

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