El fondo Coxon. Генри Джеймс
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Aunque el gran hombre era un huésped y no se vestía para la cena, le esperamos antes de empezar, y las primeras palabras que pronunció cuando entró en el salón fueron para Mulville:
—He descubierto algo —anunció.
No entendí demasiado bien a qué se refería y mirándolo aún algo desconcertado, le pregunté a Adelaide, discretamente:
—¿Qué es lo que ha descubierto?
Y jamás olvidaré la expresión con la que me respondió, enteramente convencida:
—¡Todo!
Si no todo, en cualquier caso, ese fue el momento en que Saltram descubrió que la bondad de los Mulville era infinita. Anteriormente también había descubierto, al igual que yo por lo demás, sus opíparas cenas. Con ello no quiero decir que en la naturaleza del señor Saltram hubiera ni una pizca de premeditación, pues eso sería como tratar de falsificar dinero falso. Él tomaba cuanto se cruzaba en su camino, pero jamás maquinaba nada para lograrlo. Nunca hubo un hombre que atrajera tantos favores y fuera menos parásito. Poseía, sí, un sistema universal, pero no contemplaba la apropiación a costa de los demás —eso sucedía de forma natural—. Su sentido del gusto era sencillo pero afinado, aunque no era su apetito generoso lo que despertaba confusión. Si nos hubiera querido por las cenas que celebrábamos, con ellas le habríamos pagado, y la verdad es que nos habría adelgazado la cuenta. Utilizo libremente el plural mayestático pues, aunque jamás fui capaz de imitar a los Mulville ni a gente con casas más grandes y caridad más simple, les ofrecí, desde el primer al último día, todas las reflexiones y emociones que se me requerían, particularmente tal vez la gratitud y el resentimiento. Creo que nadie tuvo que pagar tan a menudo el precio de abandonar la compañía del señor Saltram, de modo que tengo derecho a hablar de mis sacrificios. Al fin y al cabo, dicen que tomar prestada la sabiduría de otro es un homenaje.
El señor Saltram producía lecciones con tanta abundancia como el mar devuelve peces, y lo sé bien pues durante un tiempo me alimenté de esta dieta. A veces hasta me figuraba que su monstruoso fracaso —si es que lo fue, después de todo— existía únicamente para mi entretenimiento privado. Saciaba mi curiosidad en su justa medida, pero me temo que la narración de esa experiencia me llevaría más lejos de lo que es mi intención. No sería el ambicioso retrato del señor Saltram al que acabo de referirme, y no me habría detenido en describir las características de su persona si se tratara de enumerarlas completamente. Pues las características del señor Saltram, a efectos artísticos, son, en el fondo, las anécdotas e incidentes que de él se cuentan. Son legión, y la que ahora abordaré sólo es una entre tantas, cuyo interés particular radica en que concierne a muchas otras personas, aparte de mí. Al mirar atrás, uno comprende que estos episodios son pequeñas viñetas que representan las innumerables facetas del verdadero hecho dramático: el que aún está por narrar.
2
Es, además, muy notable que ambas historias, a pesar de ser distintas —la mía propia, por así decirlo, y esta—, empezaron en cierto modo la noche en que conocí a Frank Saltram. Después de esa velada en Wimbledon que me había agitado sobremanera, diríase incluso que con un nuevo impulso vital, no pude hacer otra cosa, al llegar a la estación de Londres, excepto caminar hasta mi casa, de pura emoción. Andaba y balanceaba mi bastón, y en la puerta de Buckingham Palace me di de bruces con George Gravener. Podría decirse que la historia de George Gravener también empezó cuando le propuse que camináramos juntos, pues íbamos en la misma dirección, mientras charlábamos. Debo recordar, dicho sea entre paréntesis, que en aquel momento su historia pertenecía aún a otra persona, y que pasarían algunos años antes de que se extendiera a un segundo capítulo. Sin embargo, yo tenía mucho que contarle de mi visita a los Mulville, a los que él conocía superficialmente. Sin duda, estuve especialmente ingenioso esa noche, porque tiempo después, cuando nos encontramos, no dejaba de preguntarme por el viejo marinero. Pero yo no le dije que el señor Saltram fuera anciano; es más, estaría por ver si superaba en edad a George Gravener.
Por aquel entonces yo residía en la calle Ebury, y Gravener se alojaba en la casa que su hermano había dejado vacía en la plaza Eaton. Cinco años antes, en Cambridge, incluso entre nuestro arrollador grupo de amigos, destacaba su tremenda inteligencia. Alguien me había preguntado en privado, sin color en las mejillas, si aquella mente tan privilegiada dejaba algo en pie a su paso. «¡Sólo a sí misma!», recuerdo haber replicado con devoción. Al acordarme de ello ahora me sonrío, pues caí en la cuenta, incluso antes de llegar a la calle Ebury, de que George Gravener ya no era un admirable torreón de ingenio. El universo al que doblegó se las había arreglado para florecer de nuevo, y las eminencias de rigor volvían a ser visibles. Me pregunté si la causa radicaba en que había perdido el sentido del humor, o bien, horrenda ocurrencia, en que jamás había tenido ninguno, ni siquiera cuando se me antojaba un fiel discípulo de Aristófanes. No obstante, ¿qué necesidad había de recurrir a la risa —cabía preguntarse con envidia— cuando se podía confiar en el sentido del equilibrio? La estrafalaria figura del señor Saltram, su gruesa nariz y su labio inferior que colgaba indolente estaban frescos en mi memoria; al lado de mi viejo amigo y su fría y espléndida simetría, los rasgos de aquel parecían haber convertido con éxito en diversión la conciencia de su fealdad. En cambio, a sus hambrientos veintiséis años, Gravener parecía tan vacío y parlamentario como si tuviera cincuenta y fuera popular.
Cuando por fin llegamos a mi residencia —que contempló con ojo avezado a su cómoda sencillez, pero sobre la cual se abstuvo de proferir una broma de camarada—, le hablé de Frank Saltram con más detalle. Menciono esta circunstancia pues aun entonces me sorprendió su fastidio para con mi entusiasmo por dicho personaje. Puesto que nada sabía del señor Saltram, su impaciencia se dirigió contra los Mulville, a los que tachó de absurdos. Gravener conocía a los Mulville como yo, a causa de una amistad de infancia con la joven Adelaide, fruto de múltiples lazos que se remontaban a las generaciones que nos habían precedido. Cuando se casó con Kent Mulville, que era mayor que Gravener y que yo, y mucho más amable, gané un amigo, pero Gravener prácticamente perdió otro. Igualmente, distintas fueron nuestras reacciones a lo que él llamaba la «deplorable acción social» de los Mulville, que había tomado la forma de una enojosa efusividad de segunda, según sus palabras. En mi fuero interno, quizá yo también estaba convencido de que los residentes de Wimbledon eran tontos y bondadosos, pero, cuando Gravener siguió burlándose de ellos, no pude evitar contradecirle. Sentía ya que, aun si llegáramos a estar de acuerdo, sería por razones bien distintas. Comprendí cuán admirablemente británico era cuando se dio la vuelta y se alejó de mi pequeña biblioteca francesa sin apenas una mueca de desprecio acerca de mi encuadernador.
—Por supuesto, no conozco al tipo en cuestión, pero está claro que es un farsante.
—Claro es precisamente lo que no es —repliqué yo—. ¡Ojalá lo fuera!