El fondo Coxon. Генри Джеймс
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—No tiene el menor aspecto de sentirse humillado —dijo, observándome con sus encantadores y alegres ojos—. Y si se sintiera de ese modo, yo le perdonaría a pesar de la decepción. Porque esa cualidad misteriosa de la que habla es precisamente lo que he venido a ver.
—Lamento decepcionarla de nuevo, porque no podrá verla.
—¿Y cómo llegaré a conocerla?
—No lo hará —dije— y no debe imaginarse que el señor Saltram es bien parecido.
—¡Pero si su esposa dice que es un encanto!
Me eché a reír, y quizá mi hilaridad le pareció excesiva, pero confieso que fue un acto espontáneo ante la idea de que la joven hubiera actuado siguiendo los dictados de la señora Saltram, con esa singular afirmación, tan propia de lo que resultaba irritante y estrecho en el punto de vista de la mencionada señora.
—La señora Saltram —expliqué— infravalora a su esposo en sus puntos fuertes, así que quizá, para compensar eso, le alaba en exceso allí donde menos tiene de qué enorgullecerse. Créame cuando le digo que no es atractivo; ya no es joven, está entrado en carnes, y su rostro no tiene ninguna característica notable excepto por la expresión de sus ojos.
—Exacto, sus ojos —dijo la joven atentamente. Saltaba a la vista que sabía mucho de los famosos ojos de Saltram, los beaux yeux que nos había llevado, en realidad, a prestarle toda la ayuda que precisaba.
—Sí, son trágicos y espléndidos, como faros en una costa peligrosa. Pero se mueve torpemente y se viste aún peor, y en conjunto es lo más alejado de la elegancia que se pueda imaginar.
Mi compañera se quedó reflexionando un rato y dijo:
—¿Le considera un verdadero caballero?
Debo confesar que la pregunta me sobresaltó, pues reconocí en esas palabras las que me había dirigido, años antes, mi amigo George Gravener, esa primera noche de exaltación en que me había obligado a enfrentarme a mi ciega admiración por Saltram. Me había sacado los colores entonces, pero ya no, pues había vivido con esa ilusión, la había superado y dejado atrás.
—¿Un verdadero caballero? —repetí—. ¡Desde luego que no!
Mi énfasis la sorprendió un poco, pero rápidamente preguntó:
—¿Lo dice porque es, como dicen aquí en Inglaterra, de extracción humilde?
—En absoluto. Su padre era maestro de escuela, y su madre, la viuda de un pastor, pero eso no tiene nada que ver. Lo digo simplemente porque le conozco bien.
—¿Y no juega eso terriblemente en su contra?
—Terriblemente.
—¿No es una circunstancia fatal?
—¿Fatal para qué? No para su espléndida vitalidad.
Volvió a meditar unos instantes.
—¿Presumo que es esa espléndida vitalidad la causa de sus vicios?
—Sus preguntas son formidables y directas, pero me alegro de que las haga. Yo pensaba más bien en su noble intelecto. Sus vicios, como usted los llama, se han exagerado mucho; después de todo, consisten en un único defecto.
—¿Falta de voluntad?
—Falta de dignidad.
—¿Es que no reconoce cuáles son sus obligaciones?
—Al contrario, las reconoce profusamente, especialmente en público. Sonríe y hace reverencias, y las saluda cuando pasan al otro lado de la calle. Pero cuando cruzan hasta su acera, se da la vuelta y se pierde rápidamente entre la multitud. Las reconoce, digamos, espiritualmente, pero no quiere trato con ellas. Así que el señor Saltram se limita a dejar sus pertenencias a otras personas para que estas las cuiden. Acepta favores, préstamos y sacrificios, con el único obstáculo de la agonía de la vergüenza. Por suerte somos una pequeña congregación que rebosa fe, y hacemos lo que está en nuestra mano.
Guardé un prudente silencio sobre los hijos naturales, tres en concreto, que Saltram había engendrado durante sus años de alocada juventud. Proseguí:
—Eso sí, se esfuerza. Mucho, muchísimo. Pero jamás logra llegar a nada; a lo único que llega son los abandonos y las rendiciones.
—¿Y a cuánto ascienden?
—Hace bien en referirse a ellos como si fueran cuentas pendientes de pagar, pero, como le he dicho antes, las preguntas que me dirige son certeras y terribles. Intentaré responderle: los ejercicios de genio del señor Saltram ascienden a la gran suma de poesía, filosofía, una enorme masa de especulación, notas y citas. Como ve, hay genio suficiente para aceptar la derrota; pero es harto escaso para sostener una buena defensa.
—¿Y después de este tiempo, qué ha logrado?
—¿Se refiere a su reputación y reconocimiento? —pregunté—. No ha logrado demasiado, la verdad, pues su estilo no es tan bueno y, desde luego, no tan exuberante como su conversación. Dos tercios de su obra son meros proyectos colosales y anuncios de intenciones futuras. Los «logros» de Frank Saltram no suelen ser notables: tenga en cuenta que esta noche debía aparecer frente a una audiencia respetable, ¡y ya ve! Sin embargo, si hubiera
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