La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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“con preocupaciones sociales” –Jacob Riis, Lewis Hine, Walker Evans, Robert Frank, W. Eugene Smith, Dorothea Lang, entre otros–, “perduran mucho más que la relevancia del tema” (Sontag, 1996, p. 112).

      Se trata de una preeminencia de lo estético que, para Sontag, tiene una consecuencia mayor: que “el discurso artístico capaz de absorber toda fotografía” termine por suplantar los usos originales de la imagen, preparando así el camino para su despolitización (1996, pp. 109-110). Esto, a juicio de Sontag, es lo que ha ocurrido con la emblemática fotografía del cadáver de Ernesto ‘Che’ Guevara tendido sobre una loza de cemento en La Higuera, un pueblo de Bolivia, rodeado por varios militares, periodistas y agentes oficiales, pues se trata de una imagen cuyo atractivo estético nos pone no solo en la ruta de la historia del arte –recuérdese su semejanza, también señalada por John Berger, con las pinturas de El Cristo muerto de Mantegna y La lección de anatomía del profesor Tulp de Rembrandt–, sino también en la pérdida paulatina de sus usos iniciales, los cuales se atenuaron en favor de un discurso artístico e, incluso, publicitario, capaces de apropiarse del significado de rebeldía y dignidad que había en los primeros acercamientos a dicha fotografía, tomada en octubre de 1967 como prueba inobjetable de que Guevara había muerto. Para Sontag, “el grado en que esa fotografía es inolvidable indica su potencia para ser despolitizada, para transformarse en imagen atemporal” (1996, p. 110). En otras palabras, para convertirse en un icono sin consecuencias.

      Esta pugna entre el embellecimiento, que proviene de las bellas artes, y la veracidad, que es el legado tanto del discurso científico como del ideal moralizador de los modelos literarios del siglo XIX y del periodismo de objetividad que comienza despuntando el siglo XX, remite a Sontag a la cuarta controversia que ella sostiene con la fotografía: la estetización a la que está vinculada. Este capítulo aborda las dos rutas que Sontag dibuja para plantear este debate: la primera problematiza el hecho de que cuando la aproximación fotográfica a realidades de atrocidad adquiere una bella composición, un buen encuadre, o una interesante iluminación, se corre el riesgo de atenuar el sufrimiento y volver placentero lo inaceptable, en nombre de un esteticismo al que se debería renunciar; la segunda se refiere al hecho de que cuando las fotografías se transforman en iconos de algo –de la atrocidad, la maldad, la injusticia, la esperanza–, estas pierden su carácter referencial y sus usos iniciales, en favor de estructuras simbólicas que las convierte en objetos atemporales, en atractivas imágenes de culto que se muestran una y otra vez. Pero ¿son solamente eso? Se trata de dos trayectos en los que Sontag no camina sola. Por allí igualmente transitan otros autores y otras miradas, que es importante considerar.

      En Sobre la fotografía, Sontag retoma a Walter Benjamin para adentrarse en la primera de ambas discusiones. De él cita un pasaje de una conferencia pronunciada en París en el Instituto de Estudios del Fascismo, en abril de 1934, que más tarde fue publicada bajo el título El autor como productor. Allí, Benjamin advertía sobre el poder transfigurador de la fotografía, no importa que esta se ocupe de asuntos nobles o de cosas cotidianas.37 La cámara, decía él:

      […] es ahora incapaz de fotografiar una casa de vecindad o una pila de basura sin transfigurarlos. Por no mencionar una presa o una fábrica de cables eléctricos: frente a esas cosas la fotografía solo puede decir: “¡Qué Bello!” […] Ha logrado transformar la más abyecta pobreza, encarándola de una manera estilizada, técnicamente perfecta, en objeto placentero (Benjamin, citado en Sontag, 1996, p. 110).

      Esta absorción artística de la fotografía, esta estetización de los objetos sometidos al lente de una cámara cuyo “triunfo más perdurable ha sido su aptitud para descubrir la belleza en lo humilde, lo inane, lo decrépito” (Sontag, 1996, p. 106), contiene, para Sontag, la falencia de su promesa de autenticidad, puesto que,

      […] contrariamente a lo que proponen las declaraciones del humanismo a favor de la fotografía, la capacidad de la cámara de transformar la realidad en algo bello deriva de su relativa debilidad como medio para comunicar la verdad (1996, p. 114),

      para transmitir un significado estable con el que se pueda luchar contra la atenuación de los usos originales de la imagen –sobre todo los políticos–, que progresivamente pierden relevancia por cuenta de un discurso artístico que coloniza a la fotografía (1996, p. 109). De ahí que, siguiendo a Sontag, aunque las fotografías de atrocidades puedan agobiar al espectador y, en efecto, angustiarlo, “la tendencia estetizante de la imagen es tal que el medio que transmite la angustia termina por neutralizarla” (1996, p. 112).

      Con estas palabras, Sontag trastoca la sentencia inicial del poeta Charles Baudelaire sobre la fotografía. En su famoso ensayo “El público moderno y la fotografía”, dedicado al Salón Francés de Artes de 1859, Baudelaire mostraba su desconfianza hacia la fotografía, a la que tildaba de ser la responsable –por cuenta de su realismo– de la pérdida del gusto de los franceses por la pintura. En el comentario de algunos de los títulos y temas fotográficos allí expuestos, Baudelaire se quejaba de que “el gusto exclusivo por lo verdadero (tan noble cuando se limita a sus aplicaciones adecuadas) sofoca el gusto por lo Bello” (Baudelaire, citado en Berman, 1988, p. 138). Y continuaba: “allí donde no se debería ver nada más que Belleza (quiero decir un cuadro hermoso) nuestro público busca solamente Verdad” (1988, p. 138). Situación que provocaba que la fotografía se constituyera, según sus palabras, en “el enemigo mortal del arte”, debido a su habilidad para reproducir la realidad y mostrar la “Verdad”. Pero, “¿por qué la presencia de la realidad, de la ‘verdad’ en una obra de arte, ha de debilitar o destruir su belleza?”, se pregunta Marshall Berman en su trabajo sobre Baudelaire (Berman, 1988, p. 139). La respuesta a este interrogante radica, según Berman, en un empeño que ha caracterizado al modernismo estético desde la época de Baudelaire: el desprecio por la cultura de masas, la idea según la cual el arte únicamente puede abrir sus puertas a algunas pocas formas de la cultura popular, pero a condición de que estas levanten su hogar por encima de las prácticas cotidianas de la muchedumbre masificada (Berman, 1988, pp. 129-173; Carey, 2009, pp. 22-37). Tanto Baudelaire como Sontag comparten esta forma distintiva del estilo modernista, solo que a diferencia del primero, para quien la presencia de la verdad destruye la belleza, en Sontag es la presencia de lo bello lo que debilita la verdad.

      Pero no es solo con Benjamin o Baudelaire la deuda de Sontag. Su crítica a la fotografía que aborda temas de pobreza y de violencia remite, además, al pensamiento de Theodor Adorno en torno a la paradoja de la representación en el arte político. Concretamente, a la objeción adomiana respecto a los modos en que el arte representa los hechos o las consecuencias de la violencia, por la vía de una estilización que termina por empeorar las cosas, bien sea porque atenúa el sufrimiento, al volverlo un objeto de disfrute; porque mitiga la violencia, al hacerla un objeto atractivo, o porque al embellecerla, acaba redimiéndola, razón por la cual, para Adorno, hacer del horror algo bello, lejos de ser un acto civilizatorio, es un acto de barbarie.38 En su escrito sobre la literatura comprometida, publicado originariamente en 1962 bajo el título Commitment, Adorno alude a esta disyuntiva que surge cuando el arte y la representación intentan mostrar lo que no se puede mostrar, o hablar de lo que no se puede hablar. Y esto lo hace a propósito de la composición El superviviente de Varsovia de Arnold Schöenberg, de la que Adorno afirma que, pese a que a dicha obra musical la asiste la fuerza auténtica de la aflicción y el sufrimiento, esta también “se acompaña de algo desagradable”, ya que al “convertirse en imagen, es como si se estuviera ofendiendo el pudor ante las víctimas” (1962, p. 407). Para

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