La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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“puede perturbar tanto al que hace la fotografía como al que la mira” (2010, p. 101); una escena en la que “no hay necesidad de que se nos ofrezca un pie de foto para entender que un trasfondo político está siendo explícitamente formulado y renovado mediante y por el marco” (2010, p. 105). Por tanto, señala Butler,

      […] la cuestión para la fotografía bélica no es solo, así, lo que muestra sino cómo muestra lo que muestra. El “cómo” no solo organiza la imagen, sino que además trabaja para organizar nuestra percepción y nuestro pensamiento igualmente (2010, p. 106).

      Así sea apenas como “registro”, la fotografía interpreta la realidad.

      En su crítica al modelo del periodismo “incorporado” que asumieron los medios de comunicación estadounidenses para informar sobre la invasión a Irak en marzo de 2003, y que implicó prescribir el punto de vista desde el que se podía ver/sentir/comprender la guerra, al encuadrarla en una serie de marcos narrativos –no mostrar cuerpos muertos, ni imágenes de sufrimiento– establecidos por los militares y las autoridades gubernamentales,27 Butler afirma que

      […] si el poder estatal intenta regular una perspectiva que los reporteros gráficos y de televisión van luego a confirmar, entonces la acción de la perspectiva en y como marco forma parte de la interpretación de la guerra prescrita por el Estado (2010, p. 106).

      Y

      […] aunque limitar cómo vemos o qué vemos no es exactamente lo mismo que dictar el guion, sí es una manera de interpretar por adelantado lo que se va a incluir, o no, en el campo de la percepción (2010, p. 99).

      De ahí que nuestra capacidad para reaccionar con indignación, impugnación y crítica dependerá, en parte, de cómo se comunique la norma diferencial de lo humano mediante marcos visuales y discursivos. Habrá maneras de enmarcar que pongan a la vista lo humano en su fragilidad y precariedad, que ofrezcan la posibilidad del escrutinio público e, incluso, constituyan un acto de ver desobediente, y habrá otras que actúen como hilo conductor de la norma deshumanizadora.

      Por eso, para Butler, “aprender a ver el marco que nos ciega respecto a lo que vemos no es cosa baladí” (2010, p. 143). Al final de su comentario sobre las imágenes que se difundieron de las torturas infligidas por los soldados estadounidenses contra prisioneros de guerra en la cárcel militar de Abu Ghraib, Butler plantea que “si existe un papel crítico para la cultura visual en tiempo de guerra, no es otro que tematizar el marco coercitivo”, aquel que llama a “no ver” en medio del ver, que obliga a “no ver” como condición del ver. Y para esto, dice ella, no basta con denunciar las condiciones técnicas de reproducción y reproducibilidad de los marcos ya existentes, invocando para ello la producción incontaminada de nuevos contenidos por parte de los medios de comunicación alternativos, sino que es necesario estar atentos al momento en que un marco dado por hecho rompe consigo mismo y se “escapa de las manos” de sus contextos y propósitos iniciales, al desplazarse por el espacio y el tiempo, y al introducirse en el ámbito público como objeto de escrutinio (2010, pp. 24-28), que fue lo que sucedió con las fotografías de Abu Ghraib.28 Allí, el marco inicial de la deshumanización de la vida, de la exhibición contumaz de un crimen de guerra, presentado como si se tratara de un asunto “divertido”, fue puesto en tela de juicio gracias al desplazamiento de las imágenes, debido a que la circulación de esas fotografías fuera de la escena de su producción socavó su pretensión de imposición y “dio al traste con el mecanismo de la deslegitimación, dejando tras sí toda una estela de dolor e indignación” (2010, p. 144).

      Con estas consideraciones, Butler nos instala en un doble escenario de reflexión: en el reconocimiento de que las imágenes son seres vivos y en la idea de que es necesario controvertir la división entre palabra e imagen.29 A esto se refieren algunos investigadores provenientes del campo de los estudios visuales, para quienes las imágenes que trabajan en el arte, el cine, los medios, las figuras del lenguaje y las metáforas son objetos que tienen una vida propia (Mitchell, 2009), que excede tanto las intenciones de sus creadores como los datos del contexto en que estas han sido producidas, ámbitos estos hacia donde tradicionalmente ha apuntado la historia del arte en su ubicación de las imágenes como objetos inertes que, para ser interpretados, necesitan un conocimiento previo, proporcionado ya sea por las intencionalidades del artista –lo que quiso decir su creador– o por una colección de referencias brindadas por el contexto (Bal, 2009). De ahí el interés, en algunos de estos estudiosos, por la “presencia” de la imagen –la imagen como “presencia”–, que alude a una preocupación por su condición existencial, por su disposición de actuar y emocionar, por su fuerza performativa30 capaz de afectar las respuestas del espectador (Bal, 2009; Levin, 2009; Azoulay, 2012; Freedberg, 2014). Situación que lleva a repensar la imagen más allá de su condición de objeto estético autónomo, orientado a la “representación” o cognición del mundo (Moxey, 2009), en un desplazamiento que aboga por ir del poder representacional de la imagen en su tarea de dar cuenta de la realidad, al vigor performativo con que esta actúa sobre esa realidad.

      La vida de las imágenes, como sostiene W. J. Thomas Mitchell, “no es un asunto privado o individual […] Conforman un colectivo social que mantiene una existencia paralela a la vida social de sus anfitriones humanos y del mundo de los objetos que representan” (2014, p. 104). De ahí que examinar las imágenes como especies vivas31 no implica que estas resistan al lenguaje, sean “puras” y se expliquen por sí mismas. Como afirma la teórica del arte y crítica cultural Mieke Bal, la idea de que los objetos visuales son contrarios al lenguaje, de que la visualidad es un acto inefable que, por tanto, no se puede ni se debe explicar, esconde en el fondo un sentimiento antivisual (Bal, 2004, p. 22). Esto implica asumir tres aspectos que Bal estima importantes a la hora de interrogar qué sucede cuando la gente mira y qué ocurre en el acto mismo de mirar: el primero es reconocer que se trata de un “acto profundamente impuro, orientado por los sentidos y fundamentado en la biología”, en que “la mirada se encuentra inherentemente encuadrada, delimitada, cargada de afectos”; pero, asimismo, está atravesada por una acción cognitiva intelectual que “interpreta y clasifica” (2004, p. 17); el segundo es asumir que esta impureza es susceptible “de ser aplicada a otras actividades basadas también en los sentidos como escuchar, leer, saborear u oler” (2004, p. 17), que están mutuamente permeados unos de otros; y el tercero es entender que la simultaneidad entre textos e imágenes demanda un acercamiento no esencialista de ambos registros, que permita cuestionar por igual, tanto el desprecio a la analogía lingüística en nuestra aproximación a las imágenes, como la subvaloración de las modalidades sensoriales en nuestra veneración por el pensamiento. Ni las imágenes están destinadas a desaparecer bajo el polvo de las palabras, ni tampoco están condenadas a la mudez.

      A esto se refiere Mitchell cuando controvierte la idea de que existen medios puramente visuales o puramente lingüísticos, exclusivamente cognitivos o apenas afectivos. Para este autor, palabra e imagen es el “nombre de una distinción ordinaria”, “una forma fácil de dividir, cartografiar y organizar campos de representación”, “una etiqueta engañosamente simple, no solo para dos tipos de representación, sino para unos valores culturales profundamente contestados” (Mitchell, 2009, p. 11): en este lado la palabra, asociada al flanco de “la ley, la lectura y el dominio de las élites”; y en este otro la imagen, vinculada “a la superstición popular, a la falta de formación, a la disipación y la corrupción” (García, 2014, p. 30). Sin embargo, como el propio Mitchell sostiene,

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