La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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identificación se modifican permanentemente si el “otro” es el objeto de deformaciones racistas y se oculta a la vista su sufrimiento. Si se sigue por esa senda, el deseo de la audiencia de proteger a los niños es en realidad un deseo de protegerse de los sentimientos de duda, ambivalencia y complejidad moral (1998, p. 295).

      Ante esas “víctimas anónimas” aparece, entonces, un giro de frustración o de impotencia, cuando no un reclamo aireado que denuncia la indecencia con que se difunden las imágenes de su dolor y sufrimiento: ¿no deberían ser las imágenes más prudentes de modo que no exploten nuestras bajezas, el lado mórbido de la naturaleza humana? Por esa vía, volviendo a Sontag, terminamos mostrando una compasión inocua. Indignarnos por los padecimientos que sufren esas “víctimas distantes”, frente a las cuales no tenemos ninguna complejidad moral, más allá que denunciar la saturación y el mal gusto de las imágenes con las que se muestra su dolor, acaba en una exotización del horror y de los lugares donde este ocurre, lo que refuerza esa creencia de que hay un mundo seguro, hecho para “actuar”, y otro inseguro, nacido para “sufrir” (Sontag, 2003, p. 85); o, peor aún, en una idea según la cual la víctima es alguien para ser visto (en un noticiero, un museo, una galería), y no alguien que ve (2003, pp. 121-146). Con lo que el reclamo no es a que cese la atrocidad, sino a que se haga efectiva una “ecología de la imagen” del horror y el sufrimiento: más estética, domesticada y prudente.

      Así, frente al pesimismo de los que ven en la imagen una incapacidad para transformar conciencias, a la vez que una fuerza para anularlas, ante el optimismo de los que constatan en la imagen un poder más que suficiente para alentar la acción política de los espectadores, y frente al paroxismo de los que denuncian el mal gusto de las imágenes de atrocidad, Sontag plantea que “no son las imágenes las responsables de que no suceda aquello que debe producir la política, la conciencia moral y la compasión” (Sarlo, 2003, p. 7). Por tanto, dice, “el hecho de que no seamos transformados por completo, de que podamos apartarnos, volver la página, cambiar de canal, no impugna el valor ético de un asalto de imágenes” (Sontag, 2003, p. 136). Las imágenes atroces tienen, entonces, una función: son “una invitación a prestar atención, a reflexionar, a aprender, a examinar las racionalizaciones que sobre el sufrimiento de las masas nos ofrecen los poderes establecidos”. Son un aguijón que invitan a preguntar: “¿Quién causó lo que muestra la foto? ¿Quién es el responsable? ¿Se puede excusar? ¿Fue inevitable? ¿Hay un estado de cosas que hemos aceptado hasta ahora y que debemos poner en entredicho?” (2003, p. 136). Pero un aguijón en el que siempre está presente el dilema respecto a “qué mostrar, cómo, cuándo, dónde y, muy especialmente, cuánto” (Arfuch, 2006, p. 82).

      Ahora bien, aun cuando Sontag hubiese endurecido su posición en contra de la idea de que solo el espectáculo es lo real, y haya revisado algunos aspectos claves de su negativismo original sobre las respuestas populares ante la imagen, también es cierto que mantuvo la convicción que la acompañó desde siempre: una imagen, por sí misma, no es capaz de transmitir un mensaje que articule el saber de los hechos, ni puede determinar el curso de las acciones por venir, pues en la tarea de comprender, decía ella, “las imágenes dolorosas y conmovedoras solo ofrecen el primer estímulo” (Sontag, 2003, p. 119). Y con esto, Sontag nos introduce en el tercer litigio que sostuvo con la imagen fotográfica: su ausencia de narración, porque si bien no es la cantidad de imágenes, sino la pasividad lo que nubla los sentidos, es la narrativa, dice ella, la que nos prepara para hacerles frente a los impactos de la imagen. Una controversia en la que Sontag no solo persistió, sino con la que acrecentó su malestar con la promesa proveniente del realismo de la fotografía de que ver es comprender.

      En el fondo –o en el límite– para ver bien una foto vale más levantar la cabeza o cerrar los ojos

      Roland Barthes, La cámara lúcida

      Susan Sontag sospechaba del pecado original con que había nacido la fotografía: su carácter antiexplicativo, su defecto de no tener continuidad narrativa, de no ser escritura, de estar fatalmente asociada a la apariencia, al significado inestable de lo momentáneo, a una impronta de realidad fragmentada y disociada que aparece “fugazmente ante nuestras vidas” (Butler, 2010, pp. 95-144). Es la imagen como un punto de partida previo a la cognición. De ahí la debilidad y la trampa de la fotografía: la primera, vinculada con la transmisión de afectos y la producción de sentimientos; la segunda, relacionada con la ilusión de que sabemos algo del mundo porque lo aceptamos tal cual como la cámara lo registra.

      En Sobre la fotografía, Sontag asociaba esta carencia narrativa a un modo de producción de conocimiento que “nos persuade de que el mundo está más disponible de lo que está en realidad” (Sontag, 1996, p. 33), que “niega la interrelación, la continuidad, pero confiere a cada momento el carácter de un misterio” y a cada situación “un objeto de potencial fascinación” (1996, p. 32). Un modo de conocimiento que “si bien puede acicatear la conciencia” (1996, p. 32), no le puede ofrecer una comprensión ética o política, porque para esto se requiere de la dimensión temporal –la interpretación– en que se inscribe la narración, no de la espacial –la selección– en que se ubica la fotografía, por lo que, para ella, “el conocimiento obtenido mediante fotografías fijas siempre consistirá en una suerte de sentimentalismo, ya sea cínico o humanista”. Porque mientras la fotografía se cimienta en la apariencia de algo, “la comprensión se basa en su funcionamiento. Y el funcionamiento es temporal, y debe ser explicado temporalmente”. De ahí su sentencia: “solo aquello que narra puede permitirnos comprender” (1996, p. 33).

      Este capítulo empieza y termina con un par de reflexiones: la primera se apuntala en la idea de que si, como dice Sontag, solo lo que narra permite comprender, entonces el camino más lógico sería salvar la inestabilidad y la fugacidad de las imágenes mediante la perdurabilidad de las palabras, a través de la urgencia de la interpretación. ¿Qué puede significar esto? La segunda comienza por reconocer que si bien la fotografía puede ser considerada como una ausencia de narración, ¿qué podría tener en común con la narración? En la mitad de estas reflexiones aparece una tensión que surge de problematizar si la cuestión del horror está en la crudeza de las imágenes, o en el vacío de su comprensión, y si para interpretar una fotografía de atrocidad es preciso tener en cuenta el marco que proporciona la imagen, o más bien hay que salirse de él. Una tensión en la que diversos autores entran a dialogar y controvertir con Sontag.

      La distinción entre la narración que es temporal y la fotografía que se ubica en el plano de lo espacial es una de las claves para asumir el déficit explicativo de la imagen fija. En Ante el dolor de los demás (2003), Sontag revive su crítica a la carencia narrativa de la imagen fotográfica. En sus páginas, vuelve a poner en duda la idea según la cual el poder de la fotografía está en su capacidad de fomentar el repudio contra la atrocidad o la insensatez, puesto que no es lo mismo estar afectados, obsesionados, por una imagen, que ser capaces de pensar en el acontecimiento que la produjo. Como tampoco es igual la cantidad de emoción que transmite la imagen a la calidad del entendimiento que esta puede concitar y a los sentimientos que puede generar: indignación, angustia, entumecimiento, impotencia. A esto se refiere cuando afirma:

      Las fotografías pavorosas no pierden inevitablemente su poder para conmocionar. Pero no son de mucha ayuda si la tarea es la comprensión. Las narraciones

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