La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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Times, John Kifner: “La imagen es escueta, una de las más perdurables de la guerra de los Balcanes: un miliciano serbio a punto de dar un puntapié a la cabeza de una musulmana moribunda. Eso dice todo lo que hace falta saber”. Pero desde luego que no nos dice todo lo que hace falta saber (Sontag, 2003, p. 104).

      Sontag reta la afirmación de Kifner porque, para ella, esa imagen por sí sola no dice todo lo que hace falta saber. La operación es diferente: para ver se requiere saber. Y para saber se necesita algo más que conmoción, en la medida en que ver no es comprender. Hace falta comprensión: algo que las imágenes no brindan por sí mismas. Y comprender, sostiene Sontag, implica un análisis del contexto, del desarrollo y de las consecuencias de una serie de eventos que se despliegan en el tiempo bajo estructuras narrativas relacionadas con un principio, un nudo, un desenlace (2003, pp. 140-142). En el comentario a esta misma fotografía, tomada por el fotorreportero Ron Haviv, Sontag continúa:

      Sabemos que la fotografía se hizo en el pueblo de Bijeljina en abril de 1992 […] Vemos de espaldas la figura de un miliciano serbio uniformado, una figura juvenil con gafas oscuras que descansan sobre su cabeza, un cigarrillo entre el dedo índice y el medio de su mano izquierda levantada, el fusil suspendido en su diestra, la pierna derecha en el aire a punto de dar un puntapié a una mujer tendida boca abajo sobre la acera entre otros dos cuerpos. En la fotografía nada nos dice que sea musulmana, aunque es probable que hubiera sido caracterizada de cualquier otro modo, pues ¿por qué ella y los otros dos iban a estar allí tendidos como muertos (¿por qué “moribunda”?), bajo la mirada de unos soldados serbios? De hecho, la fotografía dice muy poco: salvo que la guerra es un infierno y que garbosos soldados jóvenes armados son capaces de dar puntapiés en la cabeza a viejas gordas que yacen indefensas o ya muertas (2003, pp. 104-105).

      En esto Sontag no está sola. Sus planteamientos coinciden con un comentario formulado hace ya cuatro décadas por el crítico de arte, pintor y escritor John Berger, a propósito de una fotografía tomada por el reconocido fotoperiodista inglés Donald McCullin, en la que aparece un hombre con un niño agonizante en sus brazos en la localidad de Huê, en plena guerra de Vietnam en 1968. Imágenes como las de McCullin, dice Berger, nos toman por sorpresa, “nos atrapan”, cuando las miramos, “nos sumergimos en el momento del sufrimiento del otro”; son fotos cuyo “objetivo es despertar la preocupación del espectador”, es mostrar “momentos de agonía a fin de provocar un máximo de inquietud”, por lo que se inscriben en una “nueva tendencia” de la prensa estadounidense –la tendencia de esa época– que consiste en “recordarnos la aterradora realidad, la realidad vivida tras las abstracciones de la teoría política, las estadísticas de muertes y los boletines de noticias”. Y, sin embargo, Berger se pregunta: “¿qué es lo que vemos a través de ellas?” (2005, pp. 55-56).

      Para él, lo que vemos en estas fotografías de la agonía súbita, como las que captan los fotoperiodistas de guerra –“un terror, una herida, una muerte, un llanto de dolor”– apunta a una contradicción: a cristalizar “momentos totalmente discontinuos en relación con el tiempo normal” (Berger, 2005, p. 56), ya que, por una parte, nos sumergen en el pesimismo o indignación que captura la imagen; pero, por otra, cuando hemos visto suficiente, nos dirigimos de vuelta a nuestra vida cotidiana, a retomar nuestras labores diarias, en un movimiento de separación con la situación que ha tenido lugar. Según Berger, al aislar un momento de agonía, al congelar una escena de dolor, lo que la cámara crea es una discontinuidad radical que lleva a la inadecuación moral, porque al romperse el circuito de continuidad con el hecho de atrocidad, la respuesta del espectador termina siendo inadecuada.24 De este modo, las imágenes de atrocidad terminan por dispersar el sentido de conmoción del espectador, ya que

      en cuanto sucede esto incluso su terror se desvanece […] Y o bien se encoge de hombros quitándole importancia a un sentimiento que ya le resulta familiar, o bien piensa en cumplir una suerte de penitencia; el ejemplo más puro de este tipo de autocastigo sería hacer una contribución a ciertas organizaciones como UNICEF (Berger, 2005, p. 57).

      Con una consecuencia mayor, dice Berger: “el problema de la guerra que ha causado ese momento resulta eficazmente despolitizado”. La imagen “no acusa a nadie y nos acusa a todos” (2005, p. 58).

      Michael Ignatieff lo dice con otras palabras. En su libro El honor del guerrero (1999), este escritor y académico canadiense cuestiona el hecho de que la moral del periodismo, en particular de la televisión informativa, esté dedicada a constatar que el horror del mundo está en los cadáveres, en las consecuencias que produce la violencia, en aquello que es más fácil visualizar, pero a costa de dejar de lado las intenciones que habitan en las mentes de los asesinos. Como Berger, Ignatieff también menciona al reconocido Donald McCullin, esta vez para referirse a la moral del corresponsal de guerra, retratada en la actitud del citado fotorreportero, que fastidiado “de oír las reiterativas justificaciones de la crueldad humana de labios de la derecha y la izquierda”, al final “aprende a escuchar solo a las víctimas”, pues como el propio McCullin afirma: “He visto tanto sufrimiento que visceralmente he llegado a sentirme uno mismo con la víctima, y en esa posición he llegado a una cierta integridad”25 (citado en Ignatieff, 1999, p. 27).

      El problema con la buena conciencia de prestar atención a las víctimas, de buscar a la víctima inocente, de mostrar la atrocidad solo en los cuerpos muertos, es que “los cadáveres esparcidos entre los escombros hacen superfluo cualquier intento de comprensión” (Ignatieff, 1999, p. 28), porque al regodearse en el lugar común de que la guerra es el infierno o lo absurdo, esto deja por fuera a las narrativas que explican sus causas, que nombran a los responsables, que señalan a los beneficiarios, los cuales quedan absorbidos bajo el cúmulo de escenas horrorosas. Y cuando esto ocurre, dice Ignatieff, aparece la tentación de refugiarnos en el asco, que se ofrece como sustituto del pensamiento, de buscar consuelo en una misantropía superficial: “¡Están todos locos!”, actitud que socava las bases del compromiso moral con el otro que sufre, debido a la ausencia de una narrativa esclarecedora que ayude a comprender. ¿Por qué esto? Porque, según este autor, en su condición de mediador moral entre los hechos violentos y la audiencia, el conjunto de imágenes, sobre todo televisivas,

      […] son más eficaces presentando consecuencias que analizando intenciones, más adecuadas para señalar cadáveres que para explicar por qué resulta tan provechosa la violencia en ciertos lugares. De ahí su responsabilidad en el aumento de la misantropía, en esa irritante resignación ante la locura criminal de los fanáticos y los asesinos que legitima uno de los aspectos más peligrosos de la cultura actual: la sensación de que el mundo ha enloquecido de tal forma que ya no merece la pena reflexionar (1999, p. 29).

      Por tanto, para Ignatieff, “la vuelta del desencanto [lo que Sontag llama la ausencia de una conciencia política relevante] coincide con la desaparición de aquellas narraciones morales en las que se fundamentaba el compromiso”, esos “relatos con los que dotamos de significado a los lugares distantes y explicamos por qué nos interesan sus crisis” (1999, p. 95). De modo que “la sola pintura de las atrocidades o del sufrimiento no hace surgir el compromiso o la compasión necesariamente y en todo lugar”, pues para esto se requiere prestar atención al tipo de narrativa que nos proporcionan los intermediarios especializados en la palabra pública –“escritores, periodistas, políticos, testigos”–, cuyos relatos, explicaciones y testimonios pueden acercarnos al horror, pero alejarnos del entendimiento. Para este autor, cuando solo vemos el “caos” más allá de nuestras fronteras físicas y morales, la tentación de acudir a la repugnancia se hace irresistible. Y cuando esto ocurre, la ausencia de narración se traduce en una erosión del compromiso, y abre paso a la impotencia. He ahí nuestro dilema, en palabras de Ignatieff: “ayudamos a la gente como nosotros mismos porque comprendemos con facilidad sus historias y sus crisis, pero

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