La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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      Se trata de debates que, por caminos diferentes, nos devuelven al terreno inicial del pensamiento crítico: “el de la interpretación de la modernidad como la ruptura individualista del lazo social y de la democracia como individualismo de masas” (Rancière, 2010, p. 45), responsables, una y otra, de la destrucción del “tejido de las instituciones colectivas que congregaban, educaban y protegían a los individuos: la religión, la monarquía, los lazos feudales de dependencia, las corporaciones, etc.” (2010, p. 44). Al problematizar la génesis del pensamiento crítico moderno, Rancière afirma que, desde el siglo XIX,

      […] la crítica marxista de los derechos del hombre, de la revolución burguesa y de la relación social alienada se había desarrollado, efectivamente, a partir de esa tierra abonada por la interpretación posrevolucionaria y contrarrevolucionaria de la revolución democrática como evolución individualista burguesa que habría desgarrado el tejido de la comunidad (2010, p. 45).

      Según este autor, para comprender el énfasis que el pensamiento crítico pone en la pérdida de la comunidad, hay que volver al sentido original de la palabra “emancipación”, que él la define como “la salida de un estado de minoridad”. Continúa Rancière:

      Ahora bien, ese estado de minoridad del que los militantes de la emancipación social han querido salir es, en su principio, lo mismo que ese “tejido armonioso de la comunidad” con el que soñaban, hace dos siglos, los pensadores de la contrarrevolución y con el que hoy se enternecen los pensadores posmarxistas del lazo social perdido. La comunidad armoniosamente tejida que conforma el objeto de esas nostalgias es aquella en la que cada uno está en su sitio, en su clase, ocupado en la función que le corresponde y dotado del equipamiento sensible e intelectual que conviene a ese sitio y a esa función: la comunidad platónica en la que los artesanos deben permanecer en su sitio. Porque el trabajo no espera –no deja tiempo para parlotear en el ágora, deliberar en la asamblea y contemplar sombras en el teatro–, pero también porque la divinidad les ha dado el alma de hierro –el equipamiento sensible e intelectual– que los adapta y los fija en esa ocupación (2010, pp. 45-46).

      ¿Qué lectura hizo el pensamiento crítico de la emancipación? Que “la emancipación no podía aparecer sino como la apropiación global de un bien perdido por la comunidad” (2010, pp. 46-47), con lo cual la dominación quedó ligada a la separación, mientras que la liberación terminó asociada a la reconquista de una unidad perdida: aquella en la que cada quien está en su sitio, dotado de las capacidades de sentir, decir y hacer adecuadas para esas actividades, pero sin aspirar a ocupar otro espacio, otro tiempo, otra sensibilidad (2010, p. 46). De ahí la necesidad, por ejemplo, en Debord, de un programa teórico que ofreciera las llaves para descifrar las imágenes engañosas y desenmascarar las formas ilusorias que someten a los individuos a la trampa de la ilusión, el sometimiento, la obscenidad y la miseria. La emancipación, así experimentada, señala Rancière, solo podrá sobrevivir como el final de un proceso global que debe dar cuenta de cómo hemos separado a la sociedad de su verdad. Esta debía aplicarse “a la lectura crítica de las imágenes y al develamiento de los mensajes engañosos que ellas disimulaban” (2010, p. 47).

      Todo lo cual ayuda a explicar por qué, para algunos analistas de la imagen, la repetición propiciada por la tecnología es vista como un menoscabo de la singularidad, la novedad y la originalidad de la “fuente” primigenia, que se asume como aurática y libre de la contaminación favorecida por la reproducción tecnológica. Una reproducción que también aparece asociada al extravío de la sorpresa, en palabras de Roland Barthes; esto es, al detrimento de lo “raro”, la “proeza”, el “hallazgo”, en fin, a la pérdida de lo “notable” que, según él, ha hecho que la fotografía se asuma ella misma como algo destacable, al decretar como “notable lo que ella misma fotografía”, de modo que “‘cualquier cosa’ se convierte entonces en el colmo sofisticado del valor” (Barthes, 2009, pp. 51-52). Debates estos que, además, remiten, como ya lo señalábamos antes, a cierta fascinación hacia los temas judíos de la prohibición bíblica de la imagen, algo sobre lo que Martin Jay ha llamado la atención, al referirse a la sospecha ascética suscitada por la “lujuria de los ojos”, por la hipertrofia de lo visual, que está presente en la tradición antiocular del pensamiento occidental contemporáneo, especialmente del pensamiento francés, con su desconfianza en la visión como herramienta de conocimiento del mundo (Jay, 2007, pp. 324, 411).

      W. J. Thomas Mitchell encuentra en esto lo que él llama una “falacia del poder”, según la cual las imágenes son expresiones de relaciones verticales de poder en las que el espectador cree que domina los objetos visuales, cuando en realidad son los productores de la comunicación mediatizada quienes dominan, tanto a las imágenes como a los espectadores. (Mitchell, 2003, p. 29). Una falacia que, al decir de este autor, asume a los medios visuales como cómplices de los regímenes del espectáculo y la vigilancia, la propaganda y de “todas aquellas estrategias desarrolladas para controlar poblaciones y erosionar las instituciones democráticas” (2003, p. 29), gracias a su naturaleza misma: porque no son lenguaje, estética ni arte. Como el propio Mitchell sostiene,

      […] aunque no hay duda de que la cultura visual (igual que la cultura material, oral o literaria) puede ser un instrumento de dominación, no pienso que resulte productivo singularizar los campos como el de la visualidad, las imágenes, el espectáculo o la vigilancia como los vehículos exclusivos de la tiranía política (2003, p. 33).

      Pues con esto lo que emerge es una “desafortunada tendencia a caer en una suerte de crítica iconoclasta que imagina que la destrucción o desenmascaramiento de las falsas imágenes significará una victoria política” (2003, p. 34), o cuando menos un triunfo dedicado a “sustentar nociones de ‘pureza’ estética o crítica ideológica” (Mitchell, 2009, p. 10).

      Volviendo a Sontag, en Ante el dolor de los demás ella se encargará de refutar su idea inicial acerca del efecto analgésico de la imagen fotográfica, cuando advierte que se trataba de un argumento conservador que pretendía defender la realidad y las pautas de juicio de la autenticidad ante la amenaza de la “sociedad del espectáculo” (Sontag, 2003, p. 126). Para esto, Sontag viaja hasta la primera modernidad, con el fin de volver sobre el temor expresado por algunos intelectuales de la época ante el hecho de que ser espectador de imágenes e informaciones reproducidas de manera técnica podría neutralizar el despliegue de una “fuerza moral” en el individuo y, por esa vía, corromper la sensibilidad, un aspecto que ya tuvimos la oportunidad de tratar en las páginas anteriores. Sontag cita al propio William Wordsworth, quien en el prefacio al libro Baladas líricas, escrito en 1798 en compañía de Samuel Taylor Coleridge, denuncia la corrupción de la sensibilidad, producida por “los grandes acontecimientos nacionales que tienen lugar a diario y la creciente acumulación de los hombres en las ciudades”, fenómenos responsables de producir un proceso de sobreexitación en el individuo, que incide en “el embotamiento de las capacidades mentales de discernimiento” y “las reduce a un estado de torpor salvaje” (Wordsworth, citado en Sontag, 2003, pp. 123-124). Al traer esta cita del pasado, Sontag tiene el mérito no solo de “ilustrar la amnesia de quienes descubren en el presente una pura originalidad” (Sarlo, 2003, p. 8), sino también hacer evidente que “el argumento según el cual la vida moderna consiste en una dieta de horrores que nos corrompe y a la que nos habituamos gradualmente es una idea fundadora de la crítica de la modernidad” (Sontag, 2003, p. 123).

      Un

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